Siempre creí que mi corazón estaba destinado a marchitarse progresivamente, y así pasar desaparecido entre las sombras de la penumbra. La pureza y cordura del amor propio negaban rotúndamente que había sido enajenado y constantemente golpeado hasta desear con todas mis fuerzas dejar de adolescer y quizás así, soportar cada vuelta que el destino tenía preparado para mi.
Este constante y agotador estado de tensión cardiopático por tratar de responder a diferentes demandas que antes ignoraba, tal vez no esté erradicado por completo como quisiera, y eso se debe a que estoy tratando de ser quién era antes del trauma, lo cual tiene un poco de lógica porque muy en el fondo sé que esa persona ya no existe. Solo son secuelas de un nuevo yo las que renacieron entre sus cenizas y se transformaron completamente en quien anhelo ser antes de morir.
Es súmamente aceptable decir que todos nacemos con un mismo ciclo en común, y es que tarde o temprano morimos. Es relativo que aquella película que proyectamos llegue a su respectivo fin y quién sabe si continúa en otros escenarios paralelos.
Pero, ¿Y qué hay sobre las cosas que quedan en este suelo terrenal o las huellas que dejamos impregnadas?
¿Dejaré alguna marca en el corazón de aquellos que dejaron una pizca de su integridad personal en mi?
Quizás, si en esta vida estoy destinado a sanar mis traumas, la inmarcesibilidad que quiero dejar como huella o rastro conmemorativo, es el hecho de agregarnos un pequeño prefijo. Es decir, autocompadecernos por lo que vivimos, de la misma forma en que actuamos compasivamente con los demás. Aquello que no se marchitará si somos conscientes de que también es necesario perdonarnos y regarnos de vez en cuando, para medrar y echar raíces.