La verdad tras la máscara

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La primera mañana desde el renacer de Sung, Michel perdonó su indiferencia. Debían dolerle todavía las zonas donde el médico había hecho sus cortes. Además, no dormía más que en el sofá porque Michel se negaba a llevar alguna de las camas a ese departamento. Si quería descansar, debería hacerlo en una colcha, pero su padre la ocupaba, allá en el cuarto tras la zona de seguridad.

La segunda mañana, en la que se negó a tomar el lápiz, Michel golpeó su espalda con sus manos llenas de anillos. Lo hizo sentarse sobre sus pantorrillas, estirar las manos y mantener su postura a cada impacto. De su boca no podían salir sonidos, sus labios unidos en una línea insuficiente a detener los quejidos de su garganta. Solo cuando el sudor apelmazó sus cabellos contra su cráneo, el mafioso detuvo sus azotes y devolvió a Sung a su sitio frente al escritorio.

Sin embargo, la tercera mañana frente al escritorio, cruzado de brazos, Michel se dio cuenta que había llegado al límite de su tolerancia. Sin dormir desde el anuncio de la muerte de Bianco, las voces en su mente solo pedían una acción concreta: terminar de asentarse en el poder. Para ello, como bien conocía la dinámica de los reyes y de los poderosos, debía entregar ejemplo en el castigo de sus enemigos.

Por supuesto, en ninguno de esos tres días le habría proveído una pizca de alimento a la bolsa que colgaba de su estómago. Solo agua y suero era suficiente para alguien que no necesitaba moverse. Y cuyo trabajo ni siquiera era capaz de cumplir.

Exigió primero que Giorgio trajera una cámara fotográfica. Atrezzo fue una silla de ébano, los puntos decorativos un par de esposas para los pies y las muñecas. Incluso rescató uno de los pocos cuadros que pudo traer de su hogar, colgándolo justo detrás del prisionero. Dejó el cuaderno cerrado y sin utilizar en su regazo. Sin embargo, para no aumentar la posibilidad de infección en las heridas todavía supurantes, pidió al viejo doctor que se encargara de destaparlas y esperar en uno de los departamentos contiguos. A ambos lados de la figura sentada, colocó los frascos. Agregó luces de navidad para darle los toques finales a su visión.

Sung reaccionó a la exposición de sus heridas haciendo absolutamente nada. A lo mucho, giraba la cabeza a los sonidos. El arrastrar de los objetos, las conversaciones de Michel con sus subalternos y el médico. Las reacciones que el mafioso deseaba no podría obtenerlas ya con un guiño o una sonrisa. Si quería verlo llorar, tendría que volver a matar a su padre.

Pese a su indiferencia personal, el resto de aquellos en la sala no era como tal. Edgardo salió corriendo cuando los párpados cerrados, aún inflados, hicieron su aparición. El cirujano había introducido algo para que la cavidad no cediera al espacio, pero, aún así, la apariencia antinatural de la herida y la planicie de las bolsas chocaban a cualquier que lo veía. Giorgio se desmayó fue a la visión de los labios unidos por un zig-zag de hilo negro sobre la carne delgada —a petición del mafioso, por supuesto, pagado al especialista que utilizaba hilos parecidos—, ya con costras sobre el cierre.

—Niñitas. —Los regañó Michel. Ordenó a ambos a dar una vuelta por los límites de su diminuto territorio y, con el médico en su tiempo privado, se encargó de su obra maestra. Irguió a Sung completamente recto, encendió las luces decorativas y los círculos de luz que tantos usaban para realizar videos en internet.

Si volvían o no, la verdad es que no podría importarle menos.

Muy a pesar de Sung, Michel tenía un ojo artístico y talento natural pese a que su modelo no colaborara con la idea. Su excitación, la emoción al saberlo tan débil y necesitado de la persona que lo dejó así... Michel tuvo que marcharse a la cocina para no arruinar la alfombra con su simiente, su propio placer desesperado en el movimiento de su mano al acariciarse. Matar y arruinar vidas era un día a día en su trabajo, pero nunca había experimentado un deseo sexual tan voraz como al notar las lágrimas de sangre en los lagrimales contrarios.

La perfidia de la sarraceniaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora