Un regalo del destino

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No había tomado aquella decisión de forma consciente, de alguna manera simplemente había pasado. Como siempre que pasaba mucho tiempo navegando, llegaba un momento en que, por unas u otras razones, necesita atracar en algún puerto. Siempre hacía caso a la lógica de buscar el puerto más cercano puesto que, como viajaba sin rumbo, no tenía sentido buscar acercarse a uno en concreto pero desde luego no había calculado que en aquella ocasión debería parar en el último puerto que quería volver a pisar: Estambul.

Para cuando se dio cuenta que su rumbo se había fijado hacia su ciudad no era demasiado tarde y decidió cambiarlo. No había nada de malo en volver a Turquía pero no a Estambul, de modo que viró la dirección del barco hacia un pequeño pueblo cercano. Estaba decidido a no acercarse más a la ciudad.

Can sabía perfectamente lo que le esperaba allí, nada. Sabía que ella estaba en la ciudad. No había tenido el valor o las fuerzas de llamar a Emre ni una sola vez en aquel tiempo para preguntar por ella, pero de alguna manera sabía que estaba allí. Igual que sabía que no se verían, porque no podía arriesgarse a volver a tenerla frente a él. Porque sabía que no la había olvidado y que en el momento en que la viese volvería a derretirse por ella. Aunque a ella eso ya no le importase. 

Cuánto más se acercaba al pantalán de aquel pequeño pueblo pesquero más se preguntaba qué tan extraño sería haber ido en realidad hacia Estambul. Una parte de él no quería acercarse a ningún lugar en que ella pudiera estar ni a ningún lugar en el que hubieran estado juntos. La otra parte se moría por verla y deseaba casi en secreto recorrer sus antiguas calles con la esperanza de encontrarla y poder contemplarla desde lejos. Aunque después tuviera que volver a reconstruir sus pedazos. 

Sin embargo, Can era un hombre de palabra. Se había prometido a sí mismo que no volvería a hacer sufrir a Sanem, que no la buscaría, que no volverían a verse y que no regresaría a Estambul. Porque, si incumpliese esa promesa y fuera a la ciudad a verla, ¿habría alguna diferencia? 

Atracó en el pantalán y se dirigió a hacer sus recados. No conocía el pueblo pero le parecía bonito y tenía cierto aire que le recordaba a su ciudad. Nunca había presumido de un sentimiento de pertenencia, no es que no fuera capaz de sentirse en casa en otro lugar pero, como ya la había contado a Sanem, Estambul le parecía la ciudad más bonita del mundo. La echaba de menos, sus calles, su característico olor a especias, sus bulliciosos mercados. 

Sumido como estaba en sus pensamientos no se dio cuenta de cuándo empezó a llover, buscó rápidamente un refugio y un cine en una esquina cercana le llamó la atención. Pensó que entrar sería una buena opción para esperar a que la lluvia parase y además reconectar con la cultura turca. Corrió hacia la puerta y se puso en la cola para comprar una entrada. Delante de él había una chica, delgada, con el pelo largo y rizado, con aires de hippie. Había algo en ella que le parecía familiar, tenía una sensación extraña mientras esperaba su turno. No podía evitar acercarse para intentar escuchar su voz o ver su cara y entonces se dio cuenta. 

Sanem.

Tuvo la sensación de que su corazón se detenía al darse cuenta de que era ella. ¿Qué clase de broma del destino era aquella? Se había desviado de Estambul hacia ese pueblecito para no encontrarse con ella y sin embargo allí estaba, en el primer lugar al que no había planeado ir. No podía dejar de mirarla, su corazón latía desbocado en su pecho y resonaba en sus oídos como una melodía. 

Bum, bum. Bum, bum. Bum, bum.

Cada vez más rápido y fuerte. 

Durante una milésima de segundo levantó su mano para acariciar su pelo, quería que se girase y abrazarla, poder volver a mirarla a los ojos, ver de nuevo aquella maravillosa sonrisa que tenía pero en cuanto vio que ella comenzaba a moverse decidió ocultar su cara y dejarla marchar.

 Compró su entrada y la siguió al interior de la sala, despacio, con distancia, quería darse el lujo de poder observarla de nuevo pero sin que ella supiera que estaba allí. Aquello era un regalo que el destino le había hecho, pudo verla sonreír y emocionarse viendo la película. Pudo contemplar su perfil a contraluz, escucharla reír, pero cuando la película estaba a punto de terminar decidió levantarse y marcharse antes de que ella le viera.

A pesar de que había echado de menos cada centímetro de ella. 

En Manos Del DestinoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora