Ellos II

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Frente a Sung, en medio de un charco de sangre y de líquido amniótico, la mujer y su hijo se morían.

Incapaz de socorrerlos o de llamar en su auxilio, el vidente fue testigo de la caída de rodillas de esa forma debilitada por el dolor. La cabellera negra caía sobre rasgos tan parecidos a los de Shin, sudor crispaba la fina piel que Temujin acariciaba con cuidadosa dulzura. La timidez de Amatista ahora era una máscara del horror más primigenio, sus pupilas tan diminutas que sus ojos parecían pozos de blancura lechosa, a la par que sus alaridos eran enormes "Oes" llenas de negrura.

Sin embargo, Sung sabía que el horror no terminaba aún. Jano quería asegurarse que contemplara la vida en su forma más básica después de vislumbrar la muerte. Así que, sin apartar un instante su atención del púrpura de la Parca, apretó los labios y siguió la escena como si fuera otra obra de teatro.

Contempló sus fallidos intentos al arrastrarse a las puertas que daban al interior de la casa, el grito de su boca silenciosa al caerse de lado en sus últimas fuerzas. La estela de líquido oscuro era fresca, brillante, en el tatami otrora limpio. Su llanto se mezclaba con la desesperación de las peticiones de auxilio que se leían en sus labios.

En uno de esos intentos de pujar, líquido gris salió de su boca y manchó su rostro, cabello y ropa. Patética, desesperada y perdiendo la esperanza a cada instante, triste eran los movimientos de pescado fuera del agua. Se abrazaba el enorme estómago y sus uñas tiraban de la tela como si quisiera arrancarlas junto a la piel. El hijo en su interior debía estar ahogándose por las propias paredes destinadas a protegerlo, girando y pateando al tiempo las contracciones lo empujaban a una salida imposible.

Amatista se dobló en sí, los temblores ahora posesión completa de su figura. Con las rodillas dobladas, pujaba entre sollozos, pero solo más negro regaba en el suelo. Se acariciaba el bulto, cada segundo menos púrpura como si alguien, o algo, absorbiera la vitalidad de esa escena. Sung frunció el ceño, ¿acaso ella sentía la muerte de su primogénito? Una especie de modestia lo obligó a apartarse al fin de Amatista, dejándola tan sola como en verdad lo estaba en la sala.

Incapaz de seguir viendo esa carnicería, el vidente exploró el resto del cuarto sin sentir su propio cansancio. La sanidad se le escapaba de entre los dedos a medida que seguía en ese infierno. Quería volver junto a Dalmacio. Fuera de la ropa de bebé y el cofre de pañales junto a los futones, lo único nuevo era un calendario en la pared con una fotografía de una playa tropical y "febrero" escrito en letras estilizadas. Los días fueron tachados por cruces a lápiz.

23 de febrero, leyó una y otra vez hasta que la fecha se clavó a fuego en su memoria. Las luces del futuro eran claras, pero algo debía poder hacer Shin con la información pertinente. Tragó como se lo permitió la garganta a punto de cerrarse. Si salvaba a Amatista, quizás lo mismo podría hacer por su padre. Con la esperanza de alguien resignado ya a la horca, volvió a Amatista y una arcada tomó control de él, su vómito esparciéndose en colores claros sobre los grises.

Los temblores se habían acabado, así como el vaivén constante entre las pujas y las contracciones. El bulto del estómago yacía inmóvil y sin color debajo de manos inertes, sangre como manchón alrededor del cuerpo de visión vacía. Lo último que vio Sung antes de que la niebla y garras frías se lo llevaran fue la negrura de su cabellera, y como su color se confundía con aquella de la sangre.

Ni que decir que, cuando su conciencia volvió a su cuerpo, el cansancio era del doble de su peso y no pudo ni enfocar la atención en el techo envuelto en luz amarillenta, pese a que los ojos le escocían como si tierra hubiera caído en ellos. Los pulmones dolían en su torso, su respiración superficial pese a sus intentos. La combinación entre una sed arrolladora y el calor asfixiante eran el peor impedimento a sus fallidos intentos por tranquilizarse. Si se moría en ese momento, los últimos meses fueron una pérdida de tiempo.

La perfidia de la sarraceniaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora