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—¡Gina! —La voz de Edoardo sonaba trémula. Gina trató de abrir los ojos, pero le pesaban demasiado. Logró mover la mano y encontrar la suya, le dio un pequeño apretón—. Amore, ¿me escuchas? —Volvió a darle un apretón, intentando abrir los ojos de nuevo.

—La luz. —le susurró con voz pastosa; le estaba molestando a la vista.

—Claro. —De pronto, la presión sobre sus ojos desapareció y pudo abrirlos con más facilidad. Estaba en su cama, en su habitación y esta estaba en penumbras. Intentó recordar que hora del día era, más estaba demasiado entumecida para hacerlo—. ¿Estás bien? —Edoardo estaba sentado a su lado, acariciándole la mejilla con cuidado.

—Sí. —musitó, recobrando de a poco sus facultades.

—¿Qué pasó, Gina? —El hombre sonaba desesperado, Gina esbozó una pequeña sonrisa para tranquilizarlo.

—Debe ser un efecto de jet lag. —explicó, él no se vio muy convencido, pero no insistió.

—¿Quieres que te traiga algo? —se levantó—. En el gabinete hay algunas medicinas. —Gina negó suavemente.

—Solo un poco de agua. —pidió. Edoardo asintió y salió de la habitación.

Gina intentó incorporarse, pero los músculos le pesaban. Consiguió arrastrarse lo suficiente para ponerse en posición sentada, con una almohada detrás de su espalda. Sus manos aún temblaban. Las escondió debajo de la colcha, no quería que Edoardo lo viera. No quería más preguntas. No tenía fuerzas para responderlas.

Pero, se desharía de esa cosa en la primera oportunidad. Soportaba la idea de que Edoardo fuera armado a duras penas, tener una pistola suelta por ahí, cargada, era imposible. No le importaba su seguridad, su protección. De todos modos, sería inútil. Ella jamás podría tomarla en sus manos, mucho menos dispararle a alguien. ¡No! No era capaz de vivir eso de nuevo.

—Aquí tienes. —levantó la mirada hacia Edoardo, ni siquiera se había fijado en que había entrado a la habitación de nuevo.

—¡Gracias! —sonrió, estirando la mano para coger el vaso. Logró controlar el temblor lo suficiente para beber sin hacer un desastre.

—¿Te sientes mejor? —Edoardo se sentó al borde de la cama.

—Hazme compañía. —Gina palmeó la cama a su lado, invitándolo. Él no se hizo de esperar—. Estoy mejor. —Susurró cuando se acostó a su lado, dejando caer la cabeza sobre su hombro—. Fue un simple mareo. —Edoardo resopló.

—Tarde cinco minutos en hacerte reaccionar. —Replicó con voz dura—. Eso no es un simple mareo.

—No fue nada. —insistió, pero él no le creía—. ¿Quién tiene en título médico aquí, eh? —bromeó, buscando la manera de romper la tensión.

—Tú. —respondió sin vacilar—. Escuché que los doctores son los peores pacientes, también.

—Pura tontería. —Gina rio. El temblor fue calmándose de a poco y el recuerdo de la pistola fue relegado a un punto lejano de su mente—. Eso es ser vanidoso y yo no lo soy.

—Entonces, ¿vas a dejar que te vea un doctor? —Edoardo giró hacia ella con una expresión esperanzada.

—Estoy bien, amore. —Acarició su mejilla—. Hagamos una cosa, ¿sí? —ofreció.

—¿A ver?

—Si vuelvo a sentirme mal, voy a decirte para que llames a un doctor de confianza.

—¿En serio? —Edoardo se incorporó un poco.

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