Capítulo 14: Piedad

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Isabel Lander estaba sentada frente a la mesita de la sala. Daniel le sirvió un café. Elizabeth probó un besito de coco, hizo una mueca, no parecía gustarle mucho.

- ¿No te gusta?- preguntó Isabel.

- Nunca me gustaron mucho los besitos de coco.

- Entonces, ya los has probado.

Hubo un silencio incómodo en la sala. El señor Hamilton abrió los ojos como dos platos de sopa. Miraba a Lizzie con una expresión firme que sentenciaba "escoge bien tus palabras".

Lizzie fue a buscar su caja de juego de ajedrez.

- Isabel, ¿te gusta jugar esto?

- ¿Ajedrez? Me encanta. Soy ajedrecista. Voy a los concursos que se celebran en los clubes aquí en Caracas.

- Vaya, qué pequeño es el mundo. Yo también soy ajedrecista. De hecho, soy una campeona de ajedrez adolescente bastante famosa.

Lizzie notó que tenía algo de orgullo. Sabía que no era una persona humilde, aunque a veces se creyera lo peor del mundo, otras veces se sentía una gran genio. Su ego crecía cada vez que ganaba un juego. Y aplacarlo era tan difícil cómo escapar del malvado señor Hamilton.

Jugó una partida contra Isabel. Isabel no era tan buena jugando cómo Lizzie. Lizzie ganó y sonrió maliciosamente. A pesar de ser muy inexpresiva, en su rostro se dibujaban pequeñas desviaciones que reflejaban sus emociones, las cuáles no estaban ausentes. Isabel rió alegremente al perder y le dijo:

- Pues el premio para la ganadora es un besito de coco.

- Si no te molesta, te regalo mi premio.

- Bueno- dijo Isabel cogiendo un dulce de la cesta-, mejor. Más para mí. La próxima vez les voy a traer chocolate. Aquí tenemos el mejor chocolate del mundo.

Lizzie bajó la mirada sintiéndose apenada por rechazar de tal forma el dulce de besito de coco.

- Oye, Lizzie, me recuerdas mucho a una chica que jugaba conmigo en el kinder. Era tan blanca cómo tú. Pero era muda.

Lizzie se quedó helada. Le vinieron extraños pensamientos a la cabeza, y quiso preguntar.

- ¿Y qué pasó con ella?

- No sé...creo que dijeron que había desaparecido o algo así. Ahora que recuerdo...su mamá llegaba alterada al colegio luego de que desapareció. Iba a recogerla según pero no estaba. Esa pobre señora estaba mal de la cabeza.

Isabel sonrió.

- Bueno. Quizá esa pobre mujer perdió la custodia de la niña. Quiero pensar que se fue a vivir con su papá.

- Espera, ¿sabes cómo se llamaba la mujer?

- Ni idea, pero la niña se llamaba Ana.

- ¿Ana? ¿Estás segura de que su nombre era Ana?

- Estoy segura. Es un nombre fácil se recordar. Mi prima también se llama Ana.

- ¿Qué tal si se llamaba...Anya?

- Eso sería muy raro, pero...hm. Quién sabe.

Isabel cogió su cesta vacía.

- Muchas gracias por invitarme a su casa. Me tengo que ir. Tengo una reunión y va a venir titirimundachi.

- ¿Titiri - qué? - preguntó Daniel.

- Un montón de gente. Un bululú. Será mejor que prepare todo y que fregue los corotos.

Isabel se fue del apartamento.

- ¡Chao pescao!

Lizzie y Daniel se miraron a la cara.

- De verdad que los venezolanos hablan muy raro - dijo Daniel.

Se oyeron unos gritos femeninos. Era Vanessa desde el cuarto dónde tomaba una siesta. Hamilton corrió a ver qué pasaba.

Vanessa Lake dio una noticia inesperada. Estaba embarazada desde hacía tiempo. Y el hijo era del señor Hamilton. Había gritado por los dolores de embarazo.

Lizzie casi sufre un paro cardíaco. No sabía qué pensar.

El señor Hamilton fue a llevarse a su mujer a "algún lado". La tranquilizó y dijo que tendrían al bebé. Dejó a los dos adolescentes en casa encerrados. Lizzie y Daniel no podrían huir, estaban en un piso alto. La única salida era una ventana. Si se lanzaban morían. Daniel y Lizzie estaban angustiados. Miraban fijamente la puerta. De pronto, un papel se asomó bajo la puerta. Daniel fue a recogerlo. Era una imagen preciosa. Tenía una mujer hermosa con un niño cargado que sostenía el mundo. La imagen tenía escrito debajo: "Virgen de Coromoto. Patrona de Venezuela". Daniel y Lizzie nada sabían de religión. Apenas se sabían bautizados cómo católicos. Pero nada sabían acerca del catecismo.

Lizzie y Daniel hicieron algo que no habían hecho antes. Rezar y suplicarle a la Virgen. No sabían qué podía pasar. No sabían qué más podía hacer el señor Hamilton. Era un hombre despiadado y cruel. Si había sido capaz de matar a Daniela Haverwood, de quitarle los dientes a Lizzie, de vender niños, de enviarlos al infierno...

Lo peor es que Harvey Hamilton se tenía a sí mismo en una alta estima. Se consideraba una buena persona. No estaba dispuesto a cambiar. Según él, no había límites para las acciones. Él podía crear sus propias reglas. Fabricar su propio juego. Según él mismo, si él así lo quería, él era Dios. Podía ser quien quisiera ser. Si alguien lo acusaba con el dedo, el recordaría y sacaría a la luz las cosas malas que le habían hecho. Sumiendose en su victimismo y resentimiento, él se otorgaba a sí mismo el derecho a hacer lo que él quisiera. La vida había sido salvaje con él. ¿Por qué no ser él salvaje también? Podía decidir que estaba bien y que estaba mal. Empoderarse en un muy mal sentido de la palabra. Ser el León, el rey de la selva.

Lizzie y Daniel se arrodillaban ante la Virgen que habían colocado en un mueble. Se hizo la noche. Ellos todavía oraban.  Entonces oyeron el cerrojo abrirse. Pero estaban tan sumergidos en la oración que siguieron arrodillados. No voltearon. El señor Hamilton entró. Y al encontrarlos así, su reacción fue golpearlos. Los agarró a los dos por el cabello, cada uno en una mano. Y los sacudió y lanzó contra las paredes.

No regresó con Vanessa Lake.

- ¿Qué ha pasado con Lake?- preguntó Daniel temblando.

- Ya no la volverán a ver.- dijo Hamilton.

- ¿Qué le hiciste? - preguntó Lizzie asustada.

- Hice lo que tenía que hacer. Le di piedad. Tanto a ella cómo a todos.

Juego de Ajedrez - Isabel Bazó [+18]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora