El pago a Judas I

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El ámbar de la luz bañaba ese confín en medio del anonimato de la ciudad y la oscuridad de las otras ventanas del mismo edificio. En la habitación de paredes rojas y de muebles negros, dos personas se encontraban una frente a la otra. Las decoraciones de meses pasados habían sido arrancadas de los tornillos, trozos de plástico todavía visible en algunos. La alfombra donde ambos conversaban era de hilo blanco, detalles en oro y flores púrpuras en hilos brillantes. Manchas rojas caían de la nariz del hombre tirado cuan largo era, el líquido de su vida derramándose sobre el riachuelo dorado que desembocaba a los pies del castillo.

El rey observaba desde su trono al último de sus juguetes. Movió un zapato negro de arriba a abajo, la tinta en sus ojos amenazando con derramarse de sus párpados hinchados por el llanto. La ventana cerrada mantenía los sonidos en el interior, su voz un eco entre el piso y las estanterías llenas de polvo. En la lámpara del techo, una araña caminaba sobre largas patas llenas de pelos.

—Así que... ¿qué se siente estar dos días en completa oscuridad?

Michel tomaba agua con hielo, su interrogante en dirección a la figura tirada en el suelo. Al agitar el recipiente, los cubos helados tintineaban y giraban en el líquido trasparente. El mafioso dio un sorbo, relamiéndose los labios antes de posar la copa en la mesilla junto a su sillón. Cruzado de piernas sin dejar de rumiar la apariencia del cuerpo a sus pies, tamborileó en el ritmo de una canción infantil largo tiempo olvidada.

Se inclinó hacia adelante para acariciar un mechón suelto y sucio, mientras descruzaba las piernas, su peso sobre la rodilla derecha.

—¿Y bien? ¿Jano te comió la lengua?

El herido movió la cabeza, apoyándose de la barbilla para ver la sonrisa sarcástica que había aprendido a odiar tanto en tan corto tiempo.

—... Mucho mejor que verte la cara.

Sung era el claro ejemplo de los límites de la terquedad. La zona de las ataduras seguían hinchadas, el color amarillo de los pañuelos manchas sobre la piel ligeramente moreteada. Sus vendajes fueron cambiados por unos limpios, rastros de dos noches sin acceso a un baño por completo eliminados de su piel. La vía, además se salió en un punto no sin antes infectar las heridas de su entrepierna. Los antibióticos trabajaban contra la bacteria, no así nada contra la fiebre transpirándose por cada poro de su piel.

—Oh, todavía queda pelea en ti. Bien. —Michel se arrodilló junto a él, acercándole la copa de agua a los labios tras ayudarlo a que se sentara. Bufó ante el evidente desespero por beber el agua que Sung intentó controlar. Dejó que se metiera los hielos a la boca, ayudándolo a moverlos en su cavidad para que no se quemara el interior de la cavidad. Acarició la marca roja que cruzaba de oreja a oreja, sobre sus labios, como si un maquillaje de payaso se tratara—. No he terminado contigo... Todavía te dejaré vivir por unos días más, así que toma las fuerzas que necesites.

El vidente solo pudo responderlo con una mirada llena de veneno. Michel rió de nuevo y lo alzó entre brazos tras dejar la copa en su sitio. Lo sentó en el sillón antes de ir a la cocina por la jarra de agua llena de hielos, gotas iguales de grandes a las uñas de su mano. El mafioso andaba de vuelta a la sala como si estuviera en medio de las nubes, silbando una de las canciones preferidas de Bianco Funiculí, funiculà.

Lástima no poseer su talento para el canto. Otra razón por la cual debió regalarle el liderazgo sin pelear y dedicarse a otra cosa. Al llegar a la sala. Sung estaba tirado otra vez en la alfombra igual a una marioneta con las cuerdas cortadas, su respiración pesada y agitada. Sus mejillas era tan rojas como las paredes.

—¿No te dejé en el sillón? —Refunfuñó Michel. Primero dejó la jarra en la mesa. Luego, cargó de nuevo el cuerpo y lo sentó en su lugar. Dio un par de palmadas con fuerza controlada en sus rodillas. Sung siseó entre sus dientes, pero no lo dio el placer de conocer el tamaño de su dolor—. Eres una de las personas más tercas que conozco... Vamos, te daré todo el agua que necesites. El doctor dijo que debes ir al baño seguido. Debe dolerte mucho... Pobre, pobre.

La perfidia de la sarraceniaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora