Doble cuchilla I

14 2 2
                                    

Sung flexionó la mano a la altura de su rostro, los vendajes creando resistencia al intentar cerrar los dedos. El resto de su cuerpo era terreno parecido. Torso, piernas, incluso el ojo derecho, el cenicero no había hecho más que causar heridas en sus brazos al romperse.

El joven no recordaba con exactitud el camino en que la pelea se volvió una golpiza unilateral. Cubierto de sangre y mareado, Sung se desmayó antes de que la conversación acabara. Los resultados de la paliza de la noche anterior estaban ahora cubiertas y curadas por los subalternos todavía fieles. Los calmantes cumplían su parte en adormecer varios centímetros de la piel moreteada, de los músculos lastimados y las articulaciones estiradas hasta impedirlo moverse sin gemir de dolor.

Al evaluar la calidad de los apósitos y su técnica al envolver sus heridas, Sung concluyó que lo habían llevado a un doctor de la familia. O uno con los bolsillos lo suficiente profundos para aceptar persuasiones y olvidarse del asunto. El sabor amargo de las pastillas llenaba su paladar al toser, la piel del dorso de sus muñecas y de codos con la sensación delicada que queda tras el paso de vías.

No se atrevía a levantar las cobijas aún, pero estaba seguro de que tenía una bolsa de orina colgando en su entrepierna.

Bianco tenía una habitación organizada, limpia y una cama lo suficiente grande para que su propio sufrimiento pasara con todas las comodidades posibles. Mucho tiempo pasó en ver las paredes llenas de fotos de su infancia, leyendo los títulos de los libros en la mesilla de noche, o dejándose llevar por la oscuridad de la televisión en la pared del frente. Al menos, ese era el panorama mientras el dueño del departamento aún vivía.

El resto del cuarto fuera de la cama estaba velado por un dosel negro para detener el paso de los rayos del sol. Ahora, lo único distinto a su propia presencia era una bandeja con los restos de su desayuno.

Las migajas formaban un camino desde su propio regazo a las colinas de sus piernas bajo las sábanas. La precaución usual de no comer nada extraño había salido por la ventana en cuanto despertó. El hambre voraz lo llevó a tragar las tostadas sin sabor, tomar el té sin azúcar y tan amargo que le hizo llorar. Las pastillas se derritieron en su lengua como si fueran hielo bajo el sol.

Después de todo, ¿qué más podrían hacerle? Michel lo tenía a su completa disposición. Todavía podía agarrar y mover el cuello, sentarse y acostarse sin ayuda. Sin embargo, otro asunto eran las piernas. Los dedos respondía a sus órdenes, las rodillas se doblaban lentas y firmes, todo ello detrás del velo de los cosquilleos y el adormecimiento. El dolor sería intenso cuando la sensación volviera a ellos, de eso estaba seguro.

Comida, información, hasta el control de sus pastillas, todo estaba a merced de los caprichos de Michel. Ya era el perfecto receptáculo de visiones que el mafioso soñaba desde esa tarde frente a los viñedos. Al menos, por la intensidad de su mirada antes de que la oscuridad se lo tragara, no volvería a meterse en su cama por consuelo físico.

Prefería mil palizas iguales a la sensación de sus labios sobre su piel. Afuera del cuarto, el movimiento de varias personas le recordaba que no estaba ya aislado del universo. Era parte integral de la zona más baja de la sociedad, lo único que le diferenciaba de los otros esclavos era la cercanía al carnívoro más peligroso de la pirámide.

La creatividad de Michel no conocía límites a la hora de torturarlo, borracho como parecía en el poder de verse al frente de su sueño. Solo en el mundo, libre de los límites que existen los lazos de amor y de familia con otros seres vivos. Sung apoyó las manos en el colchón para acomodarse en su lugar, los labios pálidos entre los pinchazos de incomodidad de alguna zona entre la cadera y las costillas.

Al lograr acomodarse, tosió y un chorro de sangre manchó el azul de las cobijas. Tragó el líquido de sabor metálico, la arcada que lo controló con sabor a la mermelada del desayuno. Se acarició las mejillas, enfocándose en el ahora en lugar del recuerdo del final de Bianco. No volvería a comer carne tras el estado de su cuerpo.

La perfidia de la sarraceniaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora