Capítulo 6

225 32 0
                                    

SI Anahí esperaba descubrirlo todo antes de que se marcharan al Valle di Herrera, estaba muy equivocada. No había manera de contactar con Alfonso, aunque hubiera querido, y         el poco tiempo que quedaba para el fin de semana se lo pasó haciendo cosas para Dulce. Aparentemente, Dulce no empleaba a nadie para que le arreglara la casa, y todo el apartamento necesitaba un buen repaso antes del fin de semana. Además, Dulce esperaba que le hiciera pequeños recados. Su amiga parecía necesitar cosas de la farmacia constantemente. Anahí llegó a la conclusión de que sólo lo hacía para que ella no tuviera tiempo de cambiar de opinión.
Además, llamó a casa, con la esperanza de que sus hermanas le dijeran lo difícil que les estaba resultando cuidar de su madre. Pero todo el mundo parecía contento, por lo que Anahí se preguntó el por qué no la habrían ayudado un poco antes.


El jueves por la noche, Dulce le dijo que Alfonso iba a mandar un coche a recogerlas al día siguiente por la tarde. —Terminaré de trabajar a mediodía — añadió— . Me deben unas cuantas horas por lo del fin de semana pasado, así que estaré en casa sobre las dos. ¿Te parece bien?
—Si tengo que ir — respondió Anahí, con una expresión compungida en el rostro— . Me sorprende que no venga a recogerte él mismo.
‐A recogernos —le corrigió Dulce con impaciencia—. Los tres no cabemos en el Lamborghini, ¿verdad? Espero que no me vayas a estropear el fin de semana, Anahí. Había pensado que, siendo historiadora, estarías muy interesada en el arte y la arquitectura italianos.
‐Y así es, desde luego...
‐Entonces, no sé por qué protestas tanto.
‐Es que... bueno... estoy segura de que voy a ser un estorbo.
—Ni hablar —replicó Dulce con firmeza—. Estoy esperando que mantengas a la anciana ocupada y nos la quites de encima. Ya sabes eso de lo de tres son multitud.
Anahí se tragó sus palabras. Cuanto más pensaba en los planes que Dulce tenía para aquel fin de semana, más aprensión le entraba. No podía imaginarse que la abuela de Alfonso diera la bienvenida a dos inglesas en su casa, cuando ya le había puesto pegas a una sola. Estaba segura de que los próximos tres días iban a ser un desastre. Nada de lo que Dulce le dijera podría convencerla de lo contrario.
El coche que llegó a recogerlas al día siguiente para llevarlas a la casa de los di Herrera era un Rolls Royce. Anahí no sabía el coche que Dulce habría estado esperando, pero a juzgar por la expresión de su rostro no estaba muy impresionada. Por su parte, Anahí estaba absolutamente encantada de la brillante carrocería y de la famosa insignia. En el interior, relucía tanto como en el exterior, con los asientos de cuero bien limpios y la madera bien pulida.
—Pues nos podría haber enviado el Mercedes —gruñía Dulce, mientras el chófer colocaba sus maletas en el maletero— . Si ni siquiera tiene cinturones de seguridad —añadió, mientras Anahí se sentaba a su lado—. Seguro que la suspensión deja mucho que desear.
—Deja de quejarte —dijo Anahí, algo más alegre al ver aquel maravilloso coche—. Este coche vale probablemente dos veces más que el Mercedes. Es una pieza de museo, Dulce. Creo que somos unas privilegiadas por poder viajar en él.
—¿Estás segura? —preguntó Dulce, sin dejar de mirarla—. ¿De verdad crees que vale dos veces más que el Mercedes?
—No sé —replicó Anahí, deseando no haber hecho comparación alguna—. Lo que quería decir es que es un vehículo realmente hermoso.
—Mmm
Los dedos de Dulce acariciaron la suave piel de los reposabrazos y Anahí pudo darse cuenta que prácticamente, estaba calculando el valor del coche. Aquel gesto le hizo plantearse sus verdaderos motivos para querer casarse con Alfonso. ¿Estaba enamorada de él? ¿O acaso tenía otras razones para quedarse embarazada que estaban más relacionadas con lo que él podía ofrecerla?
Anahí ni siquiera quería pensarlo, en especial, no en aquellos momentos. El hecho era que Dulce estaba embarazada y de una manera o de otra, Alfonso tendría que pagar. Tanto si Dulce tenía razón y él accedía a afrontar sus responsabilidades como si no, era un asunto que no tenía ningún deseo de contemplar. A sus ojos, la alternativa resultaba igual de repugnante.


El viaje al Valle di Herrera les llevó lejos de la costa, hacia las colinas que rodeaban el pequeño puerto. Una vez que se apartaron de la autopista, la carretera se hizo mucho más estrecha y más peligrosa, llena de curvas muy elevadas protegidas por unos quitamiedos casi ridículos, que les separaban de una mortal caída. Mirar las cumbres de los árboles que había debajo daba vértigo, pero el olor a pino era tan penetrante que evitaba el mareo, acompañado por las notas de color de las rosas silvestres.
De vez en cuando, se veían los tejados aislados de algunas viviendas, colgados de las laderas de las montañas, llenas de frondosa vegetación. Acá y allá, los pueblos se refugiaban en los valles, con alegres notas de los cencerros de las vacas llenando el aire de la tarde. También oyeron el toque de campanas de un monasterio y Anahí se preguntó si sería el mismo monasterio del que le había hablado Alfonso. Inmediatamente se reprochó el hecho de haber vuelto a pensar en él. Desconfiaba todo lo que viniera de él, particularmente la manera en que había conseguido que acudiera a su casa.
Era ya media tarde cuando estaban ya muy cerca de su destino. De repente, un rebaño de cabras apareció en la carretera delante de ellos. El chófer se asomó por la ventana y tuvo un fuerte intercambio de palabras con el pastor.
—Dios mío, creí que nos íbamos a chocar con ellas —murmuró Anahí, cuando dejaron al rebaño atrás, pero Dulce no la escuchaba, ya que tenía toda su atención puesta en el paisaje.
— ¡Mira! —exclamó Dulce de repente, tomando a Anahí por el brazo—. Allí, ¿lo ves? Está en aquel otero, al otro lado del valle. Ésa es la casa de Alfonso. ¿No es fantástica?
Anahí se obligó a hacer algún comentario que resultara adecuado, pero aquella vista sólo la llenaba de aprensión. Las torres, similares a las de un castillo y las cúpulas que se levantaban detrás de las copas de los cipreses era una visión más imponente de lo que había imaginado.
— Desde luego, las viñas también resultan muy interesantes — añadió Dulce, señalando los viñedos que se alienaban a lo largo del valle—. ¿Sabías que las uvas negras se pueden utilizar tanto para hacer vino blanco como tinto? Lo que importa es el color del fruto por dentro. Poncho me lo explicó el pasado fin de semana.
Anahí intentó mostrar algo de interés, pero era un tema que no le interesaba en absoluto. No estaba allí para hacer un curso acelerado en viticultura. Todavía tenía que conocer a la abuela, lo que no le apetecía en absoluto y rezaba para que, cuando viera a Alfonso, fuera capaz de ocultar el antagonismo que sentía por él para que Dulce no se diera cuenta.
Al igual que las viñas, Anahí también vio campos de olivos, aldeas y casas de labranza, que probablemente estaban habitadas por los trabajadores de la finca. El relajante sonido de una pequeña cascada indicaba la presencia de agua corriente y, cuando se acercaron a la avenida de altos abedules que atravesaba la finca, Anahí pudo divisar el lago que reflejaba en sus tranquilas aguas las verjas de entrada a la casa.

***

Una hora más tarde Anahí, estaba sentada a una enorme cómoda, intentando restaurar el color de sus pálidas mejillas. Tenía un fuerte dolor de cabeza, debido sin duda al hecho de que todavía no habían visto a sus anfitriones. Según el ama de llaves, la marchesa estaba descansando y las recibiría para tomar una copa antes de cenar y Alfonso había tenido que marcharse inesperadamente a Siena.


Como era de esperar, a Dulce no le había gustado oír aquellas noticias. Afortunadamente, ella entendía el italiano mucho mejor que Anahí y había entendido perfectamente lo que les decía el ama de llaves. Sin embargo, sus modales habían dejado mucho que desear, y su actitud grosera habían contribuido en gran parte al dolor de cabeza de Anahí.
Por el contrario, Anahí se sentía muy agradecida de que Alfonso no estuviera allí. Además, el hecho de que les habían vuelto a acomodar en el ala este, donde Dulce declaró, muy irritada, haber estado alojada durante su anterior visita, suponía que habría una gratificante distancia entre ellos.
—Realmente creí que Alfonso no haría caso a su abuela esta vez —dijo Dulce, mientras una doncella uniformada las acompañaba a través de un pasillo que podría haber sido el de un museo—. Estoy segura de que a ti no te habría importado si nos hubieran puesto juntos, ¿verdad? Bueno, ya lo convenceré más tarde para que me cambie.
Las habitaciones donde les habían instalado eran igualmente magníficas. En otras circunstancias, Anahí hubiera disfrutado mucho estando en aquella habitación, pero Dulce le había puesto de muy mal humor y había desvanecido el poco entusiasmo que Anahí hubiera podido sentir.
Sin embargo, ella no pudo dejar de admirar la elegancia de la casa. Cada una tenía un grupo de habitaciones, que comprendían un dormitorio, un vestidor y un salón ricamente decorados y amueblados.
Había un pequeño lavabo de mármol, muy delicadamente tallado, que contenía una jarra y una jofaina de porcelana, que, hacía algún tiempo, habrían procurado los únicos medios de lavarse. Sin embargo, en una de las habitaciones adjuntas, se había instalado un cuarto de baño con una bañera que casi era lo suficientemente grande como para nadar en ella.
Anahí pensó que aquello era vivir a gran escala, algo a lo que ella no estaba acostumbrada pero que, sin embargo, sí ayudaba a explicar en cierto modo la actitud de Alfonso. Tenía que resultar difícil criarse en aquel entorno sin desarrollar una cierta arrogancia. Anahí no pudo dejar de pensar si Dulce sería feliz allí.
Mientras estaba en el salón, poniéndose un par de pendientes de oro, alguien llamó a la puerta.
—Entra, está abierto —dijo ella, esperando que fuera Dulce, pero se sintió morir al ver que era Alfonso.
— Hola — le saludó él, cerrando la puerta tras él, aparentemente inmune a la hostilidad que ella demostró—. He venido a ver si tenías todo lo que necesitabas.
— Tenía todo lo que necesitaba en el apartamento —le espetó ella fríamente, mientras intentaba ponerse el segundo pendiente—. Dulce va a llegar dentro de unos minutos, así que creo que es mejor que te marches.
—Dulce no está lista todavía. Ya lo he comprobado —replicó él, examinándola con ojos enigmáticos — . ¿Lo estás tú?
Anahí no, supo cómo tomarse aquellas palabras. Al no esperar asistir a acontecimientos muy formales, no se había traído mucha ropa a Italia. El vestido largo y negro, abierto a ambos lados, no era un traje de noche, ya que se lo podría haber puesto igualmente para ir a la ciudad.
—No podría estarlo más — afirmó ella, enojada de que le hubieran afectado aquellas palabras—. Siento que no creas que estoy lo suficientemente elegante como para conocer a tu abuela.
—¿Acaso he dicho yo que no me gusta lo que llevas puesto? —preguntó Alfonso, elegantemente vestido con unos pantalones azules marino y una chaqueta a juego—. Como siempre, estás hermosa. Muy hermosa.


—Sí, claro.
Anahí intentó que su voz tuviera un tono de burla, pero la mirada de aquellos ojos era obsesiva y ella sentía que el magnetismo de Alfonso le atravesaba la piel y se le extendía por el cuerpo como una droga.
Para intentar contrarrestar sus efectos, Anahí se dispuso a ponerse el segundo pendiente. Pero tenía las manos tan sudorosas que lo dejó caer. Fue el propio Alfonso el que lo recogió de la alfombra.
—Permíteme —dijo él, con voz ronca.
Anahí, que sabía que le resultaría imposible hacerlo ella sola, le dejó hacer. Había actuado por impulso, sin pararse a pensar en el roce de los dedos de él contra su cuello, lo que evocaba la intimidad que habían compartido en el coche. Anahí sintió que se le aceleraba el pulso.
—¿Tan nerviosa te pongo? —preguntó él suavemente, sin apartarle los dedos del cuello.
‐No sé lo que... —empezó ella, deteniéndose al notar que él le acariciaba el cuello con el pulgar.
—Tranquilízate —dijo él, suavemente— . No voy a hacerte el amor aquí mismo...
‐Como si yo fuera a permitírtelo — replicó ella, con voz ronca, pero cuando intentó apartarse, él la sujetó con más fuerza.
‐¿Quieres que te lo demuestre? —preguntó él, con un brillo en los ojos que delataba el fuego que ardía en su interior—. No me sería nada difícil, créeme.
—¿No te parece que te estás equivocando? Le deberías estar diciendo todas estas cosas a Dulce, quien cree que la has invitado a pasar este fin de semana para compensarla por lo que ocurrió la semana pasada.
—Pero nosotros sabemos que no es así, ¿verdad? —sugirió él, mordisqueándola en el cuello—. Sería tan fácil... pero no lo haré.
‐¿Hacer qué?
—Dejarte una marca —dijo él, levantando la cabeza— . Creo que mi abuela vería esa manera de marcar mi posesión algo primitiva. Creo que tendré que pensar en hacerlo de otra manera — añadió él, mirándole los pechos.
—¿Es así como lo hiciste con Dulce? —preguntó Anahí secamente.
‐De acuerdo —dijo él, soltándola de repente y metiéndose las manos en los bolsillos de la chaqueta—. Debería de haberme imaginado que era una mala idea traer a Dulce aquí de nuevo, pero no se me ocurrió nada más para que accedieras a venir...
‐¡En eso tienes toda la razón!
—Entonces, tendré que pensar en una manera de deshacerme del problema que ella representa. Pero, por el momento, me imagino que me merezco tus reproches.
‐No lo entiendes, ¿verdad? —le espetó Anahí—. Me da igual lo que hagas con Dulce, me da igual si ella está aquí o no... Lo que quiero es no tener nada más que ver contigo.
—Ah, sí —dijo él, con escepticismo— . Por eso te haces pedazos cada vez que te toco. Piénsatelo otra vez, cara. Tú quieres hacer el amor conmigo, con tanta intensidad como yo lo quiero hacer contigo.
—.¡No!
‐Sí —dijo él, volviéndose a acercar a ella para agarrarle la trenza que, como casi siempre, tenía encima del hombro—. No sabes las ganas que tengo de soltarte el pelo. Quiero acariciarte cada mechón con los dedos y extendértelo encima de mi almohada. Sí, de mí almohada. Te quiero entre mis brazos, en mi cama y que me rodees con tus brazos y piernas, tan sedosas... Te prometo que nadie ni nada me lo va a impedir.
Anahí no pudo articular palabra. Aquellas palabras habían dejado huella en su subconsciente. Aunque él la dejó marchar, ella se dio cuenta de que Alfonso era mucho


más listo de lo que se había imaginado. Él no tenía que seducirla, ni siquiera necesitaba tocarla. La unión que había creado entre ellos era más fuerte que cualquier nexo físico. Anahí se sentía mareada por el poder que ejercía sobre ella.
— Quiero que te marches, ahora — dijo ella, escupiendo las palabras.
‐Mandaré a Gina para que te muestre el camino a la loggia — afirmó él, deteniéndose en el umbral de la puerta—. No me mires así, cara. Especialmente cuando mi abuela nos esté mirando, capisce? No me gustaría que ella se hiciera una idea equivocada.
—¿Tú crees que eso es posible?
‐Tal vez no — admitió él—. Entonces, Ceci. Ella es mucho más joven.

UN HOMBRE PARA DOS MUJERESDonde viven las historias. Descúbrelo ahora