El otoño estaba llenando los parques de naranja. Las hojas caían arrastrando aún más el frío de la temporada. Los árboles parecían estar en el hueso, sin que estuvieran cubriéndose por las masas de hojas verdes del verano. Los niños corrían por el parque en busca de la comida que les brindaba mis padres. Aquello era lo único que admiraba de ellos: la ayuda que le daba a los pobres.
El parque estaba lleno de casas de campaña. Había una pequeña cola hacia el puesto de comida. Nosotros no éramos la familia más rica de Seattle, pero podíamos costear este tipo de cosas cada cierto tiempo. Además, ayudaba mucho para el prestigio que tenían mis padres con la iglesia.
—Ayúdanos a servir el guisado —ordena mi madre.
Sin dudarlo, me pongo en ello. Ágata estaba a mi lado ayudándome a servir en platos de plástico la comida preparada. Teníamos mucho cuidado con las cazuelas calientes y los niños pequeños que se acercaban juguetones, no queríamos accidentes ese día.
—Te ves feliz —menciona Ágata.
—Siempre he estado feliz, ¿qué no lo ves? —sonrío abiertamente, llegándome a doler los cachetes.
En cuanto termino de servir varios platillos, voy a lo que siempre hacía: jugar con los niños. Era relajante pasar tiempo con ellos. Hacíamos montañas de hojas naranjas y nos lanzábamos a ellas olvidando que tenía dieciocho años. Ágata no paraba de reír desde lejos al verme. Su risa escandalosa hacía eco en todo el parque.
—Qué amables son con nosotros, señorita Celeste —habla Zafiro, una niña de diez años de risos dorados. Era bastante dulce y era la que más apegada a mí estaba.
—Sabes que nos gusta ayudar —Le dedico una sonrisa, para luego apretarle los cachetes redondos que portaba.
No pude evitarlo, aunque mis padres me lo prohibían, debía hacerlo: empecé a dibujar, pero no sola, con todos ellos. Marcus hacía garabatos de color rojo y azul, con apenas cinco años era lo máximo que podía hacer; Martha tenía el don de crear paisajes, a sus siete años pintaba muy bien; Zafiro, la mayor, dibujaba un rostro y al parecer era yo. Plasmaba todo a líneas, líneas y líneas fuertes. Sentía el sentimiento de cada uno. Aunque fuesen niños, tenían ideas y deseos en sus corazones. Me daba impotencia no poder ayudarles con mucho más que no fuese comida o algunas cobijas para el frío que se aproximaba.
Desde lejos veo a Ágata con su cámara en mano. Aprovechaba cada momento para poder tomar una foto. Cerraba un ojo y con el otro visualizaba su objetivo. Y, ¡pum!, un disparo, capturando en vida la muerte misma. Luego miraba la imagen y hacía muecas de inconformidad, algunas veces cerraba un poco sus ojos dorados, analizando la imaginen, y seguía tomando fotografías. Ella sabía capturar el momento, más en su mente que en una cartulina.
—¿Puedo verlas?
Ella se me queda mirando, esperando que le aclare lo que quería ver, a pesar de que era obvio.
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¿Qué sucedió en Seattle? ✔️
Romansa• • Primera entrega de la Bilogía: Dudas • • No me importa lo que deba hacer, solo quiero pasar el resto de mi vida sabiendo que no me equivoqué. *** Ágata Chester desde muy pequeña se ha inclinado por el mundo de plasmar imágenes con un toque vinta...