Ellos I

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La visión llegó igual a un suspiro, el abrazo de Dalmacio atrayéndolo como a un viejo amante en cuanto el naranjo empezó a reflejarse en el vidrio de la ventana. Sung apenas sintió el roce de su rosario de oro antes de que Jano lo cogiera por el cuello del hanbok y lo arrojara a la ensoñación del futuro. A su vez, dedos fríos de muerto rozaron sus tobillos y lo empujaron de lleno a la imagen de su siguiente visión.

Sea quien fuera el dueño de la prenda sobre sus hombros, su hambre de venganza traspasó la fuerza de su propia aura. Por apenas un instante, lo sacudió el presentimiento de que estaba a punto de contemplar su propia condena de muerte. Pero, igual que todas las sensaciones pasadas, la emoción se desvaneció en una nube de propia confusión.

La neblina no era espesa ni Sung necesitó aclarar su mente al deslizarse fuera de las nubes de la visión. Igual que cruzar el transbordo para una persona de ciudad, Sung solo ubicó su objetivo con la naturalidad de alguien cien veces en la misma situación. Aún así, el vidente parpadeó con una expresión entre la incredulidad y la estupefacción por la imagen que el dios le había regalado.

Era un cuarto normal al estilo occidental, sin la menor gracia ni en la forma de las ventanas ni en la altura del techo. Salvo la paleta de blancos y de negros, el lugar era igual a muchos fondos de experiencias pasadas y personales.

La habitación provocaba en Sung una sensación de irrealidad, pese a que sus ojos no alcanzaban a ubicar la causa. El techo seguía arriba de su cabeza y el piso era una pieza sólida bajo sus pies. Aún así, mantuvo los sentidos atentos a cualquier cosa. Los signos de peligro levantaban señales de alerta en su centro más primitivo, así que no debía subestimarse a sí mismo.

Su cuerpo no sufriría el menor daño dentro de esa visión, pero no podía decirse lo mismo de su mente. En los últimos tiempos, los cambios en su rutina y modo de ser eran tan poco controlables como sus visiones. Días donde solo despertaba para comer o ir al baño, conversaciones de las que solo tenía memorias inconexas y sin sentido, incluso las olas de irritación que lo controlaban por las mínimas situaciones. Sung no podía hablar de ello con nadie, ni siquiera con Shin, pero sospechaba que todo ello provenía de una misma fuente.

Repasó el sencillo cuarto con tan solo la mirada, la paciencia en cada detalle de la decoración virtud de los reyes de la mafia a los que se encontraba sometido. Sung conocía mejor este mundo que el real, así que hasta el mínimo gesto apresurado podría condenarlo a malinterpretar la situación. Después de todo, la ausencia de color a veces ocultaba huellas importantes a la comprensión total de la situación. Alzó la tela del fajín para no pisarla, dio un par de pasos al ventanal a su izquierda.

Primero, descartó una situación violenta como posible causa de su inquietud. No existían manchones de sangre en las paredes ni muebles de madera rotos en algún ataque rabioso. La luz entraba por la ventana sin la mínima mota de polvo en el momento, las cortinas casi de paquete. Ni siquiera un hilo suelto. Frente a la ventana, la cama estaba ordenada con la eficiencia de un militar, los libros y las repisas sin ninguna mota de polvo en su perfecto orden. Incluso el piso de piedra reflejaba igual a espejo el cansancio de su expresión. Se llevó una mano a las manchas oscuras producto del estrés, su ceño frunciéndose al saberse envejecido por la constante tensión de su día a día.

Chasqueó la lengua al bajar el brazo con un gesto enardecido, llamándose la atención en inentendibles susurros. Parpadeó para volver a su misión. La autocompasión era buena de vez en cuando, pero cuando se realizaba en los momentos que no venían al caso, eran una excusa más para la desdicha.

¿No era él el mismo chico que había cruzado hasta el otro lado del mundo solo, con mil dólares bajo las costuras de la ropa y solo una nota a un desconocido en un lenguaje que no entendía? ¿No mostró acaso un increíble valor, una voluntad irrefrenable? No lloró allí, no sintió pavor en medio de las calles desconocidas de Hong Kong. Sung se giró sobre sus talones, su orgullo bien herido, mas aún no muerto.

La perfidia de la sarraceniaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora