Capitulo 8

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ALA mañana siguiente, Aanahí estaba decidiendo si ponerse pantalones cortos o largos cuando alguien llamó a la puerta.
La noche anterior, había tomado la precaución de echar la llave a la puerta, pero aunque había tardado bastante en dormirse, nadie la había molestado. Rápidamente, se puso las bermudas verde claro y dijo:
—¿Quién es?
‐¿A quién estabas esperando? —respondió Dulce secamente, mientras Anahí iba a abrir la puerta y buscaba una excusa.
—Podría haber sido la doncella —dijo Anahí—. ¿Qué te pasa? ¡Tienes un aspecto terrible!
— ¡ Gracias por el piropo! — le espetó Dulce, entrando en el salón con una compresa de agua fría en la sien—. Tengo una migraña. ¿Qué te parece? Alfonso y yo podemos pasar algo de tiempo juntos y voy yo y lo estropeo todo por un dolor de cabeza.
—¿Hay algo que pueda hacer por ti?
‐Sí —dijo Dulce, dejándose caer en el sillón—. ¿Tienes una aspirina o paracetamol para que me lo tome?
— Oh, pero... ¿No crees que deberías tener más cuidado con las medicinas?
‐¿Por qué?


—Bueno, por tu estado.
‐Ah, entiendo —respondió Dulce, inclinándose para apoyarse la cabeza en las manos— . Bueno, pero tengo que tomar algo. Este dolor me está volviendo loca. — Supongo que el paracetamol no te hará daño.
— Vale, pues eso. ¿Tienes paracetamol?
Anahí asintió y fue a la habitación para buscar las pastillas y se las llevó a su amiga.
—¿Quieres un poco de agua?
—Supongo que sí —respondió Dulce, sacando dos pastillas del envoltorio—. Dios, no volveré a beber vino tinto nunca más.
Anahí volvió con el vaso de agua y la miró.
—¿Cuánto bebiste?
—No sé, demasiado. Supongo que eso también será malo para el niño.
—Sabes que sí.
—Sí, bueno. No quería que Alfonso se preguntara por qué de repente me había vuelto abstemia —exclamó Dulce en tono desafiante—. ¡Voy a vomitar!
—No me sorprende.
Anahí no podía sentir compasión por ella al ver que Dulce se dirigía a toda prisa al cuarto de baño. Al oír que estaba vomitando, puso sus sentimientos a un lado y fue al cuarto de baño para ver si necesitaba algo.
Dulce estaba de rodillas delante del retrete, por lo que Anahí se apiadó de ella.
—Lo que tienes que hacer es meterte de nuevo en la cama —dijo Anahí suavemente, mientras humedecía una toalla y se la aplicaba a la frente—. Venga, te sentirás mejor pronto. Mis hermanas solían decirme que las mañanas era lo peor.
Dulce le dejó que la llevara a su habitación y la metiera en la cama.
—No se lo dirás a Alfonso, ¿verdad? —preguntó Dulce débilmente mientras Anahí la cubría con la sábana—. En lo que a él se refiere, es sólo un dolor de cabeza, ¿de acuerdo? Estaré bien esta tarde.
—¿Te traigo algo más? ¿Quieres algo de desayunar?
—No, nada. Sólo asegúrate de que nadie entra aquí. Lo siento mucho, pero te aseguro que esto no es lo que yo quería.
‐Lo sé. Yo presentaré tus excusas —dijo Anahí, dándose cuenta de que no había por qué sentirse irritada.
‐Gracias.
Dulce asintió, pero fue cerrando los ojos, por lo que Anahí se dio cuenta de que no podía hacer nada más que marcharse. Una vez en sus habitaciones, empleó unos pocos minutos en arreglar el cuarto de baño. Lo último que quería era que la doncella se pensara que ella había estado vomitando. Abrió una ventana para que la habitación se ventilara y luego comprobó su aspecto en el espejo.
Tenía unos pelillos pegados a la frente por el sudor, así que se secó la cara con una toalla. La fricción hizo que se le rizaran aún más, por lo que se sintió frustrada. Con los ojos brillantes y las mejillas sonrosadas, se parecía a la imagen seria que veía habitualmente. Pero el calor hizo que desechara la idea de ponerse pantalones largos y decidió que iría con los cortos y una camiseta negra.
A pesar de todo, encontró el camino del comedor que habían utilizado la noche anterior sin mucho esfuerzo. A través de las ventanas, se veía el valle, inundado por el sol y se oía un repique de campanas.
El comedor estaba desierto y al mirar al reloj, se dio cuenta de que eran menos de las ocho. Por alguna razón, había pensado que era mucho más tarde y se preguntó si


debería haber esperado un poco más en su habitación hasta que le hubieran llevado el desayuno.
Frunciendo el ceño, se dirigió al patio porticado y se detuvo de repente al ver a Alfonso sentado a la mesa leyendo el periódico. La mesa estaba cubierta con un impecable mantel blanco, encima había una jarra de zumo de naranja, croissants y una cafetera. El olor del café hizo que se le hiciera la boca agua, pero Anahí sintió que no debería acercarse.
Empezó a calcular las oportunidades que tendría de marcharse sin ser vista cuando Alfonso dijo, doblando el periódico y colocándolo en la mesa:
‐No te vayas. Siéntate conmigo.
—Oh, no... Yo... Sólo estaba dando una vuelta. Eso es todo.
Alfonso se enganchó los pulgares en la parte de atrás del pantalón y se acercó a ella. También llevaba puesta una camiseta negra, que resaltaba el bronceado de sus poderosos brazos. Los vaqueros también eran negros, y se le ajustaban de tal manera a los muslos que Anahí sintió un escalofrío.
‐¿Has desayunado? —preguntó él.
—No...
—Ya me parecía.
—Claro, no me sorprende —musitó ella, acercándose a la ventana—. Probablemente sabes todo lo que pasa en esta casa.
—No todo —respondió él, acercándose a ella—. ¿Qué te pasa? ¿Qué he hecho ahora?
— ¿Tienes que preguntarlo?
—¿Cómo dices? —preguntó él, sin inmutarse— . Yo no te avergoncé anoche, ¿verdad? Me pareció que, dadas las circunstancias, me comporte muy contenidamente.
—No quiero estar aquí.
— Sí, ya me lo has dicho. Por eso me parece que deberíamos ir a algún sitio.
—¿A algún sitio? ¿Estás loco?
—Tal vez —dijo él, acariciándole la barbilla con un dedo—. No te estoy sugiriendo que nos escapemos los dos juntos. Sólo me parece que sería más fácil para los dos si no estuviéramos constantemente en compañía de otras personas.
—Yo no voy a ir a ningún sitio contigo —le espetó ella—. Tienes que estar falto de juicio si crees que yo le haría eso a Dulce. Aunque quisiera hacerlo, lo que no es el caso — añadió apresuradamente.
—¿Quieres dejar de utilizar el nombre de Dulce como si fuera un amuleto entre nosotros?
—preguntó él— . ¿No te creerás que yo la animé anoche? La manera en la que se comportó te beneficiaba a ti. Nunca le he dado a Dulce pie para que pensara que nuestra relación era más que...
‐¿Una aventura? —le sugirió ella.
— Si quieres llamar a un fin de semana en Roma una aventura, de acuerdo — explicó él, mesándose el cabello con frustración— . Anahí, tienes que creerme. Yo no soy el... playboy que tú te piensas.
El la miró de una manera que, aunque Anahí hubiera querido decirle que era el mejor mentiroso del mundo, no habría podido hacerlo.
—Me crees, ¿verdad? —preguntó él, con la voz temblándole de la emoción, mientras la estrechaba entre sus brazos.
Anahí nunca supo lo que habría ocurrido entonces ya que se oyó el bastón de la marchesa golpear contra el suelo.
—¿Qué estáis los dos susurrando? —preguntó la anciana.


Anahí dio gracias al cielo por haberle salvado de cometer el peor error de su vida. Cualquier compasión que estuviera teniendo por él se contraponía al hecho de los riesgos que había corrido al hacer el amor con Dulce. Si no quería complicaciones, debería haberse asegurado que ella, o él, tomaban precauciones.
‐Estaba intentando convencer a Anahí de que me dejara mostrarle el monasterio de San Emilio —respondió Alfonso, dejando caer la mano—. Después del desayuno, claro. ¿Te apetece, abuela? Sé cuánto te gusta mi compañía.
—¿Apetecerme qué? —preguntó la anciana— . ¿Desayunar? Lo hice hace una hora. Y en cuanto a lo de ir a San Emilio, no creo. Tal vez deberías preguntárselo a la señorita Calloway. Ella parece pensar que eres la razón de que ella esté aquí.
Se produjo otro silencio incómodo y luego Alfonso suspiró.
—Tal vez —dijo, volviéndose a Anahí—. ¿Sabes si tu amiga está despierta? ¿Le pido a Gina que vaya a despertarla?
—No —respondió Anahí con rapidez—. Es que... Dulce no está muy bien —musitó, algo triste al pensar que él hubiera podido cambiar de opinión—. Ella me pidió que os presentara sus excusas, porque se va a pasar la mañana en la cama.
—Entiendo —dijo la marchesa, sin dejar de mirarlos—. Me preguntó por qué. ¿Crees que es algo que ha comido?
‐Oh, yo...
‐Tal vez algo que ha bebido —continuó la anciana, muy astuta—. Lamento decir que la señorita Calloway tiene poca consideración por su hígado.
—Abuela...
‐Lo sé, lo sé —dijo ella, muy enojada—. Anahí es amiga suya y claro que no está de acuerdo. ¿Sabes? Creo que me sentaré con vosotros a tomar un café, Alfonso. Luego, antes de que haga demasiado calor, tal vez Anahí querrá dar una vuelta por la bodega conmigo.
Aquella no fue la comida más cómoda que Anahí había disfrutado, pero ciertamente fue más relajada que la de la noche anterior. Le habló a la marchesa de su trabajo en el museo y le contó algunas de las interesantes historias que tenían algunos de los objetos, desde antigua porcelana china hasta huesos petrificados de dinosaurio.
La anciana estaba fascinada por el concepto de las civilizaciones antiguas y le habló sobre algunas de las valiosas antigüedades que había en la casa.
—A menudo he pensado que deberíamos catalogarlas —añadió la mujer— . ¿Has considerado alguna vez realizar trabajos privados, Anahí? Estoy segura de que hay muchas personas como yo que tienen bibliotecas y colecciones que se verían muy beneficiadas por tu dedicación.
—Creo que la abuela te está ofreciendo un trabajo, cara —le dijo Alfonso.
—Sólo estoy señalando lo que debe ser evidente para alguien de la inteligencia de Anahí
—replicó la anciana, antes de que Anahí pudiera responder—. Venga, querida. Si tú y Alfonso queréis ir a San Emilio luego, es mejor que no perdamos más tiempo.
—Oh, pero... —empezó Anahí, que estaba a punto de decir que ella no tenía intención de ir al monasterio.
—Quieres ver la bodega, ¿verdad? —preguntó la anciana, interpretando mal a Anahí
—Si, por supuesto —admitió la joven, ante el regocijo de Alfonso.
Alfonso no tardó mucho tiempo en comprender que la anciana señora no interpretaba mal nada, a menos que ella quisiera hacerlo. Para una mujer de unos ochenta años, era sorprendentemente astuta. A medida que le iba explicando el proceso de selección, prensado y producción del vino en barricas, siguió con la conversación que habían tenido


delante de Alfonso, y Anahí se maravilló que hubiera averiguado tanto de su vida en tan poco tiempo, con una habilidad que no dejaba de admirarla.
Al hablarle de la enfermedad de su madre, la anciana se mostró muy compasiva, pero le dio la razón a Anahí por haber ido a Italia.
—Eres demasiado joven para llevar la carga tú sola — declaró la mujer con firmeza—. Venga, bajaremos ahora a los sótanos. Tal vez Alberto Ponti nos permita probar el coñac que guarda para nuestros clientes más especiales.
Eran las diez cuando regresaron a la casa y Grace estaba preocupada porque la anciana hubiera hecho demasiado ejercicio.
— ¡Tonterías, querida! — exclamó la anciana, apoyándose con más fuerza en su brazo al entrar en el patio porticado— . Si no hago ejercicio con regularidad, yo también me convertiré en una inválida y no tengo intención de que eso ocurra.
Anahí no sabía si alegrarse o entristecerse al ver que Alfonso no las estaba esperando. La mesa donde habían desayunado había sido limpiada y no había señales de él por ninguna parte.
‐Caffé, per due — le ordenó la anciana a la doncella, cuando ésta apareció para ver si su señora necesitaba algo.
A pesar de que Anahí no quería tomar más cafeína, no podía dejar que la señora lo tomara a solas. La anciana se acomodó en el sillón que había ocupado la noche anterior, pero Anahí estaba demasiado nerviosa como para sentarse. ¿Dónde estaba Alfonso?
¿Habría ido a ver a Dulce?
‐Dijiste que la señorita Calloway tiene la intención de pasar el día en la cama, ¿no? — preguntó la marchesa en tono agradable, pero a Anahí le pareció notar cierto aire de satisfacción.
‐Sólo la mañana, creo —respondió ella, tocando las hojas de una fucsia—. Tal vez debería ir a ver qué tal se encuentra.
—Estoy segura de que la señorita Calloway se levantará tan pronto como se encuentre mejor —afirmó la anciana, poniendo fin a toda sugerencia—. Ah, aquí está. Alfonso. Nos estábamos empezando a preguntar si habrías cambiado de opinión.
Anahí se quedó estupefacta. Muy al contrario, ella esperaba que él se lo hubiera pensado mejor, pero vio que no era así por la forma en la que él la miró.
—Ha habido un pequeño problema con el sistema de riego, abuela —respondió él —. Menos mal que Aldo fue capaz de repararlo y ahora estoy a disposición de Anahí.
‐Oh, de veras que... —empezó Anahí, pero la anciana puso fin a sus protestas
—¡Tonterías, querida! —dijo la marchesa con una sonrisa— . La excursión te vendrá bien. Yo le diré a la señorita Calloway que os habéis marchado si aparece antes de que volváis.
—Bueno... Tal vez después de que hayamos tomado el café...
‐Estoy segura de que sólo ibas a acompañarme con el café porque eres demasiado cortés como para rehusar —afirmó la mujer, muy astutamente—. Marchaos. Ya os veré a la hora de comer, espero.
El coche de Alfonso estaba esperando fuera. Muy cortésmente, le abrió la puerta del coche y le sonrió cuando ella se sentó en el coche.
—Sonríe —le aconsejó él, al sentarse a su lado— . La abuela podría estar mirándonos. No querrás que se piense que sólo haces esto para no desairarla, ¿verdad?
‐¿Aunque sea así?
‐Aunque sea así —admitió él, mientras arrancaba el coche—. Venga, cara. Estoy seguro de que no me odias tanto como quieres hacerme creer.


‐No te apuestes nada —musitó Anahí, mientras él aceleraba el coche por la amplia avenida de árboles.
A vuelo de pájaro, el monasterio no estaba muy lejos, pero por carretera se tardaba mucho más. Estaba situado en lo alto de las colinas que dominaban el valle y, en algunas partes, la carretera era prácticamente un camino de cabras. La vista era magnífica, pero Anahí no pudo evitar agarrarse al asiento en las curvas que llevaban a las ruinas del edificio.
—Lo conseguiremos —afirmó Alfonso, al ver que ella estaba aterrorizada—. Imagínate lo que debía haber sido para los monjes, que tenían que traer todos sus víveres en carro o a lomos de una mula.
Anahí asintió, pero cuando Alfonso detuvo el coche, no hizo intención de moverse. No estaba segura de que las piernas fueran a sostenerla, así que dejó que Alfonso saliera y desapareciera entre las ruinas antes de abrir la puerta.
Estaba apoyada contra el capó del coche cuando él volvió para ver por qué ella no le había seguido. Hacía bastante fresco y el calor del motor del coche resultaba agradable.
‐Es una vista maravillosa —dijo ella, intentando no pensar en que tenían que bajar por el mismo camino que habían subido, mientras Alfonso se metía las manos en los bolsillos y se acercaba a ella.
‐Es lo que compensa, supongo —asintió él—. Pero los monjes que vivían en este lugar no estaban interesados en los placeres seculares. Eran Cistercienses y se cree que vivieron aquí en el siglo doce. Seguían a un santo que enseñaba la autosuficiencia y la austeridad sobre todas las cosas.
‐¿Qué más?
‐¿Te encuentras mejor?
—Me encuentro bien.
—Bien. Pensé por un minuto que estabas nerviosa — replicó él, en tono de burla. Luego se acercó más a ella, lo que hizo que Anahí se irguiera, pero él sólo señaló el valle—. Ahí está la casa. Parece una casa de muñecas, rodeada de campos verdes. Deja de preocuparte. Venga, te enseñaré el altar de la capilla que está todavía en pie. Bueno, al menos en parte. Como te podrás imaginar, no hay muchos turistas que suban aquí por lo que me imagino que por eso sigue en pie. Muchos edificios se han visto destruidos por el peso de su propia popularidad.
Anahí se maravilló al ver la estructura del monasterio. Las paredes exteriores eran simplemente una extensión de las piedras de la colina y había una caída de miles de metros. Con toda certeza, no era el lugar apropiado para alguien que sufriera de vértigo, e incluso ella, que no sufría este problema, se sentía algo mareada.
—Ven a ver esto —le dijo Alfonso, llamándola desde el extremo de las ruinas, cuando ella se reclinó en un montón de piedras de que solía ser el refectorio—. No tengas miedo, no te dejaré caer.
—No tengo miedo —declaró Anahí, algo irritada, pero se acercó a él de mala gana, mirando a todas partes menos al borde donde él se había sentado.
‐Si tú lo dices. Ven aquí. Te prometo que no te empujaré.
Anahí se acercó, lentamente, sin prestar mucha atención a las manos que se curvaban en torno a sus caderas hasta que él la colocó entre sus rodillas.
‐Allí—dijo él suavemente, señalando a un peñasco que surgía de uno de los lados de la colina, muy por encima de ellos—. ¿Ves el nido? Es de un halcón. Mira, parece haber varios pollitos dentro.
—Oh, sí. Sí, los veo—exclamó Anahí, llevándose las manos a la boca, completamente maravillada—. Dios mío, ¿cómo sabías que estaba allí?


—No lo sabía, pero vi un halcón volando alrededor del peñasco y luego se dejó caer con algo en el pico. Sabía que había halcones anidando en el valle, pero nunca había visto uno. Eso es lo que significa Falco, claro.
—Sí, claro.
Anahí lo miró y al mismo tiempo fue consciente de las fuertes manos que le agarraban las piernas justo por debajo de las costuras del pantalón. Ella, instintivamente, dio un paso atrás, sin pensar en dónde pisaba. Entonces, cuando el suelo cedió bajo sus pies, levantó las manos pidiendo socorro.
Alfonso reaccionó de forma rápida y automática. Aunque después, Anahí se dio cuenta de que nunca había estado en peligro, porque había una pequeña explanada debajo, ella se


aferró a él desesperadamente. Él la apartó del hueco y Anahí se sintió profundamente aliviada al sentir el suelo bajo sus pies.
‐¡Oh, Dios! —exclamó ella, temblando sin parar, mientras él la tomaba el rostro entre sus manos para tranquilizarla.
—Estás bien —dijo él, acariciándole el pelo—. Te prometo que nunca te habría dejado caer.
—Eso... eso es fácil de decir —musitó ella, intentando sonar más relajada—. Pensé... pensé...
—Sé lo que pensaste —le aseguró él, apretándole los labios con un dedo—. Pero no ha ocurrido nada. Ni ocurrirá, créeme. Nunca permitiría que te ocurriera nada malo.
A Anahí se le hizo un nudo en la garganta y al darse cuenta de que todavía estaba agarrada a sus brazos, se soltó.
—Bueno... Gracias —dijo ella, consciente de su cercanía—. Pero no creo que puedas estar seguro de eso.
‐¿Por qué no?
—¿Que por qué no? Bueno, porque es una de esas cosas que dice la gente. Cuando yo me marche, ya no tendrás ningún control sobre mi vida.
—Ah... Cuando te marches de aquí... Entiendo —dijo él, mirándola los labios. Anahí se apoyó contra la pared para intentar aferrarse a la realidad—. ¿Y qué pasa si yo no dejo que te marches?
Anahí se echó a temblar. Tenía que pensar en Dulce . Tenía que recordar por qué estaba allí y el desprecio con el que él estaba tratando a su amiga.
Sin embargo...
— Creo que tu abuela tendría algo que decir al respecto, ¿no te parece? —dijo ella, levantándose mientras se despreciaba por su debilidad—. ¿Y... y tu hija?
«Por no mencionar el hijo del que todavía no sabes nada», pensó Anahí.
—¿Por qué siempre tienes que buscar excusas por lo que sientes? —le preguntó él, recorriéndole la garganta con la mano hasta llegarle al pecho. Entonces, extendió la mano, acariciando deliberadamente los hinchados pezones de ella, que se dejaban notar descaradamente a través del fino algodón de la camiseta— . Sabes que quieres que te toque. Y Dios sabe que yo quiero que me toques — añadió, mirándose la entrepierna.
—No...
— Sí — insistió él, acercándose más a ella, haciéndola sentir la dureza de su masculinidad contra el vientre—. Abre la boca.
Ella sabía que debía detenerlo, sabía que sólo estaba creándose problemas al permitirle que se le acercara tanto, pero no podía hacer otra cosa que contemplar cómo la oscura cabeza descendía hacia ella. Ella deseaba que la besara, no podía negarlo, aunque estuviera condenándose a un futuro solitario, sin amor. Dulce nunca lo sabría. Al menos no por ella. ¿Qué se sentiría al besar a un hombre como él?
Anahí pronto lo descubrió. Con los labios separados sobre los de ella, acariciándola con la lengua, Anahí sintió que las rodillas se le hacían agua. Él la había besado antes, pero aquel beso era diferente del de entonces. Lo hacía con pasión pura y descarnada, llena de peligro, pero Anahí no se dio cuenta de su error hasta que fue demasiado tarde para hacer nada.
Una llama, totalmente inesperada, se encendió dentro de ella. Él le hizo inclinar la cabeza, poniéndole una mano en la nuca, pero ella no se dio cuenta de eso. De todo lo que era consciente era de la hambrienta y devoradora pasión con la que él se había hecho dueño de su boca, que la obligaba a arquearse contra él hasta que el fuerte cuerpo de Poncho la aprisionó contra la pared.


—Dio, Anahí —musitó él, empezando una perorata en italiano que ella no pudo entender para luego besarla de nuevo.
La excitación crecía dentro de ella mientras él la castigaba con sus labios, devorándola con una intensidad que ella no había conocido antes. La lengua de él se enredaba con la de ella, le mordía los labios...
Anahí sintió que la cabeza le daba vueltas, con sentimientos contrapuestos, pero lo único que ella podía hacer era aferrarse a su cuello como si fuera la única cosa que le ataba al mundo.
Entonces, sintió las manos de Poncho contra su carne desnuda, por debajo de la camiseta, pero no se apartó cuando sintió los dedos de él acariciándole los senos. Poco a poco, éstos se fueron deslizando por debajo del sujetador. El cierre cedió bajo sus expertos dedos. Aunque sabía que debía separarse de él, sintió que el mundo se le hundía bajo los pies al sentir que él había descubierto sus pezones.
Aquello tenía que acabar. Al tiempo que oyó el grito del halcón, que chillaba en protesta por la invasión de su territorio, Anahí oyó otro sonido. Era el inconfundible sonido de los cencerros de las cabras. Justo cuando identificó el sonido, Alfonso se apartó de ella.
—Maldita sea —dijo él.
Afortunadamente, en aquel momento Anahí sintió que la fuerza le volvía a las piernas y cuando apareció el cabrero para controlar su rebaño, ella ya se había abrochado el sujetador y se había arreglado el pelo.
Mientras Alfonso hablaba con el hombre, Anahí se apartó. No quería que el cabrero le viera el rostro y que especulara el por qué se había sonrojado y por qué no tenía maquillaje en los labios. Probablemente, hasta estaban hinchados, pensó ella ansiosamente mientras se pasaba la mano por la boca. ¡Dios mío! Probablemente parecía que acababa de hacer el amor con Alfonso y de alguna manera, así había sido. Sólo la casual aparición del cabrero y de su rebaño le había salvado de aquella completa humillación.

UN HOMBRE PARA DOS MUJERESDonde viven las historias. Descúbrelo ahora