Capítulo III - El Ancla

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Julio de 2016:

Mi taza estaba lista para llevar a cabo la preparación de mi fiel acompañante nocturno, el café. Un poco fuerte y un tanto intenso, con dos cucharadas de azúcar (siendo esta una combinación perfecta para relajarme y disfrutar plácidamente de la noche), como una rutina que llevaba a cabo al no poder dormir producto de mis ataques de ansiedad.
Escuchaba música mientras observaba las insignificantes redes sociales en la espera del hervor del agua, cuando un "hola" apareció en la pantalla de notificaciones de mi celular.
Me sorprendí obviamente, ya que no esperaba dicho mensaje y menos de este chico, por lo que respondí para continuar dicho intercambio de palabras, pensando en dónde podría quebrarse para finalizar, ya que acostumbraba a "socializar" con personas a las que quizás, nunca iba a conocer en mi vida, y puede que el fuese el nuevo integrante de este grupo de "amigos cibernéticos".

El típico y monótono cuestionamiento acerca de cómo estamos, qué hacemos y qué podemos contar para evitar quedarnos sin tema de conversación se puso en marcha y nada parecía ser algo fuera de lo común, hasta que un "me daba un poco de miedo hablarte, ya que sos muy lindo y pensé que no ibas a responderme por eso" rompió el silencio y produjo en mi un interés repentino por continuar aquella conversación, sin saber qué responder ante esa oración. Fue ese, el preciso momento en el que un nuevo y pequeño destello se encendió en mi profundo y oscuro interior, visualizando a su vez un nuevo sendero por el cual no había caminado antes.
Conversamos toda la madrugada para conocernos en muchos aspectos hasta que el cansancio físico se apoderó de el, mientras que yo, cerraba tal extraña noche fumándome un cigarrillo final en la puerta de mi casa al mismo tiempo en que observaba y analizaba las hermosas estrellas, aquellas dichosas creaciones que brillan a pesar de estar legítimamente solas y distanciadas de todo tipo de materia.

Al día siguiente, y luego de quedarme dormido a los talleres matutinos a los que tenía que asistir en ese tedioso colegio, me duché y emprendí camino a mi rutina escolar vespertina en la espera de un simple mensaje suyo, pero no fue así a pesar de que en el fondo realmente esperaba que sucediera.
Llegó la noche, y luego de cenar, procedí a acostarme y descansar debido al cansancio físico consecuente de ese desarreglo de horarios. Hasta que un "hola, perdón por no hablarte durante el día" me quito el sueño consumidor por arte de magia, dejándome claro que sólo nos reencontraríamos en esta rutina nocturna a la que de a poco nos iríamos acostumbrando con el paso de las semanas, donde hablar de nuestros problemas emocionales, lo penosa que a veces suele ser la vida, y en como la misma pesa menos cuando le contamos a alguien nuestro resumen diario o aquello a lo que le tenemos miedo era un tanto reconfortante, que sin darnos cuenta estábamos creando un vínculo, quizás un tanto dependiente rebozado con una leve pizca de amor.

El era muy raro y diferente a lo que estaba escrito, yo era demasiado común y pasajero, pero éramos dos piezas de rompecabezas que encajaban perfectamente a pesar de no tener un patrón establecido. Cada noche, uno indagaba acerca del otro y cada componente descubierto, fortalecía aún más aquel hilo telefónico afectivo donde nos sentíamos cerca solo con el sonido de nuestras voces. Solíamos soltar un "te quiero" en medio de cada conversación, como si nos conociéramos de toda la vida porque quizás se sentía así, producto del enamoramiento enceguecedor, una etapa en la que generalmente me cuestionaba completamente antes que disfrutar y sentir.

¿Cuántas cosas no he gozado al cien por ciento por pensar en cuánto tiempo va a durar o por qué me está pasando esto a mi?

¿Acaso no soy merecedor de lo lindo que el destino tiene preparado para mi que tengo esta necesidad pertinente de cuestionarlo?

Quizás una de las tantas enseñanzas que me dejó fue comprender que no debía huir ante una muestra de afecto, por creer que no estaba destinada para mi, ya que me aterraba demostrarle mi amor a un chico debido a mi corta visión acerca de las relaciones, por lo que mi subconsciente por poco no llegaba a explotar con tantas preguntas flotantes que quizás estaban de más, ya que solo debía ignorarlas y cerrar los ojos al escuchar que no estaba solo en ese miedo a lo nuevo, porque nos acompañábamos del otro lado del teléfono. Era como si particularmente nos hubiésemos encontrado en el fondo del océano, en lo profundo de nuestra tristeza adolescente. Que al chocar y apoyarnos empáticamente, creamos un vínculo dependiente en el que asimilamos que uno era la solución del otro.
Si, estábamos destinados, pero a descubrir que no todos los seres humanos somos salvavidas. A veces nuestro vacío emocional nos hace generar un apego a lo primero a lo que le otorgamos un voto de confianza para mendigar lo que queda de nuestro amor, solo porque podemos llenarnos y sentir que salimos de ahí.

¿Pero y cuando esa persona se va de nuestras vidas?

¿Qué sucede con aquella sensación de flotar y desahogarse?

¿Volvemos al fondo del mar o nunca salimos de ahí?

¿Es entonces el ser humano un salvavidas para la otra persona o un ancla camuflada producto de la desesperación?

Luego de ese penoso desenlace, comprendí también que en ciertas ocasiones el amor es un juego en el que si te enamoras, perdés. Y esto es el resultado de una fantasía irracional en la que, mientras mayor sea el afecto le tengamos a alguien, mayor va a ser el dolor que nos va a generar cuando ésta, parta de nuestra vida. Si duele, es porque efectivamente le retribuímos ese apego emocional del que no nos percatamos por no saber amar(nos) con resguardos.

Fuimos una relación constructiva pero a su vez temporal y destructiva, producto del cráter existencial que poseía y que al momento de finalizar, solo quería que me abrazara. Ambos caímos al vacío y en esto nos diferenciamos por primera vez, ya que el encontró otro flotador mientras que yo me aferré a todo aquello a lo que no fue, para impulsarse también, a pesar de que fue en vano y volví a caer.

La ironía del luto de un amor fallido consiste en que la tristeza que emerge de nosotros y que transitamos, solo tiene una solución, y es que la cure la persona que la causó, porque nada duele más que perder excepto por el dolor al que elegimos aferrarnos, por lo que creo que esta, es la primera y más duradera etapa en el proceso de soltar y dejar ir. En eso consiste el ancla.

Una imagen diminuta a la que se le atribuyen términos como "seguridad", "firmeza ante lo turbulento" o "estar atado a...", puede ser usado como algo bueno, pero en mi caso, sería una metáfora acerca de la falta de seguridad en mi mismo, aferrándome a todo aquello que me generara algo de valor aunque tuviese que mendigarlo y arrastrarme por ello. Sean personas, situaciones o recuerdos, comprende las diferentes etapas o momentos en los que más nos aferramos a lo negativo porque es lo único que hipotéticamente nos mantiene de pie debido al miedo pertinente que nos produce saber si hay una vida luego de ese fin y cómo es, simbolizando así un anclaje entre el dolor y yo, cómo forma de aprendizaje ante las adversidades.

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