Le dolía la cabeza. Como si cien puñales se clavaran en ella, el dolor se volvía insoportable. Abrió los ojos a la negrura, no pudo ver nada. Intentó revisar la herida con las manos, pero estás estaban atadas detrás de su espalda. ¿Dónde estaba? ¿Qué había sucedido? Lo último que recordaba era salir de la ducha, después todo se convertía en una bruma espesa y en la oscuridad. Tiró de las cadenas que mantenían presas sus manos, más lo único que consiguió era que el dolor en sus extremidades aumentara. Quiso gritar, pero no quería alertar a nadie de que estaba despierta. No había forma de saber quién estaba detrás de la puerta que la mantenía prisionera y aún no quería saberlo. Echó la cabeza hacia atrás, arqueando la espalda para aliviar la presión en sus brazos. Estiró las piernas para calmar el entumecimiento. Fue cuestión de segundos antes de sentir la sangre fluyendo de nuevo.
La puerta se abrió lo que pareció una eternidad —pero, fueron solo unos cuantos minutos— después. La persona que entró prendió las luces, dejándola ciega por un momento. Gina cerró los ojos con fuerza, y luego los abrió lentamente para acostumbrarse al cambio. Rio histéricamente al ver a la persona que tenía delante.
—Tiene que ser una broma. —soltó, pero Elisa no hizo muestra de haberla escuchado. O de estar bromeando—. ¿Qué está pasando? —se enserió, observando como la mujer se sentaba delante de ella con una lentitud desquiciante.
—Nunca confié en ti. —dijo desenfadadamente, ojeando una carpeta roja que tenía delante—. Nunca me gustaste. —añadió.
—El sentimiento es mutuo. —No pudo evitar decirlo; en su mente acudieron imágenes perturbadoras de esa mujer con su novio, mientras ella estaba a kilómetros de distancia. Más, lo peor de todo era que presentía que la jugarreta de Elisa no tenía nada que ver con Edoardo.
—Stai zitta. —amenazó, cerrando la carpeta de golpe. Gina se sobresaltó un poco, pero las cadenas no le permitieron mucho movimiento—. Nunca confié en ti. Desde el momento en el que llegaste, supe que ocultabas algo.
—Tenía nueve años cuando llegué. —Replicó Gina—. ¿Qué pude ocultar? ¿Una muñeca? —se mofó. Elisa golpeó la mesa con los puños.
—Intenté decírselo a todos. Que eres mala, que no eres una de los nuestros. A Edoardo, a Luccio, a Aurora. Nadie me hizo caso. —enumeró, paseando por la habitación sin parar.
Gina se abstuvo de comentar nada, porque no quería enojarla más. Elisa no estaba loca, era una mujer inteligente y capaz. No estaba delirando; no estaba actuando presa de un impulso celoso. Había algo ahí que a Gina se le escapaba, la clave de la razón por la cual estaba prisionera en su propia casa, en su propia familia.
—¿Qué hago aquí? —preguntó finalmente, al hacerse evidente que la otra mujer no añadiría nada más.
—Aquí es donde traigo a los traidores antes de su penitencia. —explicó con simpleza.
—¿Traidores? —El miedo, ese que había mantenido a raya durante todo ese tiempo, empezaba a abrumarla. ¿Qué estaba sucediendo?— ¿Dónde está Edoardo? —quiso saber. A pesar de no confiar en él, a pesar de haberla lastimado hasta lo más profundo, sabía que él resolvería ese asunto.
—Está en camino. —Dijo Elisa con seguridad—. Ya le entregué las pruebas en tu contra, así que no esperes mucha ayuda de su parte. —agregó con sorna. Gina se recostó en la silla, aparentando una calma que ya no sentía.
—¿Qué pruebas? —insistió. Pensó que Elisa la ignoraría, más esta estiró la mano hasta la carpeta y tiró un puñado de fotos delante de Gina.