QUÉ estás haciendo aquí? —preguntó Anahí, aturdida.
—Como tú bien sabes, vivo aquí.
—No es a eso a lo que yo me refería —replicó Anahí, retorciéndose las manos — . Se suponía que estabas en Londres... con Dulce.
— Se suponía que estaba en Londres contigo. No tenía ni idea de que fueras a venir aquí.
—¿No?
‐No.
—¿Ni siquiera para corregir tu comentario de que yo necesitaba una compensación? —le espetó Anahí.
—¿De qué estás hablando?
—No disimules. Estoy segura de que tú sabías que Dulce me lo contaría todo. ¡El por qué te viste obligado a sacar a Giles de su trampa como manera de aliviarte la conciencia por el modo en el que me habías tratado!
— ¡Estás loca! No puedes creer que ésa sea la razón por la que ayudé a Giles.
‐Bueno, no veo cómo puedes negarlo.
—Eres rápida en juzgarme, ¿verdad, Anahí? No sé lo que Dulce te ha dicho, pero yo no he hablado de tu cuñado con ella. No la he visto desde que se marchó hace una semana. Y tampoco tengo la intención de verla. Lo nuestro se ha acabado.
—¿Y el niño?
—No había niño. Ésa era otra de sus mentiras.
— ¡No!
— Sí. Como verás, yo también tengo mucho por lo que sentir amargura, pero no te culpo a ti porque fui lo bastante ciego como para creérmelo todo.
—Pero ella dijo...
‐¿Qué dijo aparte de todas esas mentiras?
‐Me dijo, o me dejó creer, que los dos seguíais juntos. Tenía un reloj, un anillo... No creo que se los hubiera podido comprar ella.
‐No, claro que no.
‐Entonces, ¿se los compraste tú?
‐No. Si hubiera dependido de mí... pero mi abuela ya le había prometido... bueno, pero tú no quieres saber todo esto. Diga lo que diga o haga lo que haga, tú nunca me creerás.
‐No, eso no es cierto —dijo Anahí, dando un paso hacia él — . Por favor, Alfonso, quiero saber cómo lo descubriste.
—¿Es que no te das cuenta de lo que me has hecho?
—Lo siento. Dulce me dijo... bueno, me hizo sentirme como una idiota. Cuando tú viniste a mi apartamento aquel día, realmente creí que me decías la verdad.
—Y así fue. Pero se me olvidaba... Tenemos vino y la signora Carlucci ha preparado una cena... para dos.
—¿Para dos? ¿Y Ceci y tu abuela?
‐Ya te darás cuenta de que mi abuela puede ser muy comprensiva cuando le conviene — replicó Alfonso, llenando dos copas de vino, para luego entregarle una de ellas — . Ella sabía que necesitábamos hablar y espera que podamos resolver nuestras diferencias.
¿Crees que será posible?
‐Supongo que eso depende de las diferencias. Háblame de Dulce.
—Sí. Supongo que es mejor que lo haga cuanto antes. En primer lugar he de decir que nunca creí que Dulce estuviera embarazada. No sé lo que te dijo sobre ese fin de semana que pasamos en Roma, pero en lo que a mí respecta, no tenía ninguna duda de que fuera... un error. ¡Esto es horrible! ¿Cómo le puedo decir a la mujer que amo que cuando me acosté con su amiga utilicé protección? Claro, siempre cabe la posibilidad, pero...
‐Espera. ¿Qué has dicho?
—¿Tengo que repetirlo? Que usé un preservativo, claro —musitó él, sonrojándose—. Me has pedido que te cuente lo que ocurrió...
‐Y quiero saberlo, pero, antes de eso, dijiste algo. ¿No te acuerdas?
— Tal vez deberías recordármelo. — sugirió él, aunque sabía perfectamente a lo que ella se refería.
‐Dijiste... dijiste que era difícil decirle a la mujer que amas...
‐Y así es. Saber que te amo no debería sorprenderte, cara. Ya te lo dije aquella tarde en tu apartamento.
—Pero yo pensé...
—¿Sí?
— Que te sentías culpable de lo que había pasado entre nosotros, que sentías haberte implicado en todo esto...
—Oh, Anahí... Recuerdo perfectamente cómo me sentí aquella tarde y mi sentimiento de culpabilidad no tenía que ver nada contigo.
— Supongo que debe de haber sido muy duro verte forzado a casarte contra tu voluntad...
‐Mucho más que eso, créeme. ¿Quieres que siga o prefieres que hablemos de nosotros?
‐Sí... Por favor, sigue.
—Entonces, ¿vas a hacerme esperar para decirme las palabras que tanto deseo oír? Eso es cruel, Anahí, muy cruel.
‐He tenido un buen maestro. Por favor, Alfonso, lo has prometido.
‐Está bien. ¿Dónde estaba yo? Ah, sí. En aquel fatídico fin de semana en Roma. Entonces se le debió ocurrir a Dulce la idea de utilizar el bebé para obligarme a casarme con ella.
‐¡Pero no estaba embarazada!
‐No, pero tenía intención de estarlo.
‐No entiendo.
—Bueno, según me dijo, no se esperaba que yo perdiera interés en ella cuando conseguí hacerle el amor, aunque la verdad es que jamás estuve demasiado atraído por ella.
‐Entonces, ¿por qué la llamaste menos de veinticuatro horas después de conocerla?
—Ella te dijo eso, supongo. ¿Te dijo también que se dejó aposta el bolso en mi coche cuando fui lo suficientemente tonto como para llevarla a ella y a su amiga a dónde se alojaban?
—No.
—No te voy a negar que salí con ella. Durante algunas semanas, nos vimos con bastante frecuencia. Pero no me acosté con ella hasta que tuve que ir a Roma por negocios y ella me acompañó. El resto ya es historia.
‐Entonces, cuando te dijo que estaba esperando un hijo tuyo, no tuviste razón alguna para dudar de su palabra.
‐Tenía muchas razones para dudar de su palabra, sólo que en aquellos instantes estaba demasiado aturdido para pensar. Creo que mi abuela te contó cómo murió mi primera esposa. Entonces, tal vez entenderás lo que sentía. Había roto la promesa que me hice cuando murió Luisa. Mi primer pensamiento fue que nunca me perdonarías. Yo nunca me lo habría perdonado.
Anahí tuvo que luchar para permanecer donde estaba. La necesidad de ir hacia él, de reconfortarle era muy fuerte, pero de algún modo la controló.
‐Lo que sentí fue mucho más que frustración. Veía nuestras vidas hechas pedazos por una mujer que no me amaba, que lo único que quería era llevar una vida sin preocupaciones.
—Pero ella debía saber que, tarde o temprano, lo descubrirías todo.
—No necesariamente. En el mundo de Dulce, los hombres son sólo objetos sexuales, sin control ni conocimiento de lo que está bien o mal.
— Quieres decir...
‐Que ella pensaba que, cuando yo me diera cuenta, estaría ya embarazada. Para entonces, ya estaríamos casados y ella sabía que, siendo católico, no consideraría la posibilidad de un divorcio.
—No tenía ni idea de todo esto.
—No, pero yo lo debería haber sospechado. Es el truco más viejo del mundo. Un embarazo fingido. Y yo me dejé engañar.
—Alfonso...
‐Lo único que me sirve de excusa es lo que sentía por lo que le pasó a Luisa. Dulce lo sabía y lo utilizó a su favor. Y luego, estabas tú.
—¿Yo?
—Claro. Tú apoyaste lo que Dulce dijo. Y yo me dije, si Anahí cree que es verdad, debe de serlo.
— ¡Dios!
‐Pero eso no excusa mi estupidez. Después de que tú te marcharas, no quería escuchar a nadie. Ni siquiera a mi abuela. Yo sabía que a ella nunca le había gustado Dulce.
—Entonces, ¿qué ocurrió?
‐Bueno, sí recuerdo bien, Dulce decidió volver a Portofalco, esperando que yo fuera a seguirla. Pero me pasé esas dos semanas reuniendo el coraje para ir a verte a ti.
‐Pero, ¿hablaste con Dulce?
—Sí. Y con mi abuela. Ella me decía que hiciera que un médico examinara a Dulce, pero después de hablar contigo, no vi que hubiera ninguna razón para hacerlo. Estaba claro que tú la creías y yo nunca creí que te engañaría a ti tan fácilmente como a mí.
—Entonces, ¿cómo...?
—Mi abuela hizo algo muy sencillo. Yo estaba de negocios en Génova y la abuela fue a ver a Dulce. Le ofreció una considerable suma de dinero si Dulce accedía a volver al Valle di Herrera y someterse a un reconocimiento. Si ella se negaba, la abuela se aseguraría de que pasara un período de tiempo razonable antes de que se celebrara la boda.
—¿Y Dulce accedió?
‐¿Qué otra cosa podía hacer? Entonces debió de enterarse de lo que yo hice por Giles. Y ya sabes que Dulce se sirve de las personas para sus propios intereses.
—¿Cómo pudo hacerlo?
—Eso ahora no nos importa. Yo quería hacerte la vida más fácil. No te puedes imaginar lo difícil que me resultó dejar tu apartamento aquel día.
‐Y supongo que la exploración reveló la verdad.
‐Claro. Incluso, ¿quién sabe? Tal vez ése era su plan. Ella nunca me amó. Así que de esa manera podía convertirse en extremadamente rica sin tener que casarse conmigo. Se marchó casi inmediatamente, pero yo sabía que intentaría verte, aunque supongo que querría hacerte sufrir más con su aparente éxito.
‐No sé qué decir.
‐Sería un buen comienzo si me dijeras que no me odias.
—¿Odiarte?
‐Por ser tan tonto, por tardar tanto tiempo en admitir que te amo. ¿Podrás perdonarme?
‐No hay nada que perdonar.
‐No estoy de acuerdo —dijo Alfonso, tomándola entre sus brazos—. Tenía miedo de mis sentimientos, de que pudieras rechazarme... Te necesito tanto.
—¿Por eso viniste a Inglaterra?
‐Claro, debería haber llegado a tu apartamento ayer por la tarde, pero mi vuelo se retrasó por...
—... por la huelga de controladores aéreos —añadió ella.
—Eso es. Llegué a la ciudad a medianoche, así que me fui a un hotel...
—¿Al Dorchester?
. —No. Al Savoy. ¿Importa eso?
—No —respondió Anahí, satisfecha al ver que no se había equivocado con la voz de aquel hombre— . Y hablaste con mi madre.
—La llamé esta mañana cuando descubrí que no estabas ni en el trabajo ni en tu apartamento. No pareció muy sorprendida de que te estuviera buscando.
‐Y por eso has regresado.
—Oh, cara. ¿Sabes cómo me sentí aquella mañana cuando Dulce dijo las palabras que casi me arruinaron la vida?
—Creo que me lo imagino. Aunque tu comportamiento fue más que reprochable.
—Eso fue culpa tuya —musitó él, rozándole los labios en una caricia—. No estaba preparado para el hecho de que el destino nos uniera a través de Dulce. Lo supe desde el momento que abriste la puerta del apartamento de Portofalco, con esa mirada tan arrogante que tienes...
—Eso no es cierto.
—Sí que lo es y lo adoro —confesó él, tomandola por el pelo—. De la misma manera que adoro todo lo demás. Te deseo, te deseo tanto... quiero besarte, abrazarte y hacerte el amor... pero... no hemos comido y la signora Carlucci espera que hagamos justicia a su cocina...
—No tengo hambre.
—Yo sí, pero sólo de ti.
—Entonces... —dijo ella, temblando.
—Ven conmigo
Anahí casi no se dio cuenta de que la llevaba a sus habitaciones, pero le hubiera seguido al final de la tierra. Al llegar, ella se dio cuenta de dónde estaba, porque la decoración era eminentemente masculina. A través de un arco, se veía una cama con dosel, que creaba un ambiente muy cálido.
—No me eches la culpa a mí —le dijo Alfonso, mirando la cama—. Es una herencia de familia.
‐¿Es cómoda? —preguntó ella provocadoramente.
‐¿Quieres descubrirlo? — sugirió Alfonso, tomándola entre sus brazos
‐Por favor... Pero creo que es mejor que primero me quite el vestido de tu madre.
—Permíteme —dijo él, desabrochándole los botones y besando la carne que iba dejando al descubierto—. Yo esperaba que eligieras éste. La abuela tiene una foto de mi madre con él puesto y siempre ha sido mi favorito.
—¿Lo elegiste tú? —dijo Anahí, mientras él le quitaba la primera capa del vestido—. Ceci dijo...
—Lo que yo le pedí que dijera. ¿Te importa?
—¿Qué razón puede haber ya? — afirmó ella, mientras él le cubría los pechos sobre la fina seda del vestido.
—Ninguna.
Sus caricias la volvían loca y él lo sabía. Le soltó los broches de los hombros para que el forro cayera al suelo, seguido del sujetador.
—Ayúdame —dijo él, mientras señalaba la erección en la entrepierna.
Ella se quitó las sandalias y se había arrodillado delante de él, Alfonso se lo impidió con voz ronca, desnudándose por completo para luego tomarla entre sus brazos. Aquella era la primera vez que sentía su cuerpo desnudo contra ella y la sensación fue increíble.
‐¿Sabes cuánto tiempo he deseado este momento? — susurró él— . Cuando pensé que te había perdido, solía atormentarte imaginándote con otro hombre.
—Yo soñé contigo, pero no era tan bueno como esto...
— Nada lo será nunca — confesó él, acercándose aún más para que ella pudiera sentir el fuego de su masculinidad— . Nunca he deseado a otra mujer tanto como te deseo a ti.
Ella suspiró mientras él le acariciaba los pechos, haciendo que ella sintiera pequeños dardos de excitación entre las piernas, que le tensaban los músculos y le humedecían la piel.
Alfonso la besó más profundamente, con una pasión tan masculina que hizo que Anahí se arqueara desesperadamente contra él. A continuación, él le acarició la espalda, enganchando los dedos en la cinturilla de sus braguitas, que le quitó sin dejar de besarla, para luego hacer que ella sintiera el poder de su excitación contra los rubios rizos que escondían su sexo.
Anahí se sintió desfallecer. Entonces, él la tomó en brazos y la llevó a la cama, arrodillándose a su lado. Luego le soltó el pelo de la trenza, extendiéndole el pelo alrededor de la cabeza tal y como le había prometido y le colocó el pañuelo de seda sobre los senos, para luego lamérselos a través de la seda. Anahí encontró aquel gesto increíblemente erótico.
Entonces, trazó la línea de su estómago hasta el ombligo, siguiendo los dedos con la lengua, para luego separarle las piernas y acariciarle los delicados pétalos que se abrían bajo sus dedos. Anahí quería acariciarle también, pero él se lo impidió.
—No, cara. No tengo mucho control sobre mi cuerpo. Déjame satisfacerte a ti primero, jugar con tu cuerpo un poco más... Quiero saborearte toda entera esta noche...
—Alfonso...
Anahí se apoyó sobre los codos y Poncho se tumbó a su lado.
—¿Qué pasa, cara? —preguntó él, sin dejar de acariciar el sexo de ella.
Cuando ella lo miró, gimiendo de placer, él introdujo el dedo dentro de su ardiente carne. Aquello era todo lo que ella necesitaba. El cuerpo de Anahí tembló bajo las manos de Poncho, alcanzando el clímax mientras él se arrodillaba entre las piernas de ella y la penetraba.
Anahí no quería que pudiera ser todavía mejor, pero así fue. Cuando Alfonso la penetró, el placer que ella sintió creció al sentir la necesidad de él. Durante breves momento, los dos cabalgaron al borde del abismo, cayendo en él cuando Alfonso alcanzó la cima del placer.
Anahí sintió que su mente no reaccionaba y dejó que su cuerpo vibrara en el epilogo de una experiencia casi espiritual. Por primera vez, se dio cuenta de la diferencia que había entre acostarse con alguien y hacer el amor. Alfonso le había hecho el amor y el sentir su cuerpo contra el de ella era un privilegio, no una invasión.
‐Lo siento —dijo él, tumbándose a su lado—. Me temo que no he sido muy sensato,
¿verdad?
—¿Cómo dices?
—No he usado ningún preservativo. Me aseguraré de que esto no ocurra la próxima vez ‐
Así que, ¿va a haber próxima vez?
‐¿Qué estás diciendo? Quiero que te cases conmigo. ¿Es que creías que tenía otra cosa en mente?
—No sabía. Tú dijiste que no tenías intención de volver a casarte.
—Era una tontería, ya que no podría soportar el que no estuvieras a mi lado.
‐Entonces, ¿qué importa que no hayamos tomado precauciones? —dijo ella— . Si voy a ser tu esposa...
‐Por eso importa tanto. No quiero correr el riesgo de perderte, por mucho que quiera que me des un hijo...
—Yo no soy Luisa, Alfonso.
—No — afirmó él, besándole los pechos —. Tú significas mucho más para mí que Luisa. No podría soportar perderte.
—No vas a perderme. Tengo las caderas anchas y estoy segura de que no tendré problemas para tener un hijo.
—Yo no quiero correr el riesgo. Si me amas, entenderás lo que siento. Si no...
—Si no, ¿qué?
—Pues tendré que convencerte para que lo hagas. —Sabes que te amo, que quiero casarme contigo... —¿No me reprocharás el hecho de que te niegue el derecho de ser madre?
— Si hay que elegir entre tú y el niño... Supongo que no me queda elección.
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UN HOMBRE PARA DOS MUJERES
Fanfic[ACLARACIÓN: ESTA HISTORIA ES UNA ADAPTACIÓN TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS A SU AUTORA ORIGINAL ] Anahí Puente sólo había esperado encontrar sol y tranquilidad en las vacaciones que iba a pasar con su amiga en Italia, pero se vio envuelta en un torb...