Recolectores

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Aquel hombre era invisible, pero nadie se dio cuenta de ello, menos en la oscuridad de un cementerio que ya estaba cerrado al público. Eso último no les importó al grupo de adolescentes que habían querido hacer un paseo nocturno el 31 de octubre, festejando Halloween. 

Eran siete en el grupo de adolescentes que caminaban por la calle oscura, acercándose al cementerio por la parte trasera, rezando para poder subir las paredes que lo rodeaban y no fracasar en el intento.

Los árboles dispersos por el lugar, estaban despojados de sus hojas, era otoño, y las mismas se encontraban en el suelo quebrándose con cada paso que dieron una vez que lograban pisar terreno del cementerio.

Las linternas que habían llevado para la ocasión, fueron encendidas e iluminaban el camino que recorrían. El ambiente era frío y más tranquilo de lo que esperaban dentro de la niebla que cubría el lugar.

El sonido de un pájaro, un cuervo, comiendo los ojos de una rata rompió la atmósfera silenciosa y tranquila, volviéndola algo escalofriante.

Comenzaron a caminar entre lápidas, observando flores y objetos que dejaban allí quienes las visitaban.

Cuando notaron a un hombre a metros de distancia, apagaron las linternas para observarlo sin ser vistos.

Sobre el hombro izquierdo llevaba un saco de papas abultado y en la mano derecha una pala manchada por algo oscuro. 

La mayoría del grupo se alejó en una misma dirección, pero Jonathan, el más curioso de ellos, comenzó a seguir al hombre entre las lápidas. A medida que avanzaba, se ocultó detrás de ellas. El hombre con la pala se detuvo delante de un pozo profundo para un futuro cajón, lo observó por largos segundos y no realizó ningún movimiento.

Jonathan estaba muy cerca del hombre y supo que la mancha oscura era una mezcla de sangre y lodo.

El hombre se movió, soltó el saco de papas, la pala y comenzó a caminar hacia Jonathan con tranquilidad. 

El joven que lo había seguido, intentó escapar, pero el hombre con manos huesudas fue rápido, lo agarró por el cuello de la ropa y comenzó a arrastrarlo por el suelo en dirección al pozo, lo tiró dentro y comenzó a tapar, con la tierra que se encontraba a un costado, a la persona con vida que se encontraba en shock.

No pudo moverse, no pudo gritar por ayuda.

No reaccionó.

~

—Chicos, ¿dónde está Jonathan? —preguntó Lucía en el momento que se percató de su ausencia.

—Tal vez está intentando hacernos una broma —respondió Ricardo con desinterés. —Ya volverá. 

Siguieron su camino iluminado por las linternas, el tiempo pasó y Jonathan no regresó. Dejaron el recorrido entre lápidas y decidieron volver y buscarlo. 

Llegaron al lugar donde habían visto al hombre con el saco de papas y pala, y vieron que seguía allí, pero acompañado por otros dos.

Los adolescentes fueron descubiertos, esos hombres los observaron fijamente. 

—Deberíamos acercarnos y preguntar si vieron a Jonathan —susurró Julián.

—No creo que sea buena idea —contestó Fernando, sintiendo el vello de todo su cuerpo poniéndose de punta. 

Mientras que cada uno de ellos pensaba que hacer, Lucía se acercó con paso cauteloso a aquellos hombres vestidos de negro. 

—¡Disculpen, estamos buscando a nuestro amigo! ¿Vieron a alguien pasar por aquí? — hablaba en voz alta y temblorosa, al no saber cómo reaccionarían los hombres. 

Uno de ellos levantó un brazo hacia ella. 

Se escuchó un estallido. 

Luego otro. 

Lucía cayó arrodillada, luego su cara tocó el suelo y no se levantó. 

Ricardo corrió hacia ella, la acostó sobre la espalda y vio el líquido oscuro que manchaba la ropa sobre su estómago.

Le habían disparado.

Y ya no respiraba.

Se alejó con rapidez del cadáver de su amiga, los demás hicieron lo mismo, completamente horrorizados observando a la chica. Temían por sus vidas.

A metros de distancia, un brazo y una cabeza salieron de la tierra removida, y robó toda la atención de los chicos.

Era Jonathan.

—¡Corran! —gritó él. El hombre de la pala avanzó hacia el chico y no detuvo los golpes con la misma hasta que ya no se movió por lo aplastado que dejó su cráneo.  

El que había disparado a Lucía, volvió a disparar, intentando herir a alguno de los adolescentes que corrían como alma que lleva el diablo entre las lápidas, escapando en diferentes direcciones de aquellos hombres que los perseguían a paso lento, saboreando la cacería.

Pronto se escucharon los gritos de dolor que salieron de los labios de Catalina en el momento que su tobillo fue triturado por una trampa para osos.

Nadie fue a ayudarla, siguieron corriendo, temiendo estar tomando el último aliento de sus vidas con cada segundo que pasaba.

Algunos llegaron a una pequeña casa donde debería estar el hombre de seguridad del cementerio y comenzaron a gritar pidiendo ayuda.

No salió nadie. 

Dos de los chicos derribaron la puerta con la fuerza de sus hombros y encontraron al hombre sentado, frente a un televisor apagado, en un sillón con el abdomen abierto por la mitad como un pescado y con el contenido esparcido a sus pies.

Un hombre delgado vestido de negro salió de uno de los oscuros pasillos que tenía la casa sobre la pared frente a ellos, llevaba adherido a su mano un gancho garfio, con el cual atacó a Tomás. 

Él no pudo hacer nada, cayeron al suelo de golpe y rodaron por el mismo.

Los demás habían logrado escapar, dejando a Tomás atrás, quien fue cortado con golpes secos por aquella filosa arma, manchando con su sangre el suelo de madera. 

En la huida, Fernando quedó atrás por el cansancio, se desvió del camino y pisó accidentalmente una soga, la misma se activó y lo dejó colgado de cabeza al lado de un árbol. El grito que brotó de su garganta fue silenciado por una cuchilla que salió del mismo y lo decapitó.

Solo quedaban vivos Julián y Roberto, corrían entre las lápidas. Julián tropezó y cayó, y su amigo regresó para ayudarle a continuar.

Se tenían el uno al otro y esperaban salir vivos de allí.

Los hombres estaban cerca, oían las pisadas de sus botas sobre las hojas secas, y los disparos en su dirección. 

Los chicos corrieron hasta las rejas de la entrada, las agarraron con fuerza y comenzaron a sacudirlas y a gritar a todo pulmón por ayuda. Pero nadie estaba escuchando y si lo hicieron, creyeron que se trataba de una broma por Halloween.

De un disparo, hirieron a Julián en la espalda, soltó las rejas y cayó al suelo, sangrando sin control.

Se moría ante los ojos de su amigo.

Roberto apoyó su cabeza en las rejas, asimilando que no había escapatoria. 

Moriría al igual que sus amigos.

Uno de los hombres lo agarró por el cabello de la nuca, tiró hacia atrás y deslizó un afilado cuchillo por la garganta.

Los cuatro hombres tendrían toda la noche para separar la carne del hueso y dejar los restos en un pozo profundo que harían y cubrirían después.

Ellos eran Los Recolectores de Huesos, hombres que cada 31 de octubre iban a cementerios por huesos humanos para sumar a su colección.

Y si por alguna desafortunada casualidad una persona los descubría...

Lo mataban y se llevaban sus huesos aún tibios.

Relatos de terror y suspenso ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora