❝ tarde calida y el mar

113 12 1
                                    


El atardecer pintaba de maravilla aquel sábado por la tarde, y haciendo honor a la época de verano, era un día sumamente caluroso, perfecto para ir a la playa.

Anne observaba a sus amigos jugar a la distancia, desde el agua. Jane golpeaba a Moody porque por su culpa habían perdido el partido, y exigía al resto empezar de nuevo, pidiendo cambiar a moody de su equipo. La pelirroja reía ante aquello, esa chica de cabello esponjado y de color castaño siempre le sacaba una sonrisa con sus ocurrencias.

Estaba tan distraída riéndose que no se dió cuenta del momento en el que un chico de ojos color avellana entró al agua, se acercó sigilosamente hasta ella y la tomó del tobillo. Anne soltó chillido y saltó en el agua, espantada. Frente a los demás, no admitiría el gran miedo que siente hacia los animales acuáticos. Le causaban pánico y en algunos caso, asco. Pensar en que alguno de ellos ahora mismo se la llevaría hasta lo profundo del mar y nadie se daría cuenta, le daban ganas de llorar.

Buscaba, espantada, aquello que la había tocado entre el agua. Hasta que un Gilbert sonriente salió, y al instante soltó una carcajada. Anne lo miraba con los ojos muy abiertos.

—¡Me asustaste! —exclamó, dándole un leve golpe en el pecho.

Él no paraba de reír. Por un instante, los ojos de Anne brillaron de emoción. Realmente era apuesto, y tenía una sonrisa perfecta. Sintió como su corazón se aceleraba, sonrojándose un poco por la vergüenza.  No habló más hasta que las risas del azabache cesaron.

—¡Ah, tenías que haberte visto! —se burló, sosteniendo su estómago que dolía de tanto reírse.

—No me parece gracioso. —musitó ella, cruzando los brazos. Él sonrió, acercándose más a ella.

—Vamos, solo fue una bromita. —dijo, haciendo énfasis en la palabra. Anne levantó una ceja.

—¿Y desde cuando eres bromista, Gilbert? —cuestionó. Blythe miró hacia otro lado, con algo de vergüenza. Ahora quien reía, era Anne— Quita esa cara, tonto. —él la miró, e hizo una sonrisa algo chueca.

Ambos se quedaron en silencio, observando el mar. Gilbert admiraba el camino dorado que dejaba el sol del atardecer en el agua. Cuando era un niño, él creía que ese camino te guiaba a un tesoro, uno muy lindo; la felicidad. Gilbert jamás se consideró alguien feliz, no hasta que conoció a sus amigos. Creía que su vida estaba llena de desgracias, cada unas peores que la otra, y que estaba destinado a eso. Constantemente se regañaba a su mismo por ser así. Cuando su madre lo regañaba por cosas sin sentido, Gilbert se golpeaba con una vara en la piernas, ya que su madre no lo hacía, pero él lo sentía necesario. Él era malo y un mal presagio para su familia, y merecía ser castigado, decía. Su madre una vez lo descubrió...

Y lo golpeó. Por primera vez lo hizo.

Gilbert no hacía nada para detenerla.

Era lo justo, él lo merecía.

Su mamá le repetía que si eso era lo que él realmente deseaba para ser feliz, que si eso lo tranquilizaba. Mientras que con un cinturón, golpeaba sus piernas y brazos sin parar, con fuerza, y sin piedad. De los ojos de Gilbert escapaban pequeñas lágrimas, pero no sufría,  y eso, enfurecía más a su mamá.

Gilbert miró a la pelirroja a su lado. Su cabello flotaba con el viento, y los rayos de sol hacían que su melena anaranjada brillara como el fuego. Los ojos avellanas de aquel chico se iluminaron ante tal belleza. Una cicatriz en su mejilla sobresalía entre el montón de pecas que adornaban su rostro. Gilbert recordó el porqué de ella, y sintió mucha pena. Constantemente creaba historias en su cabeza sobre como pudo hacerse esa cicatriz. Donde la protagonista pelirroja actuaba en actos muy simbólicos y salvajes. Como aquella historia donde ella trabajaba como soldado para la guerra, y un día, una bala rozó su rostro, dejando aquella cicatriz. O cuando la ninfa del bosque lastimó su rostro con un árbol boxeador, como esos de Harry Potter. Era una lástima que tuviera una historia tan tétrica y triste, que solo hacía a Gilbert odiar a una persona que ni siquiera conocía.

Se sintió en paz, porqué ahora ella era feliz y encontró plenitud. Se sentía alegre porqué tuvo la confianza de contárselo. Pero se sentía triste, por pensar en que alguien tan linda como ella tuvo que sufrir tanto.

Recordó que él jamás le había contado sobre su tinta amarilla. Volvió a mirarla, tan tranquila y hermosa, e inconscientemente, sonrió. Pensó en que quizás luego le contaría sobre su tinta amarilla, sobre sus problemas en casa, o sobre todos sus amores fallidos. Justo ahora, no le importaba nada de eso. Él solo quería...

—Anne, ¿alguna vez te he dicho lo hermosa que eres? —preguntó, sin pensarlo dos veces.

Aquellas mejillas salpicadas con pecas se llenaron de color carmesí, y esos ojos azul celeste lo miraron con sorpresa sorpresa.

—¿Que? —preguntó en un suspiro, intentando ocultar  su sonrojo. Él asintió.

—Si. Y si alguien no lo ha hecho aún, entonces, seré el primero —se acercó un poco más a ella y cuando la tuvo de frente, tomó sus manos y sonrió—. Eres muy hermosa, Anne. Tus ojos brillan como el océano y tu cabello como es como el fuego. Ambos son elementos muy distintos, pero que en ti logran una sintonía perfecta, haciéndote parecer el ser más fantástico y hermoso visto jamás.

Su voz temblaba un poco por los nervios, pero sus palabras eran seguras.

Anne se encontraba sin aliento, miraba sus manos unidas y sentía que su corazón saldría de su pecho en algún momento. Miró aquellos ojos avellana que la miraban con miedo, sinceridad, y sobre todo, admiración. Sonrió torpemente.

—Gracias —murmuró. Ella parecía tener siempre una respuesta para algo, pero ahora, sorprendentemente, no la tenía—; Tú... tú también eres muy lindo; y tú cabello brilla; y tus ojos son como el chocolate; y tienes una sonrisa que podría enamorar a cualquier; y... —iba a seguir hablando hasta que se dió cuenta de que había hablado demás.

Gilbert soltó sus manos, aún con una sonrisa. Ella lo miraba con sus ojos muy abiertos, avergonzada. No podía creer que él estuviera tan tranquilo. Sin embargo, eso en parte le daba algo de tranquilidad a su consciencia. Se acercó hasta ella y le dió un beso en la mejilla.

—Yo... —intentaba hablar, pero no podía.

Gilbert soltó una risita y salpicó su rostro con un poco de agua, haciéndola reír torpemente y con ternura, regresándole el agua y así comenzando una pequeña guerra entre ambos.

Sin dudas, una bonita tarde.

𝐖𝐄 𝐀𝐑𝐄 𝐌𝐎𝐌𝐄𝐍𝐓𝐒 ;; Shirbert Donde viven las historias. Descúbrelo ahora