Capítulo 12

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DURANTE las semanas siguientes, Anahí hizo todo lo posible por encauzar su vida. Se alegraba de haber dejado de trabajar en el pub, ya que así podía aplicarse al trabajo del museo con renovado entusiasmo. La única manera de mantener los demonios apartados de ella era no parar, por lo que casi nunca llegaba a casa antes de las siete.
De vez en cuando, aceptaba alguna invitación al cine o al teatro de algún acompañante masculino. Decidió que aquello era necesario como parte de su recuperación emocional. Sin embargo, su existencia estaba vacía. Sabía que sólo se estaba engañando, al pensar que algo o alguien podría erradicar a Alfonso de su vida. El seguía estando presente. Todo lo demás era un entretenimiento pasajero.
La única persona que estuvo a punto de descubrir la verdad fue su madre. Toda la familia mostró mucha curiosidad por el atractivo italiano que se presentó en Islington Crescent buscándola, pero sólo la señora Puente se dio cuenta de que el poco interés que Anahí mostraba ante él era una farsa.
—¿Estás enamorada de él? —le preguntó la mujer dos semanas más tarde, cuando Anahí fue a verla — . ¿Qué pasa? ¿Está casado?
—Ahora probablemente lo estará —replicó Anahí, con toda la alegría que pudo disimular, pero no pudo engañar a su madre.
—¿Te... te hizo daño?
—Intencionadamente no —respondió Anahí, decidida a poner fin a todas aquellas preguntas antes de que ella perdiera la compostura— . Ahora voy a prepararnos una taza de té —añadió ella—, para que luego me cuentes cómo te van las cosas con Pauline y Giles antes de que regresen de casa de los padres de Giles.
‐¡Bueno, eso es lo más raro de todo esto! —exclamó la señora Puente—. La empresa de Giles ha decidido no presentar cargos contra él. Cuando llegó la carta, todos nos quedamos de los más sorprendidos. Ya te podrás imaginar lo que Giles pensó cuando vio el sobre.
‐Ya me lo supongo. ¿Explicaban el por qué?
‐No recuerdo las palabras exactas, pero era algo así como que todo el dinero había sido recuperado y que no iban a presentar cargos.
‐¿Que todo el dinero ha sido recuperado? ¿Qué significa eso? ¿Qué Giles no sustrajo el dinero?
—No, ésa no es la cuestión. Parece que alguien ha pagado el dinero.
—¿Quién? ¿Giles?
—No. ¿Cómo podría él? No tiene dinero. Bueno, al menos no lo suficiente como para pagar todo lo que debía.
—Entonces, ¿qué me estás diciendo? ¿Que lo has pagado tú?
—¡No! ¿Es que no me estabas escuchando? ¿No he dicho que fue algo completamente inesperado para todos nosotros?
Anahí sacudió la cabeza y fue a la cocina a preparar el té. Al menos, aquella situación haría las cosas más fáciles para Pauline y las niñas. Y tal vez también para Giles cuando


intentara conseguir otro trabajo. Por lo menos, no tendría la amenaza de una posible condena.

***

A finales de la semana siguiente Anahí recibió una visita inesperada en el museo. Estaba en el sótano, desembalando una caja de cerámica que acababa de llegar cuando el propio señor Seton vino a decirle que había alguien esperándola en recepción.
Anahí se puso de pie, preguntándose por un momento si sería Alfonso pero las palabras del señor Seton le sacaron pronto de dudas.
—Espero que le digas a la señorita Calloway que no apruebo las visitas en horas de apertura al público —le espetó el hombre, bruscamente, mientras Anahí se iba a lavar las manos—. Y especialmente no me gustan cuando la visita está... ¡ebria!
—Dulce... —dijo Anahí, incrédula ante aquella visita.
—Espero que se lo hagas saber —le gritó el señor Seton, mientras ella salía rápidamente del sótano.
¿Dulce? ¿Señorita Calloway? Con toda seguridad ella debería haber sido señora di Herrera para aquel entonces.
Anahí subió rápidamente las escaleras, deteniéndose sólo cuando se dio cuenta de que no se había parado a comprobar si su pelo y ropa estaban en orden. Mojándose las yemas de los dedos, se metió unos mechones sueltos detrás de las orejas y se dirigió al vestíbulo. A Dulce no le importaría en absoluto el aspecto que ella tuviera, pero Anahí esperaba que no hubiera ido al museo a hacerle una escena.
Anahí pudo oír a Dulce mucho antes de abrir las puertas de cristal. Dulce le estaba gritando en voz alta a la recepcionista, por lo que Anahí entendió enseguida el por qué el señor Seton había estado tan molesto.
—Te estoy diciendo que Anahí estará encantada de verme — gritaba Dulce airadamente
—. No me importa que esté trabajando. He venido desde Italia para verla.
—Aquí estoy —dijo Anahí, para atraer la atención de su amiga—. Lo siento Sally, he venido tan rápido como he podido.
‐Sí, aquí estás —replicó Dulce, dándose la vuelta para examinar a su amiga de arriba abajo—. Por fin. Pensé que te habían enterrado con el resto de estos trastos.
‐Hola —le saludó Anahí secamente, notando enseguida el traje de diseño que su amiga llevaba. Evidentemente su amiga no perdía el tiempo en gastar el dinero de su marido.
Los ojos de Dulce se pusieron vidriosos por un momento, y Anahí pensó que iba a desmayarse. Pero pareció recobrarse y se acercó a ella.
—Venga —dijo Dulce, agarrándosele a la cintura, más por apoyo que por afecto— . Salgamos de este horrible lugar. He visto un bar a la vuelta de la esquina. Te invito a champán, para celebrar los viejos tiempos.
—No puedo, Dulce — afirmó Anahí, sin moverse. Son sólo las dos y media y yo no acabo hasta las seis, como muy pronto. Pero puedes volver a mi apartamento y esperar allí, si quieres.
‐¿Tu apartamento? ¿Dónde está? ¿Por aquí cerca?
‐Bueno, está en St. John's Wood, pero puedes tomar un taxi.
‐No quiero esperar en tu apartamento —respondió Dulce, agitando la cabeza, por lo que casi perdió el equilibrio—. Yo tengo una suite en el Dorchester. ¿Por qué no vamos allí?
‐Ya te he dicho que no puedo.
‐¿Por qué? ¿Por qué no puedes?


‐Ya lo sabes —replicó Anahí, consciente de que algún visitante podría entrar y verla allí, con una mujer borracha, lo que no sería muy bueno para la reputación del museo.
Entonces, entró el señor Seton, y observó la escena un momento para luego tomar una decisión inmediata.
—Tal vez lo mejor sería que acompañaras a la señorita Calloway a su casa, Anahí — afirmó el hombre—. No podemos... Bueno, creo que ya sabe a lo que me refiero.
—Yo también lo sé —declaró Dulce, en un tono muy agresivo, encarándose con el encargado—. No me trate como si fuera una niña, vejestorio. ¡Yo puedo comprar y vender este lugar una docena de veces!
—Dulce...
— Estoy segura de que podría — le espetó el señor Seton—. Anahí, ¿te importa encargarte de esto?
— Sí, señor Seton...
— Sí señor Seton — se burló Dulce— . No señor Seton...
—Dulce, por el amor de Dios...
Anahí no podía esperar hasta sacar a Dulce  de allí, por lo que recogió su abrigo y su bolso y sacó a su amiga del museo. El aire, a pesar que que era fresco, pareció atontar a Dulce, por lo que Anahí tuvo que sujetarla y parar un taxi.
—No va a vomitar, ¿verdad? —preguntó el taxista, al ver el estado de Dulce.
—¿Puede llevarnos al Dorchester? —preguntó Anahí, tras asegurarle, sin estar muy confiada, de que no había cuidado.
Lo único que Anahí esperaba era que Alfonso no estuviera compartiendo la suite con ella. Enseguida llegaron al hotel y la recepcionista les entregó la llave de una suite en el sexto piso.
— ¡Dios, necesito el baño! —exclamó Dulce, desapareciendo inmediatamente por una puerta.
Anahí se acercó a la ventana y se preguntó dónde estaría Alfonso. ¿Sabría él lo que estaba Julia haciendo con su cuerpo, con su futuro hijo?
—¿No te has servido una copa? —preguntó Dulce, apareciendo de repente detrás de ella. Anahí notó que se había quitado la chaqueta y que lucía un magnífico reloj de diamantes en la muñeca.
—No tengo sed. En realidad, debería volver al museo...
‐Oh, no, todavía no —replicó Dulce, sirviéndose una ginebra con tónica—. Supongo que te sorprendiste mucho de verme.
‐Exactamente. ¿Crees que es adecuado que bebas tanto?
—¿Por qué no? —preguntó Dulce, apoyándose en el bar—. Tal vez necesite controlar la necesidad que siento de sacarte los ojos.
‐Dulce...
‐¿Sí?
‐Ya sabes que lo siento.
‐¿El qué? ¿Acostarte con el hombre con el que yo me quería casar, aunque tú pensabas... sabías... aunque tú sabías que yo estaba esperando un hijo?
‐Nosotros no... —empezó Anahí. Sin embargo, se dio cuenta de que su amiga nunca la creería—. Bueno, supongo que sí.
‐¡Maldita zorra!
—¿Es eso lo que has venido a decirme?
‐En parte —replicó Dulce, tomando un generoso sorbo de su bebida—. Entonces, cuéntame lo que sentiste tú.
— Preferiría no hablar de eso.


‐Estoy segura de ello. Pero yo, sin embargo, creo que deberíamos comparar nuestras experiencias. Tenemos tanto en común, ¿verdad?
—Dulce...
—¿Qué? ¿Qué? ¡No me digas que somos buenas amigas! Las amigas no te apuñalan por la espalda mientras de frente te abruman con buenas palabras.
— ¡Eso no es cierto!
—¿De verdad?
— Sí. Tienes que creerme. Nunca tuve intención de hacerte daño.
‐Sí, claro — replicó Dulce, tomando otro sorbo, tras lo cual se limpió los labios con la mano, corriéndose todo el lápiz de labios—. No me sorprende que necesite esto. Casi me has arruinado la vida.
‐Pero tú todavía tienes a Alfonso, ¿no? —protestó Anahí.
—Oh, sí. Se me había olvidado.
‐Entonces, ¿dónde está él?—preguntó Anahí, sorprendida de que se hubiera olvidado de aquel detalle— . ¿Está también en Londres?
‐¿Te gustaría saberlo?
—No especialmente. Sólo estaba intentando ser cortés.
— ¡Ah, cortés! Vale —ironizó Dulce, dejando el vaso vacío encima del bar—. Siempre tan diplomática, ¿eh, Anahí? Pues ¿qué te parece esto? — añadió, acercándose a ella, con el brazo extendido—. ¿Cuánto te crees que me ha costado?
—No tengo ni idea.
—Míralo —insistió Dulce, poniéndole el brazo casi bajo la nariz—. Venga, tú eres la experta en estas cosas.
‐No en joyas. Pero estoy segura de que fue muy caro.
—Ni que lo digas —replicó Dulce, examinando el reloj ella misma—. Dudo que el sueldo de un año en ese asqueroso lugar donde tú trabajas consiguiera pagarlo.
—Puede que no. Mira, Dulce, me tengo que marchar...
—No te preocupa en absoluto, ¿verdad? Las cosas como están te dan igual. Eres muy autosuficiente, ¿verdad?
‐Si tú lo dices...
—A eso es a lo que me refería —musitó Dulce, acercando su cara a la de Anahí—. Cualquiera, cualquier persona con sangre en las venas, mostraría un poco de sensibilidad. ¡Pero tú no! Maldita sea, Anahí. ¡Sé que estás enamorada de él! Te olvidas de que nos conocemos hace muchos años y tú lo sabes. Venga, venga ¡admítelo, maldita seas! Estás celosa de que yo le haya visto primero.
‐Eso no es cierto...
‐Claro que es cierto. ¡Te apuesto a que realmente te escuece imaginarnos juntos en la cama!
—¡Por amor de Dios, Dulce! —exclamó Anahí, muy harta—. De acuerdo, tú ganas. Yo... yo estoy celosa, pero eso no significa que no desee que tú y Alfonso seáis felices.
‐¡Dios! ¡Qué hipócrita eres, Anahí! ¡Tú no deseas eso! Te causaría una enorme satisfacción si él y yo lo dejáramos.
‐No.
‐Bueno, como quieras. De todos modos, no importa. Eso no va a ocurrir. ¿Qué te parece?
—preguntó Dulce, mostrándole en aquel momento un dedo.
Anahí vio el anillo que Dulce llevaba en la mano, sin saber cómo le habría pasado desapercibido antes. Era un enorme zafiro, rodeado de diamantes.
‐.Impresionante, ¿verdad? Lo mejor de todo Londres.


Aahí se puso rígida. Aquello debía significar que Alfonso estaba en Londres, lo que hizo su deseo de escapar del hotel aún más urgente.
—Es muy bonito. Tienes mucha suerte.
‐¿Verdad que sí?
— Tengo que marcharme, de verdad Dulce. No me gustaría perder mi trabajo.
—Igual que le pasó al marido de tu hermana.
‐Supongo que te lo ha contado Alfonso...
‐Por supuesto — replicó Dulce, victoriosa—. Alfonso me lo cuenta todo. No me gustó que te ayudara, pero creo que, dadas las circunstancias, hay que ser magnánima.
—¿Que me ayudara?
—Claro. ¿Es que no te diste cuenta? ¿Quién te crees que pagó el dinero del que Giles... cómo lo diríamos... se había apropiado indebidamente?
— ¡No hablas en serio!
—¿Por qué no iba a hacerlo?—preguntó Dulce, sirviéndose otra copa—. Alfonso me dijo que era lo mínimo que podía hacer. Supongo que es una compensación por haberse burlado de ti.

UN HOMBRE PARA DOS MUJERESDonde viven las historias. Descúbrelo ahora