La visiones de la guerra

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El corazón de Sung se encontraba en la boca de su garganta cuando una tercera venda se ubicó sobre sus ojos. Trató de mover las muñecas, el hormigueo consecuencia del dolor de la inmovilización y la fuerza con la que habían atado en esa postura de hombros ligeramente alzados. Los músculos de su espalda estaban listos para emprender el escape, pero sus piernas estaban asfixiadas por el peso de Bianco, quien se había sentado de piernas abiertas y lo mantenía abrazado contra sí. El aliento en su nuca causaba un cosquilleo desagradable, las peores ideas sobre sus intenciones reales ya no una mera ilusión.

A su alrededor, los sonidos habían duplicado su reverberancia. El ligero trote del mayor de los primos era igual al de una gacela, más bien un lobo, al caminar a su alrededor. Los ruidos del teléfono también aumentaron en volumen cuando la presión de unos auriculares en sus oídos. El tono a su máximo asfixió el resto de él mismo, solo después que la cantarina voz de Michel susurrara muy cerca de su coronilla.

—¿No eres muy desafiante, pequeño? Enfocate en la persona que canta y cuéntanos luego todos sus misterios, diminuto sapito. —Besó sus cabellos con un chasquido de sus labios, la presión de su estómago, del bulto de su entrepierna, acompañados de un deseo similar al de su familia, pero de una manera más grotesca e incómoda.

Afortunado, o quizás miserable, fue cuando la voz que cantaba en un idioma extranjero y desconocido lo envió a la visión de un futuro del cual no tenía idea. El acompañamiento de un suave tambor, de lo que creía eran campanillas y una especie de arpa o violín, le llevaron a una visión del desierto en blanco y negro. Entrecerró los ojos, la incapacidad de moverse de su asiento un impedimento a buscar el origen de ese futuro incierto.

Al enfocar la atención, en el horizonte, pudo divisar el contorno de los límites de una ciudad. Casas de lo que debía ser piedra, edificios de varios pisos, incluso creyó poder distinguir las torres de comunicación y electricidad. Gentes formaban un cúmulo poco interesante, todos en sus vidas sin que la visión fantasmagórica de un vidente la interrumpiera. El sol ardía en su piel desacostumbrada al brillo directo, la arena que traía el viento metiéndose en su nariz y ojos, pegándose a su piel con su desagradable sabor a sal pura.

Jadeó, sus intentos para desatarse iguales a los de un pez en los últimos aleteos fuera del agua. Soltó un quejido ahogado, su cuello rígido en una postura elevada y la zona en su barbilla gritaba como si garras se clavaran en la piel. Las fuerzas que envolvían su forma real ahora invisibles en ese sitio donde el tiempo de verdad era una ilusión. Solo lograban escapar las lágrimas, el volumen de la música cada vez más ensordecedor. Tragó, la sequedad similar a aquella inminente síntoma de un desvanecimiento.

Sus alarmas sonaron con el sonido de los puños de Bianco, las uñas de su propia voluntad arrastrándose a concentrar los últimos resquicios de presencia. Solo cuando empezó a perder el agarre de su propia conciencia, la canción terminó y el silencio dominó el paisaje de la imaginación. Soltó sus músculos, su cuerpo cubierto por el sudor de la temperatura y de su propia desesperación. Aspiró y espiró contra la tela que aún percibía en la boca, el aroma a vinagre al menos ya una mala memoria.

Relajó su figura, el pánico una carga si deseaba pronto volver y tirarse a dormir hasta que el mediodía volviera a hacer su aparición. La cabeza le ardía, el cerebelo rogando por la almohada o la muerte. Cerró los ojos, enfocándose en los sonidos más que en la imagen. Separó las conversaciones en ese idioma que sólo podía calificar como árabe, buscó en el rumor una similitud entre las notas de la canción nueva y el ambiente. Si no iban a darle el rostro de la persona, tendría que bastarse con su voz.

Torpe, aterrado, temió encontrarse incapaz de cometer la petición hasta que, igual que sucedía en cada nueva visión, una diferencia entre el centro de la película y el resto lo agarraba para no soltarlo.

La perfidia de la sarraceniaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora