Miradas

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Can salió del cine para no tener que enfrentarse a ella porque no sabía si sería capaz de resistir mirarla a los ojos de nuevo sabiendo que no encontraría en ellos el amor que antes veía. No debería haberse permitido el lujo de seguirla, de volver a mirarla. Ahora no podía sacarla de su cabeza.


Volvió a pasear por el pueblo, por un momento pensó que lo mejor era terminar de hacer sus compras y volver a la soledad de su barco, pero necesitaba estar allí. Caminar por aquellas calles sabiendo que ella estaba pisando el mismo suelo, bajo el mismo cielo, respirando el mismo aire. Pues eso era todo lo cerca que se podía permitir estar de ella ahora.


Vagó sin rumbo fijo, pasando por delante de restaurantes y tiendas hasta que dio con una pequeña cafetería con unas pequeñas mesas blancas en la puerta. Se sentó en la que estaba más lejos, en una esquina, casi escondido, y pidió un café, puesto que ya no bebía té. No pasó mucho tiempo antes de que desde una pequeña callejuela apareciese una mujer. Con el pelo largo y rizado, vestida con un estilo hippie y con el teléfono en la mano. Se dirigió hacia la mesa más cercana a la esquina de la que había salido y, sin soltar el teléfono, le pidió al camarero un café. ¿Café? ¿Qué había pasado con su pasión por el té?


Can no sabía si moverse, si levantarse lentamente y marcharse por la calle de atrás para evitar que le viera. No parecía que se hubiera dado cuenta de que estaba allí cuando se sentó, seguramente iba demasiado absorta en su conversación como para fijarse en nadie. Pero él no podía creer la suerte que tenía de poder volver a verla, al sol, bajo la luz de aquel día que de repente se había vuelto tan radiante. La observó en silencio, recorriendo con la mirada cada centímetro de su piel a la vista. Recordaba la última vez que la había mirado así, había sido una tarde en que se habían escapado a la casa de la montaña. Ambos tenían mucho trabajo pero Can estaba harto de que Yigit siempre revolotease alrededor de Sanem y casi no pudieran estar solos así que bajó a buscarla a la editorial y le pidió que le acompañara a comprar un regalo para Leyla. Le dijo que era un favor que le pedía Emre para sorprenderla y Sanem no dudó en aceptar.

No tardó mucho en darse cuenta de que iban camino de la cabaña y que, por tanto, él le había mentido. Al principio se enfadó, como una niña pequeña, le miraba con el ceño fruncido y no dejaba de repetir que no podía dejarlo todo para irse a la cabaña sin más. Él la hacía rabiar pellizcándole la mejilla, el brazo o la rodilla. Al final se rindió y acabo aceptando ir a la cabaña entre risas.

Cuando llegaron Can intentó recrear la primera vez que la llevó allí, aquella tarde en que la rescató de Fabri. Cuando de verdad empezaron a conocerse el uno al otro. Cocinó lo mismo para ella, bebieron vino y bailaron la misma canción y, como aquella noche, Sanem se quedó dormida y él la llevo al sofá. Después se sentó a su lado en el suelo y la observó dormir preguntándose cómo había tenido tanta suerte de encontrarla.

La forma en que Sanem sonreía en sueños mientras él le acariciaba el cabello era el recuerdo más bonito que guardaba de ella.

Perdido en sus recuerdos, no se dio cuenta de que Sanem se marchaba. Se dijo a sí mismo que haberla visto, no una sino dos veces, ya era demasiada suerte y que no debería seguirla pero sus pies no pensaron lo mismo y echó a andar tras ella. La vio pararse frente al cristal de una librería, quince minutos después se preguntaba qué estaría mirando con tanto interés y, casi sin darse cuenta, caminó hacia ella.

Contemplaba con la mirada perdida un libro en el escaparate, uno que llevaba su nombre. Can se sorprendió al verlo, al final había publicado su historia de amor, era lo último que se esperaba.

Distraído en sus pensamientos, no se dio cuenta de que Sanem le devolvía la miraba a través del cristal hasta que ya fue demasiado tarde para escapar.

En Manos Del DestinoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora