Capítulo 23

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Carta

—Tengo que ver a la señora Alisa Andrade —exigí.

—Le he dicho que no se encuentra —replicó la recepcionista.

Con el rabillo del ojo, miré a mi madre, quien parecía estar entretenida seleccionando las hojas.

—Es un asunto importante —insistí.

La mujer, de baja estatura y estilo copiado de una revista de moda de los 90, puso los ojos en blanco.

—Ya no trabaja aquí.

—¿Cómo lo sabe?

La chica contó hasta diez, maldiciendo por lo bajo.

—Soy Francisca Vermont, su hija. Hace mucho tiempo que en la familia no se utiliza el apellido Andrade.

—¿Me puedes ayudar, Francisca?

—Si me disculpa, debo atender a otros clientes.

Metí la mano en el bolsillo, sacando un billete de a 100. Con disimulo lo dejé caer encima del mostrador.

—Necesito hablar con ella, es urgente —supliqué.

Francisca miró el soborno con ojos vidriosos.

—Otro igual al finalizar —añadí. La verdad, ese era todo el dinero que traía conmigo. Tenía planeado salir corriendo después de entregar la carta.

La chica lo consideró unos momentos. Al final, agarró el billete y asintió.

—Tiene suerte, hoy ha venido a atender unos asuntos.

—¿Dónde la puedo encontrar?

Señaló la puerta trasera.

—Está en el almacén. Tienes 30 minutos.

Me contuve para no alzarle el dedo medio.

—Gracias —respondí con toda la frialdad posible.

Le hice señas a mi madre para que me esperara un momento. Ella asintió, aprovecharía la visita para comprar otras cosas para la casa.

Abrí la puerta que conducía al almacén. Detrás de ella había una escalera que daba a un estrecho pasillo abarrotado de cajas.

—¿Quién está ahí? —preguntó una voz adulta.

—Me llamo Ana, y tengo un mensaje para usted.

La señora se dio la vuelta, continuando con la inspección de una caja.

—Puede dejar el pedido en la recepción.

—No es un pedido —aclaré—. Traigo una carta dirigida a Alisa Andrade.

Detuvo la evaluación, encarándome.

—¿Quién es el remitente?

—Lo verá al abrirlo —respondí, tendiéndole el sobre.

Alisa dudó unos momentos antes de abrirlo. Sus ojos se enrojecieron al leer el autor del mensaje.

—Espero que esto no sea una broma jovencita.

—Sé que al principio le puede resultar imposible, pero le aseguro que el contenido es real.

Estiró el sobre de vuelta.

—No tengo tiempo para juegos.

—Deme una oportunidad, por favor. Cuando lo lea, sabrá que no miento.

Había transcrito las palabras de Andrade. Él se aseguró de demostrar la veracidad del contenido desde el primer párrafo, con hechos que solo conocerían ambos. No pude evitar llorar con la sinceridad de su perdón. Andrade la había echado de la casa al descubrirla con una chica en la cama. La hizo renunciar a su herencia y la obligó a cambiarse el apellido en deshonra.

—Lo comprenderá todo al leerla —insistí.

Alisa guardó la carta en el bolsillo de su delantal.

—No te prometo nada —dijo antes de volver a sus funciones.

Regresé a la entrada principal preocupada de que decidiera deshacerse de ella una vez que me hubiera marchado.

Francisca continuaba en la recepción, absorta en las palabras dulces de un cliente. Me detuve a pocos pasos de ellos, reconociéndolo.

—Me has prometido mucho, Nicolás —le dijo ella en tono entristecido.

—Promesas que cumpliré cuando me cedan el puesto. Pronto serán las elecciones.

El chico dibujó el contorno de sus labios con el pulgar, arrancándole un suspiro.

—Cumpliremos nuestros sueños, nos lo deben.

—¿Estás seguro?

—Lo estoy, ya he esperado demasiado.

Francisca retrocedió, indecisa. Él le dedico una sonrisa que la hizo estremecer. Sí, el doctor Lewis tenía una sonrisa de infarto.

—No te preocupes —continuó—. Cuando la pieza extra abandone el tablero tendremos vía libre.

La agarró de la cintura, atrayéndola hacia él. Ella se derritió en sus brazos cuando las manos de él comenzaron a explorar los terrenos cubiertos.

Carraspeé, llamando su atención.

—¿Disculpa? —preguntó Francisca, irritada.

—Lamento interrumpir, pero debo regresar con mi madre —murmuré apenada.

—¿Estás loca?

—La señorita Ana tiene razón —intervino el doctor Lewis con voz calmada—. Teníamos una conducta inapropiada en un espacio público. Le ruego que nos disculpe.

—Lo siento, en verdad no quise incomodarlos.

Francisca me fulminó con la mirada.

—¿Encontró la pieza que buscaba en el almacén? —preguntó entre líneas.

—La encontré. Ahora sí me disculpan...

Avance lo más rápido que mis pies permitieron.

—Ana, esperé —llamó Nicolás. Me agarró de la muñeca para detenerme, imprimiendo más fuerza de la necesaria.

—No le contaré a nadie sobre el incidente anterior. Por favor, suélteme.

Pestañeó, sin entender a qué me refería. Con la mano libre, zafé sus dedos. Él cedió, sin mostrar resistencia.

—Lo siento —dijo retrocediendo—. No quise hacerte daño.

—Está bien. Debo marcharme.

—Pasaré por su casa en la tarde, tus padres me han pedido que debatamos juntos el resultado del análisis.

Los latidos de mi corazón aumentaron.

—¿Ya saben que inyectaron en el suero?

Él asintió.

—Prefiero hablar de los resultados cuando estemos todos juntos. —Miró a los alrededores con cautela—. Es un tema serio.

—Entiendo.

Lewis me dedicó una sonrisa sensual. Di un paso atrás, percibiendo el efecto contrario.

—Doctor, mis padres...

—No les contaré del accidente en el bosque. —Me guiñó un ojo—. Ambos tenemos secretos que preservar.

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Del otro lado del lago(EN FÍSICO)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora