Razones II

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Hola, ya he vuelto. Retomas las funciones esta noche.

:)

El impulso de golpear la pared fue difícil de reprimir para Sung. Podía ver la sonrisa de Dalmacio mientras escribía, seguro una mancha de tinta en el dorso de su mano. La expresión de tiburón que tan bien heredó Bianco. El vidente suspiró, su esperanza de que cumpliera su promesa solo prueba de que era un niñito en el mundo del crimen.

Sung tamborileó, en la mesa entre los platos de comida todavía humeantes, su cuerpo mucho más ligero luego de la visita de Michel. Se apartó el cabello detrás de la oreja, el aroma a huevos y el café caricias en la boca de su estómago. Debía estar feliz, Michel preparó comida para él y su liberación cosquilleaba la punta de sus dedos.

Sin embargo, el recuerdo de esa mirada llena de horror giraba sin parar en su cabeza. Michel era el hombre del cual estaba enamorado, a quien deseaba entregar su futuro, pero al tiempo parecía ser el único obstáculo real en la liberación. El sonido rítmico de sus dedos era el único gesto que logró afianzar sus ideas al momento, en la acción. Se levantó de un salto en un arrebato de energía y se dirigió a la habitación principal.

Tras un momento de duda, anduvo alrededor de la cama hasta encontrar la esquina mal metida de la sábana. Se inclinó, sus dedos firmes al extraer el sobre transparente con papeles doblados en diminutos triángulos. La sonrisa pintó su cara con imagen de travesura, las intenciones detrás de su mirada poco fieles y menos inocentes. El peso era ligero como el de una almohada de mediano tamaño, pero en los límites del recuadro se encontraba la vida y la muerte de docenas de personas.

Sung se sacudió el pantalón de pijama antes de sentarse en la colcha, el profundo azul contraste con las cortinas de dosel rosa. No existía el menor rastro de prisa en sus gestos. Se escuchó el click del botón, serenidad en el ambiente cuando, uno a uno, el vidente desplegó las cartas de fortuna en un orden solo lógico para él.

De esquinas arrugadas por la fuerza del arranque a pliegos de cartulina de colores, Sung solo escribía en lo primero que obtenía a mano. No importaba el color ni el tamaño, solo que fuera suficiente firme para contener tinta. El joven probó escribir en sus teléfonos, en la computadora, pero la única forma de callarse las visiones era anotarlas en papel, en paredes o en su propia piel. De otra forma, invariable, las palabras se le escapaban sin mirar los peligros y dejaba marcas en sus huesos.

El vidente sonrió aún más al tomar cualquiera al azar. La superficie estaba cálida por la oscuridad del escondite y la sangre que corría en el destino entre esas letras. No lo abrió, sino que volvió a posarlo entre las muchas otras. No lo necesitaba. Tenía una ligera idea de lo que contenían las frases dentro de todos los sobres, solo necesitaba recorrer con la mirada para señalarlos a todos y volver a ver las imágenes de esas desgracias.

No lo necesitaba, pero le gustaba, de alguna manera, contenerlas entre sus dedos y sentir la delicadeza de sus destinos. Ver las superficies en blanco con el conocimiento que esas personas iban a morir. Merecían morir, se recordó el vidente mientras tiraba una de las cartas sobre las otras.

Existía un cierto poder que se obtiene con la clarividencia, similar al de un dios caprichoso e infantil con poca perspectiva. Sung tomó uno de los mechones en sus dedos mientras decidía cuál revisar ahora. Azules, verdes, rojos. Los colores tan fuertes captaban su atención, mas no lograban convencerlo en tomarlos para leerlos. Soltó un suspiro y dejó caer la mano en su regazo. 

Su atención se perdió en los alrededores de la habitación. La modorra del aburrimiento caía como un velo sobre sus párpados, pero no se atrevía a encender el teléfono o el televisor. Su mente tampoco conseguía enfocarse en dormir, escribir o leer. Las historias en su imaginación palidecían ante los trabajos del dios del futuro. A su vez, descartó comer. La comida se deshacía en nada contra el paladar pese al olor exquisito, el hueco en su estómago doloroso por falta de estímulo. 

La perfidia de la sarraceniaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora