Dimensiones de la mentira III

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El placer llegaba a él en la forma de respiraciones contra la piel, mordidas y mordiscos contra la piel cada día más pálida. Sung mantenía los ojos cerrados, ya por completo ajeno a las situaciones a su alrededor. Sus músculos estaban sueltos, la tensión al fin desvanecida de la masa de gelatina que era su figura.

—... Michel... —jadeó en un estremecimiento mientras sus dedos se perdían en el cabello ajeno, mucho más suave y fuerte de lo que era en sus fantasías. No importaba nada sino la boca consumiéndolo, la saliva que mojaba sus testículos, la mano que estimulaba arriba y abajo la carne libre.

¿Cuántos años había soñado con ello, cuantos meses mientras el deseo y el odio luchaban entre sí por dominarlo? Al tensarse en la nube de confusión del próximo orgasmo, las banalidades de la existencia eran lejanas y su propia traición se guardarían para atacarlo mucho más tarde. Por ahora, solo el placer máximo eran importantes.

Sin embargo, tan rápido cómo alcanzó la cima, igual de veloz fue su caída. Las manos se soltaron de su cabeza, el sudor cayendo por su piel como si estuviera de nuevo en la ducha. Su gemido rompió el silencio tan precioso, las aves en la ventana alejándose para no dejarse ver otra vez por el resto del día.

Igual que una visión, la mirada se le difuminó en acuarelas. Sonrió, sintiéndose caluroso y feliz, la adrenalina del momento. Se relamió los labios, aceptando con un ronroneo las caricias en la boca. Salado de otra manera, el sabor no lo molestó aunque sabía que era el suyo propio. Michel dejó salir una risa socarrona.

Permanecieron en silencio, mirándose en el espacio de centímetros, pero sus corazones latían igual a uno. Michel tenía un sonrojo claro en sus mejillas, su cuerpo parecía satisfecho solo en el acto de entregar placer a alguien igual a él.

—Hacía mucho que no daba cabeza, así que espero no haya sido tan mal. —Se relamió—. Y me gustó bastante. Fue algo... excitante.

Asegurándose de que Sung no desviara la mirada, se acarició la entrepierna. El vidente distinguió la humedad de algo en sus dedos. Su corazón se aceleró en su garganta, la boca ardiéndole por un deseo distinto.

—¿Bromeas? —Logró formular Sung entre susurros, tocándole el rostro. La sensación había sido demasiado intensa, real. El aroma de Michel lo embriagaba igual a una toxina, haciéndolo incapaz de enfocar su atención en el espacio que compartían—. Fue genial... Quiero hacerte lo mismo, si me dejas.

—Ah... ¿Vas a usar esos bonitos labios? —Soltó una risa, introduciendo el par de dedos mojados en semen. Sung los succionó mientras se acariciaba el estómago. Su propio sabor era extraño—. No seré amable, pero si vomitas... Te castigaré.

La oscuridad de sus ojos, más que asustarlo, lo hizo juntar las rodillas en una ansia casi palpable. ¿Entonces, no era un sueño? El vidente ya no confiaba ni siquiera en sus sentidos, tanto tiempo pasaba ahora no solo en visiones, sino en los sueños de una depresión no tratada.

—No prometo ser igual de bueno que los chicos que seguro te rodean, pero sé manejarme.

Cuidadoso, Sung se sentó en la cama y acarició el muslo ajeno. Michel apenas se elevó con los codos, su sonrisa juguetona y sus ojos llenos de curiosidad. Era de verdad una de las miradas más fuertes que le habrían podido dirigir a su dirección. Su corazón se saltaba de un lado a otro.

Sung se arrodilló al fin. Besó las rodillas, acariciando las pantorrillas y los tobillos. Estiró la mano, acariciando el bulto con extremo cuidado, la dureza de la sensación bajo sus dedos lo hizo jadear. Se inclinó para succionar el espacio del cierre, Michel dispuesto a separar las piernas tras esa muestra de sumisión.

Apartó un mechón con una sonrisa llena de juegos, enredándola entre sus dedos hasta que se formó una curva en la punta.

—¿Qué otro truco puedes hacer, pequeño?

La perfidia de la sarraceniaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora