Capítulo 13

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Las semanas siguientes todo cambió. Hubo sesiones fotográficas, en casa y en el rancho. Lisa la acompañó a Nueva York para más fotografías. Se alojaron en un hotel de Park Avenue, comieron en maravillosos restaurantes y fueron a dos espectáculos de Broadway.

También fueron de compras. Compró más ropa de brillantes colores. Y más camisones provocativos.

La historia decía que por fin había aparecido la Min perdida, que era joven y guapa… y llena de cicatrices. A la gente parecía gustarle que tuviera cicatrices. Las cicatrices, le explicó Chaerin, hablan de tragedia, de una gran historia.

Los periodistas aparecieron en su casa. Jennie aprendió a decir: «No hago declaraciones» y cerró la puerta. Cerrar la puerta no los detuvo. Su nombre salía en todas partes: por Internet, en semanarios y diarios. Su fotografía también. Una sencilla excursión a la tienda se había convertido en una carrera de obstáculos, con paparazis saliendo de todas partes con sus cámaras.

Tuvo visitas de banqueros, sus banqueros. Su fortuna superaba los dos mil millones, descubrió. Había llegado a los cinco mil antes de la recesión. Dos mil ya le parecía mucho.

Suficiente para ayudar a mucha gente, aunque aún no sabía cómo iba a hacerlo. Esperaba que su vida se tranquilizara un poco, esperaba acostumbrarse a ser una princesa. No era fácil, su mundo se había vuelto del revés.

La última semana de julio, el número de Vanity Fair que contenía su historia, entró en la imprenta. Jennie recibió un paquete de ejemplares por adelantado con su fotografía en la cubierta en la que sólo llevaba una túnica de satén, el colgante y una tiara de diamantes.

Repartió los ejemplares entre la familia. Todos se sentían halagados por el artículo. Decían que salía muy guapa en las fotografías, que su historia les tocaba en lo más profundo. Minnie dijo que le había hecho llorar.

Chaerin había empezado a trabajar en el libro.

—Que es mucho más —le dijo orgullosa a Jennie—. Me estás haciendo una mujer muy rica, ¿lo sabías? —le hizo un guiño y le dijo que quería que fuera a Corea—. El libro tendrá un gran capítulo de fotografías. Los lectores querrán verte en tu tierra. Y estoy pensando en hacer algunas fotografías en los palacios —se refería a lo que fueron las residencias de su abuelo, convertidas en un museo y la sede la presidencia del gobierno—. Y algunas en las montañas —siguió Chaerin—, donde se ocultó la familia real. Y de ti fuera de la casa en la que naciste. Y no podemos olvidar el orfanato.

Jennie sabía que no volvería jamás, ni siquiera de visita. Pero se sintió como una cobarde si se lo confesaba, así que planteó otras objeciones.

—Ni siquiera sé si la casa de mis tíos sigue en pie.

—Sí, confía en mí. Es mi trabajo averiguar esas cosas.

—No voy a volver a Corea —dijo cuadrando los hombros.

—Oh, claro que sí, cariño. Es hora de volver. Será una experiencia catártica.

—¿Catártica?

—Ya sabes, transformadora. Algo sanador.

—No.

—¿Cómo puedes decir eso? Claro que irás. Y te va a encantar. Va a ser estupendo.

—No lo entiendes. Aunque quisiera ir, que no quiero, no puedo salir de los Estados Unidos. Si lo hago, ya no podré volver.

—¿De qué estás hablando, cariño?

Jennie le explicó pacientemente que no se atrevería a salir del país hasta que tuviera el permiso de residencia permanente.

—Empieza a hacer el equipaje —le ordenó—. No quiero escuchar más excusas.

Unión sin amor Donde viven las historias. Descúbrelo ahora