Capítulo 11

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Anahí llegó a Brighton a última hora de la tarde. Había sido un día agotador, no física sino mentalmente y todo lo que ella quería hacer era meterse en la cama y olvidarse de todo.
Al marcharse de Italia había escapado de todo, pero aquello no significaba que hubiera conseguido apartar también su espíritu de allí. Le parecía que nunca sería capaz de olvidar la cara de Alfonso cuando le dijo que se marchaba.
Justo después del anuncio de Dulce, la marchesa se había retirado a sus habitaciones. Anahí esperaba que aquella noticia no tuviera efectos negativos en la anciana. Hasta aquella mañana, nunca le había parecido una mujer débil, pero al marcharse de la habitación tenía un aspecto increíblemente frágil.
Aquel hecho le hacía considerar su papel en toda aquella historia como imperdonable. Ya no importaba si lo que le había demostrado Alfonso era cierto o no. Ella había conspirado con Dulce para engañarles y, fuera cual fuera el resultado, no quería estar allí. Entonces, recordó el nombre de una compañía de taxis de Portofalco. Sabía que Alfonso le hubiera preparado un coche si ella se lo hubiera pedido, pero no quería tener nada que ver con el dueño de aquella casa.
Además, prefería que Dulce no se enterara de lo que iba a hacer hasta que fuera demasiado tarde para cambiar sus planes.
No le había resultado nada difícil realizar la llamada desde su habitación y permaneció allí hasta que estaba casi segura de que el taxi ya venía de camino.
Como ya tenía el equipaje hecho, le resultó muy sencillo llevarlo todo a la puerta principal de la casa. Mientras atravesaba la casa, no había visto más que a empleados, pero al salir a la terraza se acabó su suerte. Alfonso estaba allí con Dulce.
—¿Dónde vas? —preguntó él, atónito.


—Me marcho. He llamado a un taxi y llegará enseguida.
— ¡Un taxi!
— Probablemente sea lo mejor — declaró Dulce, sin importarle en absoluto—. Anahí sabe que tenemos muchas cosas de qué hablar. No la avergüences haciéndola sentirse peor de lo que se siente ya.
En aquel momento llegó el taxi, por lo que Alfonso no pudo añadir nada. Sin embargo, insistió en llevarle las maletas hasta el taxi.
—Esto no me parece una buena idea —dijo él por fin, al ver que ella se metía en el coche—. De verdad. Esto no es el fin.
—Para mí sí lo es —musitó ella, mientras Dulce se reunía con ellos.
—Te veré en el apartamento —le dijo su amiga, como si nada hubiera ocurrido.
El taxi arrancó y, cuando Anahí miró hacia atrás, vio en el rostro de Alfonso que estaba destrozado. Cuando llegaron a Portofalco, le pidió al taxista que esperara mientras ella recogía el resto de sus cosas. Al bajar, le hizo entender a Benito, el portero que se marchaba. El hombre pareció tan desilusionado como Alfonso.
Anahí tuvo suerte y pudo conseguir un asiento en un vuelo desde Pisa aquella tarde. Cuando llegó a Heathrow a primeras horas de la noche, se sintió algo desorientada. Todo le resultaba familiar, pero ella ya no era la de antes.
Atravesó Londres en metro y allí tomó un tren a Brighton. Anahí no se sentía nada sociable. Estaba deseando llegar a casa y meterse en la cama. Su madre se acostaba pronto, así que esperaba no tener que dar explicaciones hasta el día siguiente.
Sin embargo, cuando el taxi llegó a la modesta casa familiar de Islington Crescent, Anahí vio que todas las luces estaban encendidas y que el Mondeo de su cuñado estaba aparcado a la puerta.
El corazón le dio un vuelco. ¿Le habría pasado algo a su madre? Sus hermanas le habrían llamado si hubiera ocurrido algo. Pero entonces, se dio cuenta de que había estado todo el fin de semana ilocalizable.
Al intentar abrir la puerta, notó que el cerrojo estaba echado. Cuando estaba a punto de probar de nuevo, la puerta se abrió y Anahí vio a su sobrinita de nueve años.
— ¡Tía Anahí! —exclamó Sharon encantada—. ¿Qué estás haciendo aquí? Pensé que estabas de vacaciones en Italia.
—Así era —replicó Anahí, viendo que detrás de Sharon, Pauline, la hermana de Anahí, estaba de pie en la puerta del comedor—. ¿Qué pasa? Mi madre no está...
—La abuela está bien —le dijo Sharon—. Es que hemos venido a vivir con ella.
—¿Cómo?
—Ve al salón y pregúntale a tu padre si quiere más café —le dijo Pauline a Sharon—. Date prisa, quiero hablar con la tía Anahí.
— ¿Quieres explicarme lo que está pasando? — insistió Anahí.
‐Yo podría preguntarte lo mismo —replicó la hermana.
—Sí, bueno... Ya hablaremos de eso. ¿Qué quería decir Sharon con lo de que os habíais mudado aquí?
—No debería haberte dicho nada. Todavía no hay nada decidido. Pero no puedo negarte que... que mamá, Giles y yo lo hemos estado pensando.
—¿Por qué? —preguntó Anahí—. Yo sólo iba a estar fuera un par de semanas.
—Ya lo sé —respondió Pauline—. Pero tú siempre has dicho lo difícil que te resultaba tener dos trabajos al mismo tiempo.
—Yo no he...
‐Bueno, me lo ha dicho mamá. Ella siempre ha dicho que estabas muy ocupada.
—En cualquier caso...


—Mira, Anahí... vamos a sentarnos. Te traeré una taza de té para que podamos hablar de todo esto tranquilamente.
‐¿Dónde está mamá?
—Donde siempre a estas horas de la noche. En la cama. Si quieres subir a verla, no despiertes a Hannah, por favor. Acabo de conseguir que se duerma.
Anahí tomó su maleta y empezó a subir las escaleras. Tal vez su madre le explicaría el porqué de aquellos cambios.
La señora Puente levantó, muy sorprendida la mirada del libro que estaba leyendo al ver que su hija Anahí entraba en la habitación.
‐Anahí —dijo la mujer—. ¿Qué estás haciendo aquí?
— Yo vivo aquí — replicó Anahí, sentándose al borde de la cama—. Entonces... ¿Cómo estás tú?
‐No estoy mal. Me las voy arreglando. Y tú, ¿cómo estás? Tienes mejor aspecto.
—Gracias. Estoy bien. Sólo es un ligero cambio de planes.
—Deberías habérnoslo dicho.
— Sí, claro... No hace falta que me lo digas...
—Bueno...
—No, era sólo una forma de hablar. No sonó como yo esperaba.
‐A pesar de todo, tienes que saberlo. Es Giles. Ha perdido su trabajo, otra vez.
—No.
‐Me temo que sí. Faltó algún dinero de la caja, y aunque él juró que no ha tenido nada que ver con ello, alguien le vio en el hipódromo la semana pasada, así que...
Anahí entendió el resto. Su cuñado era un jugador empedernido y no era la primera vez que su madre había utilizado el poco dinero que su marido le había dejado para sacarle de un apuro.
—¿Pero por qué se van a mudar aquí? ¿Lo has decidido tú?
‐Bueno, parece una posible solución. Pauline no puede seguir pagando la hipoteca de la casa si no tienen ingresos.
—Pero él conseguirá otro trabajo, ¿verdad?
‐Espero que sí. Esta vez parece que Giles ha aprendido la lección. Supongo que depende de lo que ocurra cuando el asunto llegue a los tribunales — explicó la señora Puente.
‐Pero eso no va a ocurrir, ¿verdad?
‐Bueno, podría ser así. Y hasta entonces yo no puedo permitir que a esas dos niñas les falte algo.
‐No, claro que no. Entonces, ¿dónde me deja todo esto a mí?
—Eso depende de ti —respondió la señora Anahí enseguida—. Esta es tu casa, pero me he dado cuenta de que una de las razones por las que te pusiste enferma fue porque no descansabas nunca. Ir y venir de Londres todos los días, trabajar en el museo y servir en la barra de un pub es demasiado.
‐Entonces, ¿qué me sugieres?
‐No sé. Yo no puedo tomar las decisiones por ti, Anahí. Pero me parece que vivías más feliz cuando tenías tu apartamento en la ciudad.
Anahí suspiró. Tal vez aquella sugerencia le hubiera parecido bien antes de marcharse. Sin embargo, en aquel momento, ella necesitaba un poco de calor familiar. Incluso había considerado dejar el trabajo en el museo y buscar algo cerca de casa. Pero si Pauline y su familia iban a vivir allí, ella no podría hacerlo. En primer lugar, ella y Giles no se llevaban bien y no podría soportar el hecho de que le hubiera estado mintiendo a su hermana.
—Anahí... —dijo su madre muy preocupada.


—Puede que tengas razón —respondió Anahí, decidida a no dejarle saber a su madre lo que estaba pensando—. Sí, creo que esta solución sería beneficiosa para todos.
‐¿Estás segura? Además, todavía no me has dicho lo que estás haciendo en casa. ¿Está Dulce bien?
‐Sí, claro que está bien. Es que... me aburría allí. Eso es todo. No hay mucho que hacer en Portofalco.

***

Dos semanas después, Anahí alquiló un apartamento en St. John's Wood y se mudó. A pesar de sus reservas iníciales, todo había sido muy satisfactorio. La mudanza le dio algo que hacer, además de llenar completamente sus pensamientos.
El encargado del museo se alegró mucho de verla, pero insistió en que se tomara dos semanas más de vacaciones antes de volver al trabajo.
—No queremos que tengas una recaída —le dijo el hombre.
Sin embargo, aquella perspectiva llenaba a Anahí de aprensión. Ella había esperado que volver al trabajo le devolvería la estabilidad, pero parecía que tendría que sufrir su angustia un poco más.
En Brighton, Pauline y su marido se habían instalado definitivamente en la casa de la madre. Pauline incluso estaba pensando en buscar un trabajo si podía encontrar una guardería para Hannah.
Sin embargo, Anahí no había tenido noticias de Dulce desde que había llegado, lo que no la había sorprendido. Ella estaría demasiado ocupada con los preparativos de la boda como para preocuparse por su amiga. Aunque no tenía todos los detalles, probablemente se imaginaba lo que había pasado entre Alfonso y Anahí, por lo que tenía todo el derecho a sentirse afrentada. Después de todo, Anahí la había traicionado.
Con respecto a Alfonso, Dulce parecía tener una actitud muy diferente. A pesar de que él también la había engañado, ella estaba preparada para perdonarle, aunque sólo fuera para salirse con la suya. Sin embargo, Anahí dudaba que el amor representara algún papel en aquella relación. Alfonso había insistido en que no la amaba, y Anahí se temía que, después de todo, era cierto. Pero, a pesar de todo, Anahí se recordó que él mismo había cavado su propia tumba. Sin embargo, Anahí no podría olvidar lo que él le había hecho sentir. A pesar de todo lo que había pasado, ella seguía creyendo en el amor...

***

Anahí se pasó el domingo antes de volver a trabajar ordenando las cajas que se había traído de Brighton el día anterior. Estaban llenas de papeles y libros de la Universidad, de los que siempre prometía deshacerse. Sus notas revelaban lo inocente que había sido entonces, a los dieciocho años, cuando parecía tener toda la vida por delante.
Encontró también una foto de ella y de Dulce cuando estaban estudiando y aunque Anahí estuvo a punto de tirarla con el resto de los papeles, no pudo hacerlo. Pobre Dulce. No era culpa suya que Anahí se hubiera enamorado del hombre con el que ella pretendía casarse. ¿Qué oportunidad tendría Dulce de ser feliz? El matrimonio nunca había formado parte de los planes de Alfonso, por lo que Anahí esperaba que la riqueza de él compensara la felicidad de Dulce.
Anahí no quería seguir pensando en eso, por lo que guardó la foto en el fondo de la caja de las cosas que se iba a quedar. De repente, cuando estaba pensando dónde guardarla, sonó el timbre de la puerta.


Ella suspiró. ¿Quién sería? Sólo los miembros de su familia y el señor Seton, del museo, conocían aquella dirección. Probablemente eran Karen y su marido, que venían para conocer su nuevo piso y protestar por la decisión de Pauline de mudarse con su madre. Sin embargo, Anahí había preferido no opinar al respecto.
Mientras se dirigía a abrir la puerta, se preparó para otra discusión familiar. Al mirarse al espejo, vio que no estaba muy bien vestida, pero no había encontrado nada mejor que ponerse para examinar polvorientas cajas.
‐Ya voy, ya voy —exclamó ella, al oír que el timbre sonaba de nuevo—. Estaba en la otra...
— Ciao, cara.
Anahí se quedó estupefacta. No podía creer que Alfonso di Herrera estuviera allí, cuando sólo había esperado volverlo a ver en la foto de su boda con Dulce.
— ¿Puedo entrar?
‐Yo... ¿qué estás haciendo aquí? —preguntó ella, intentando encontrar una explicación a aquella visita.
¿Sabría Dulce que estaba allí? ¿Estarían todavía juntos o tal vez... ?
Alfonso se apoyó contra el quicio de la puerta. Era la primera vez que ella le veía con traje, cuya excelente tela azul marino le sentaba estupendamente. E incluso parecía más italiano en aquella atmósfera tan inglesa.
‐¿Cómo estás? —preguntó él, sin responder la pregunta que ella le había hecho.
—Estoy bien. ¿Está... está Dulce contigo?
—¿A ti que te parece? —replicó él, mirando a su alrededor.
—¿Por qué no? A menos... a menos que ya no estéis juntos... a menos que ya no os vayáis a casar...
‐Oh, seguimos juntos, cara —respondió él, con voz cansada, haciendo pedazos las esperanzas de Anahí—. Está preparando la boda. Por favor, déjame entrar. Tenemos que hablar.
—Yo no creo que tengamos nada que decirnos...
‐Estás equivocada.
El no se movió, por lo que Anahí le dejó entrar, pensando en lo que podrían imaginarse los vecinos.
—Ya no estás viviendo con tu madre —dijo él, mirando a su alrededor.
‐¿Cómo has sabido que vivía aquí? —preguntó Anahí.
‐Esta mañana fui a Brighton. Afortunadamente, Dulce me había dicho dónde trabajabas y             la recepcionista del museo fue muy amable. ¿Tienes algo de beber?
—Tengo té o café. Pero no tengo vino, si era a eso a lo que te referías.
—Me vale con una coca‐cola o una cerveza. Tengo mucha sed. Hace mucho calor fuera.
¿Es que no te has dado cuenta?
Anahí se dio cuenta de que la camiseta que llevaba era algo escasa, pero se negó a demostrar que estaba avergonzada. El ya le había visto los pechos, aunque aquel pensamiento tampoco le ayudó mucho.
Al volver con la lata de coca‐cola, vio que él estaba sentado en el sofá. Parecía muy cansado y sólo por un momento, Anahí pensó que parecía muy vulnerable.
—Aquí tienes —dijo ella, extendiéndole la lata y un vaso largo.
—Gracias —respondió él, tomando sólo la lata, que abrió y se llevó a los labios.
Anahí no respondió pero se sentó en un sillón al otro lado de la habitación. A ella le pareció que un gesto de burla ante aquella evidente separación cruzaba el rostro de Alfonso. Sin embargo, él no habló hasta que no se terminó el refresco.
—Hablé con tu madre —le explicó él—. Me dijo que habías regresado a Londres.


—Bueno, como puedes ver, así es.
—¿Pasó algo en casa? —preguntó él. Sin saber por qué, Anahí  le explicó que su cuñado había perdido el trabajo y que él y su hermana Pauline habían decidido mudarse con su madre—. Me hablas de Giles, ¿verdad? —quiso saber él, después de oír la historia.
‐Efectivamente. Él trabajaba para una compañía de seguros en Brighton.
‐¿Qué ocurrió?


—A mi cuñado le gusta... apostar —confesó ella, después de un momento—. Desgraciadamente, no siempre se lo puede permitir.
‐Entiendo. Así que le despidieron.
‐Eso es y si eso fuera poco...
—¿Le han denunciado? ¿Con qué cargos? ¿Desfalco?
‐Algo parecido. Pero estoy segura de que no es por eso por lo que has venido — afirmó Anahí, sintiendo que había dicho más de lo que debía.
—No. Tenía que volver a verte...
—Por favor...
‐Escúchame —le suplicó él, extendiendo las manos en un gesto desesperado— . Tienes que saberlo —añadió él, aplastando la lata con una mano—. Tú me importabas... todavía me importas mucho...
‐Creo que es mejor que te marches —replicó Anahí, poniéndose de pie.
‐¿Por qué? —preguntó él, levantándose también—.Yo no estoy diciendo que vaya a abandonar mis responsabilidades con Dulce. Dios sabe que, si el hijo que espera es mío, le debo mi nombre y mi apoyo. La abuela me dijo que te había explicado la manera en que murió Luisa, así que sé que entenderás que, aunque su estado no me ha alegrado, me aseguraré de que tenga los mejores cuidados.
—Nunca lo he dudado.
‐No. Nunca lo hiciste, ¿verdad? Desde el primer momento, intentaste decirme que estaba perdiendo el tiempo, pero yo no quise escuchar.
‐Dulce te lo debería haber dicho antes.
—Sí. Debería haber confiado en el hecho de que somos católicos. No creemos en quitarle la vida a un niño, aunque no haya nacido.
—Lo siento...
‐¿Por qué? Todo esto es sólo culpa mía. ¡Mía! Tú no tienes nada que reprocharte. Da gracias porque podrás olvidarlo todo y seguir con tu vida, encontrar a alguien que no tenga que cargar con el fruto de un loco fin de semana para destruir tu futuro...
—Basta —dijo Anahí, destrozada al ver lo mucho que él estaba sufriendo—. Fue tanto culpa tuya como mía. Yo sabía... sabía lo del embarazo y, sin embargo... sin embargo...
—¿Qué? ¿Qué?
—No podía dejar de... desearte —confesó Anahí, teniendo que contenerse para no ir a consolarlo.
‐Dio, Anahí... ¿Qué es lo que he hecho?
—Ya no importa...
—No digas eso.
El se había colocado detrás de ella. Anahí podía sentir su aliento contra el cuello y esperaba que, en cualquier momento, él le pusiera las manos en los hombros y le diera la vuelta. Sin embargo, se dio cuenta de que no sabría lo que hacer cuando aquello realmente ocurriera.


Pero de repente, sonó un portazo. El sonido se le repitió en la cabeza mucho después de que se hubiera producido. Anahí se echó a temblar, dando rienda suelta a las lágrimas que había contenido durante semanas. No tenía que darse la vuelta para saber que él se había ido. Además, algo que los dos habían compartido, también se había marchado, sin esperanza de volver...

UN HOMBRE PARA DOS MUJERESDonde viven las historias. Descúbrelo ahora