Compromisos I

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La noche llegó y se fue sin que visitante alguno tocara a su puerta.

Sung permaneció sentado en el sofá de la sala principal, atento, sus cabellos húmedos todavía del baño después de cenar. Aguardó primero vestido en uno de los hanfus de fácil retiro hasta para manos inexpertas, las luces algo amarillas dándole vida a los rasgos realzados en una ligera capa de maquillaje. Su piel estaba tibia del agua caliente, fresca por las cremas humectantes de ligera fragancia.

Allí permaneció igual a una estatua hasta que se quedó en penumbras cuando el sol se ocultó. Nadie se vio en el pasillo al abrir la puerta. Se cubrió los hombros con una cobija y se quitó los zapatos de tacón alto. Aún así, ocupó su lugar otra vez en ese silencio, animándose a cerrar suficiente los ojos para dormitar sin apartar la atención de la puerta.

Nadie apareció cuando las primeras estrellas fueron consumidas por los rayos de la actividad nocturna. La suave brisa mecía las cortinas naranja, su cabello ya seco pegándose a su nuca. Puso a calentar agua, enfundándose los pies en medias desgastadas por el exceso de uso. Sung pegó el ojo a la mirilla. Vacío. Volvió a sentarse otro rato más, la pintura ya picándole los párpados. Solo se movió cuando la tetera cantó. Comió sus galletas y bebió su té dándole la espalda a la entrada.

En algún punto, el rumor de sonidos llegaron a sus oídos. Sin embargo, cuando se enfrascó en la cadencia y el tono, el origen era claro de los pisos inferiores. Alguna familia o grupo de mafiosos que no deseaban molestarle con su presencia. Abrió la puerta principal. Vio a ambos lados y volvió a cerrar tras de sí, esta vez tras cerrar con llave. Se levantó a quitarse el maquillaje y a cambiarse a una pijama lo suficiente gruesa para no encender la calefacción. Pasos no marcharon por el pasillo externo, nadie lo contactó por el teléfonillo de la entrada principal.

Aburrido, buscó su lector de libros y pasó la siguiente hora enfrascado en las portadas, descripciones y géneros de cada uno de los archivos. Se decidió al fin por La maldición de Hill House de Shirley Jackson. Corta, de terror y lo suficiente bien escrita para acabarlo en unas pocas horas.

Su atención se desviaba a ratos, pese a la lectura absorbente de pesadillas y de monstruosos personajes. Lanzaba miradas al televisor, a la puerta. Se cruzó de piernas y se arrebujó aún más en la colcha, solo sus brazos y rostro visibles en el sofá. Pese a ello, la imagen seguía difuminándose en cuanto trataba de formar dos oraciones, la pantalla negra llamándole igual que los agujeros negros se tragaban la luz.

Las pupilas empezaban a dolerle, la niebla del futuro acariciándole ya los brazos sin que imágenes acudieran en su totalidad. El aparato electrónico seguía impasible, pero Sung percibió una ligera burla en su presencia. Harto, pateó las sábanas y buscó el control remoto. Jano intentaba comunicarse con él. El presentimiento no lo abandonaría hasta que contestara su pregunta.

Igual que la vez anterior, la imagen era una mezcla de estática, colores en alto contraste y un noticiero lleno de letras que no podía leer. Sin embargo, la naturaleza del noticiero no era igual. El hombre que allí hablaba era tosco y tenía la corbata torcida, la mirada febril de pasión. Rojo era lo que más dominaba el vídeo, signos que se identificaban con el crimen decoraciones del set. En la esquina de la pantalla, una película de cámara se reproducía. El vidente debió acercarse, agacharse frente al objeto, para distinguir la estática de la mala calidad de la imagen.

Sung parpadeó tras unos segundos, el lector deslizándole de las manos al piso cuando cayó en cuenta de lo que veía. En su imaginación creyó escuchar la carcajada de Jano, de Shin, incluso de su propio padre. El dolor detrás de sus glóbulos oculares solo aumentó, una oleada de cansancio hundiéndole en el sitio. Su visión se difuminó de la habitación en la que se encontraba a la imagen del cuerpo de Raghu con el hacha. Luego, volvió a cambiar a una versión en alta definición de lo que todo ese lado de Hong Kong atestiguaba mientras cenaban.

La perfidia de la sarraceniaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora