Capitulo 13

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Anahí esperó varios días antes de decidir que tenía que hacer algo sobre lo que Dulce le había dicho. Para empezar, quería decirle a Alfonso lo que pensaba de su «magnánimo» gesto. Pero cuando se tranquilizó un poco, se dio cuenta de lo que aquello podía significar para Giles y se lo pensó de nuevo.
Alfonos parecía haberle atado las manos de tal manera que no había modo de expresar su protesta.
¿Qué podría hacer? Fuera lo que fuese, no podía hacer nada que pusiera en peligro las perspectivas de futuro de Giles por insultar a su benefactor. Entonces, pensó en la marchesa.
La abuela de Alfonso había sido siempre muy amable con ella. Aunque no esperaba que sintiera lo mismo después de lo que ella había hecho antes de las revelaciones de Dulce, confiaba que la anciana no se negara a escucharla.
Pero, ¿cómo podría ponerse en contacto con ella? No tenía el número de teléfono de la Villa di Herrera y algo le decía que no lo podría conseguir tan fácilmente, lo que le dejaba sólo dos opciones. O escribía a la marchesa o iba a Italia a hablar con ella cara a cara.
Evidentemente, ella hubiera preferido la primera opción, pero corría el riesgo de que Dulce, u otra persona, leyeran la carta. No quería que, si se daba el caso, Dulce creyera que estaba intentando de nuevo entrometerse en sus vidas. Como aquello era la última cosa que ella quería hacer, no le quedaba más remedio que marcharse a Italia a ver a la marchesa.
Sin embargo, no quería ver a Alfonso, particularmente entonces y se preguntó si habría alguna manera de averiguar cuando se iban a casar Dulce y él. Pero cuando estaba considerando todos estos particulares, se le ocurrió otro pensamiento. Si Dulce y él estaban en Londres hacía tres días, muy bien podían seguir allí, lo que era perfecto para ella.
Cuando llegó a casa, llamó al Dorchester y rezó en silencio mientras la recepcionista contestaba el teléfono. Le resultó muy sencillo preguntar por la suite de la señorita Calloway. Al ver que la recepcionista no dudaba antes de pasarla, Anahí llegó a la conclusión de que Dulce todavía estaba allí. Y si ella estaba allí, Alfonso estaría con ella, por lo que se dispuso a colgar el teléfono. Sin embargo, antes de hacerlo, oyó que


contestaba un hombre. Sin embargo, no fue hasta después de colgar que a Grace le pareció que aquella no era la voz de Alfonso.
Pero, ¿cómo no iba a ser la voz de Alfonso? ¿Quién más podría ser? Anahí había colgado tan rápidamente que casi no había tenido tiempo de registrar la voz.
Lo había conseguido, se dijo Anahí con un suspiro. Dulce y Alfonso seguían en Londres. Todo lo que tenía que hacer era reservar un vuelo a Pisa y alquilar un coche para que la llevara a la casa de los di Herrera.
Al señor Seton no le agradó mucho cuando Anahí le llamó para decirle que no podría ir a trabajar durante los dos próximos días.
—Pero si acabas de regresar —declaró él, algo molesto—. Espero que no estés de nuevo enferma.
—No, señor Seton. Es... un asunto de familia. Lo siento, pero tengo que encargarme yo misma.
El señor Seton estuvo en silencio durante un momento.
—¿Dos días? —preguntó el hombre por fin.
—Dos días —respondió Anahí, esperando que fuera suficiente, respirando agradecida al oír que él le daba el permiso.
No le resultó nada fácil conseguir un vuelo a Pisa. Era agosto y todos los vuelos estaban reservados. Además, había huelga de los controladores aéreos franceses, lo que no ayudaba en absoluto. Finalmente, consiguió hacerse con una cancelación en Clase Club, en un vuelo que salía a las once menos cuarto de la mañana siguiente.
Después, llamó a su madre para decirle que iba a volver a Italia, pero no explicó el porqué. Prometió que lo haría al regresar.
Anahí pasó las siguientes doce horas pensando si estaba haciendo lo correcto y si la marchesa estaría de acuerdo con ella.
El vuelo pasó sin novedad, pero cuando llegó a Pisa comprobó que era imposible alquilar un coche, se vio obligada a tomar un taxi, por lo que pasó el resto del viaje pensando que las liras que le habían sobrado no le iban a ser suficientes para pagar el taxi. Podía haberle preguntando al conductor, pero no lo hizo. Si el taxista se hubiera negado a llevarla, no sabría lo que habría hecho.
Al final, pagarle al hombre fue más sencillo de lo que había imaginado. Lo que resultó más difícil fue explicarle que Anahí quería que esperara mientras ella hablaba con la marchesa para volver a Pisa. De repente, se oyeron los cascos de un caballo y Anahí se sintió aliviada al ver que Ceci se acercaba a ella, con una expresión anonadada en el rostro.
‐¡Anahí! ¿Qué estás haciendo aquí?—preguntó la joven, después de saludarla con un beso en cada mejilla—. ¿Dónde está mi padre? —añadió, al ver el taxi.
— ¿Me podrías hacer un favor, Ceci? — replicó Anahí, evitando una respuesta—. Estoy intentando explicarle a este hombre que me gustaría que esperara mientras... mientras yo hablo con tu bisabuela.
‐¿Con la abuela? ¿Por qué? ¿Es que le ha pasado algo a mi padre?
‐Por lo que yo sé, no —replicó Anahí— . Por favor, ¿te importaría decirle a este hombre que quiero volver a Pisa esta noche?
‐¿A Pisa? —preguntó Ceci. Luego, como si se impacientara por la curiosidad del hombre, le dijo algo en italiano.
Anahí no entendió lo que le dijo, pero el hombre se llevó una mano a la frente y se metió en el taxi. Y se marchó. Luego, Ceci le entregó las riendas del caballo a uno de los jardineros y tomó por el brazo a Anahí.
‐La abuela está descansando —dijo Ceci.


—Ceci, ¿qué le has dicho a ese hombre? —preguntó Anahí, esperando que le hubiera dicho que se fuera a comer algo al pueblo durante media hora mientras ella terminaba. Pero no fue así.
—Le dije que tenías otros planes para volver a Pisa —confesó la joven, tan tranquila—. Y así será. Ahora, vamos a sentarnos a la loggia. Estoy segura de que te mueres por beber algo fresco.
‐Ceci, sabes que no puedo quedarme aquí...
— Sé que la abuela se enojaría mucho si supiera que has rechazado su hospitalidad. Ahora siéntate aquí mientras yo voy a decirle a la signora Carlucci que tenemos una invitada para cenar.
‐No.
Pero Ceci se marchó sin escucharla. Anahí no se sentó, ya que sentía que no había hecho otra cosa en todo el día, pero se quitó la chaqueta, sintiéndose mucho más aliviada.
Anahí estaba de pie al lado de las ventanas, mirando la vista cuando oyó una voz que decía:
‐¿Anahí?
Al darse la vuelta, Anahí vio a la marchesa apoyada en su bastón al lado de la puerta. Luego, como si se hubiera asegurado de que no estaba alucinando, entró lentamente en la habitación.
‐Me parecía haber oído un coche. ¿Dónde está Alfonso?
Aquella era la segunda vez que alguien le sugería que ella debía saber dónde estaba Alfonso.
‐Yo... yo supongo que está todavía en Londres. Marchesa, espero que me perdonarás por haber venido aquí.
A juzgar por la expresión en el rostro de la anciana, ella estaba algo confusa.
—Supongo que fue Ceci la que te recibió —dijo la mujer, sentándose en una silla—. Es mejor que nos sentemos. Así me podrás explicar lo que querías decir con eso.
—Probablemente debería explicarlo todo...
‐Sí, eso es lo que espero que hagas. ¿Has pedido el té?
—Creo que Ceci... —respondió Anahí, acercándose a la anciana—. No creo que lo entienda.
—Estoy segura de que no. Siéntante, hija. Soy demasiado vieja para tener que mirarte desde abajo.
—Lo siento —dijo Anahí, dejándose caer en una de las sillas Debería haber esperado hasta mañana por la mañana, pero sólo dispongo de un par de días.
—En primer lugar, díme por qué has dejado a lfonso en Londres.
‐¿Cómo? Yo no he dejado a Alfonso en ninguna parte.
—Pero, ¿lo has visto?
‐Sí, hace algún tiempo — admitió Anahí, de mala gana—. Pero no es por eso...
—¿Por lo que estás aquí? Perdóname querida, pero no entiendo nada. Alfonso se marchó a Londres ayer, sólo para verte.
— ¿Cómo dice? Creo... creo que debe de estar equivocada.
—¿Yo? Ceci —dijo la anciana aliviada, al ver que la joven entraba en la habitación— . Tu padre dijo que iba a ver a — se interrumpió, haciendo gestos en dirección a Anahí—.
¿Verdad?
— Sí, abuela.
— ¡Gracias a Dios! —declaró la mujer—. Tenía miedo de estar volviéndome loca.
—No, abuela. He pedido que nos traigan algo frío Anahí y té para ti.


—¿Qué haría yo sin ti, querida? Así que — añadió, volviéndose a mirar a Anahí—, has dicho que no has venido aquí porque Alfonso te haya invitado. ¿Puedo preguntarte cuándo te marchaste de Inglaterra? ¿Fue esta mañana?
— Sí, esta mañana —respondió Anahí — . Hablé con Dulce hace unos pocos días. Ella está en Londres también, como supongo que sabréis. Probablemente, Alfonso está con ella.
Ni la marchesa ni Ceci comentaron nada sobre su interpretación de los hechos, pero Anahí vio la mirada que se cruzaron con un sentimiento de incomodidad. Tenía el presentimiento de que había ocurrido algo que ella desconocía.
La aparición de la doncella con la bandeja rompió el silencio que se produjo entre ellas. Anahí tomó el vaso de limonada helada que le ofreció con mucho gusto. Tenía mucha sed y la tensión le golpeaba en la cabeza como un martillo. Esperaba no tener un dolor de cabeza cuando volviera a Pisa aquella noche.
—Entonces, querida —prosiguió la marchesa—, tal vez podrías explicarnos lo que te ha traído aquí. No es que no me alegre de verte, pero tengo algo de curiosidad...
Anahí dejó el vaso encima de la mesa y miró a Ceci, un gesto que la marchesa entendió enseguida.
‐Ve a decirle a la señora Carlucci que tenga una habitación preparada para nuestra invitada, Ceci —le dijo la anciana a su bisnieta—. Ahora —añadió la mujer, cuando estuvieron a solas— , ya puedes hablar con toda libertad.
—No sé por dónde empezar.
‐A pesar de lo que tú digas, me doy cuenta de que esto es sobre mi nieto. Cuéntame,
¿qué ha hecho ahora?
‐Lo trata como si fuera un niño pequeño.
—No, pero tal vez sea un adulto demasiado inocente. Ya lo veremos, ahora, cuéntame.
‐Cuando... cuando Alfonso vino a verme hace unas pocas semanas, yo sin darme cuenta, le revelé un asunto de familia.
‐¿Un asunto de familia?
—Eso es. Mi cuñado ha sido despedido de su trabajo.
‐¿Y ése es el secreto de familia?
—En parte. A Giles, mi cuñado, le gusta apostar.
—No hay necesidad de entrar en detalles, querida.
‐Sí que la hay. Por eso le despidieron. Porque, tomó... prestado... algo de dinero de la empresa.
‐Ah. Pues tiene suerte de que sólo le hayan despedido. No todos los jefes son tan generosos.
—Y así fue. Iban a denunciarlo, y probablemente Giles tendría que haberse enfrentado con una acusación formal.
‐¿Tendría que haberse? ¿Y ya no es así?
—No.
‐¿Y eso es por algo que Alfonso ha hecho? Pero no parece que esto sea de tu agrado.
¿Hay algo más que yo debería saber?
‐No es algo de lo que me gustaría hablar, pero no creo que Alfonso debiera haber interferido. Especialmente cuando no... cuando no tenía nada que ver con él.
—Entiendo —replicó la anciana, algo pensativa—. Pero, como ya sabes, Alfonso no está aquí.
‐Yo no he venido a ver a Alfonso. Quería... esperaba que accedieras a que yo devolviera esa suma.
‐Pero todo esto no tiene nada que ver conmigo.
—Lo sé, pero preferiría no tener que hablar de esto con Alfonso.


Se produjo otra pausa y Anahí la aprovechó para tomar un sorbo de limonada. Tenía la sensación de que su sugerencia no contaba con la aprobación de la anciana y estaba segura de que le iba a decir que hablara el asunto con Alfonso. Entonces, entró el mayordomo para encender las luces y Anahí aprovechó para levantarse.
‐Estoy segura de que ahora preferirá que me marche —dijo Anahí, tomando su bolso—. Si pudiera utilizar el teléfono...
—¿De qué estás hablando, querida? Pensé que lo había dejado muy claro. Vas a pasar la noche en esta casa. No quiero ni oír que vayas a volver a tu hotel a estas horas. Si me das la dirección, haré que Aldo vaya a recoger tu equipaje.
—No estoy en ningún hotel.
‐Entonces, mucho mejor. ¿Dónde está tu maleta?
—No he traído maleta —admitió Anahí— . Sólo tengo una muda de ropa interior.
— ¡Cómo sois los jóvenes! Muy bien, Ceci te prestará todo lo que necesites. Estoy segura de que tiene algo en su guardarropa que te podrás poner esta noche. Ya sabes que cenamos a las nueve.
‐Pero...
—Ya hablaremos más tarde —dijo la anciana, firmemente—. ¿Te importa tocar la campana? Estoy segura de que la señora Carlucci ya te tendrá la habitación preparada.
Anahí se sintió algo incómoda cuando la doncella la acompañó a su habitación. Una vez más, la acomodaron en el ala este y se sintió algo más tranquila al ver que eran las mismas habitaciones que ya había ocupado antes. Debería haber sentido amargura y traición, pero, sin embargo, sólo sentía familiaridad. Se dio cuenta de lo mucho que había deseado volver allí y se preguntó si sería por eso por lo que no había intentado ponerse en contacto con la marquesa de otro modo.
Se duchó y se cambió de ropa interior. Estaba sentada secándose el pelo cuando oyó que alguien llamaba a la puerta. Era imposible que fuera Alfonso, ya que él estaba todavía en Londres.
—Entre.
Era Ceci. La joven llevaba un montón de prendas debajo del brazo y entró en la habitación con una sonrisa.
—La abuela me ha dicho que necesitabas algo que ponerte para cenar —explicó la joven, señalando la ropa—. No sé si te va a servir algo de esto. Me temo que no te serviría nada de lo mío.
—De verdad, no deberías haberte molestado...
—¿Cómo dices? ¿Y consentir que la abuela me dijera que la había defraudado? Ni hablar. Además, habría sido un placer hacerlo. Pero me temo que no te serviría nada de lo mío ya que no soy tan alta ni... con tantas curvas como tú.
‐Entonces, ¿de dónde sacaste todo esto? —preguntó Anahí, admirando el tejido de una hermosa falda.
—Eran las ropas de mi abuela, de la madre de mi padre — admitió Ceci.
— ¡Las ropas de tu abuela! Bueno, es muy amable por tu parte, pero...
—Están en un estado excelente —protestó Ceci enseguida, habiendo interpretado mal a Anahí — . Se airean y se planchan con frecuencia....
‐Yo no me refería a eso...
—La abuela siempre me dice que va a enviarlas a la iglesia o algo parecido. Supongo que, para un coleccionista, tendrían algún valor...
‐Ceci... ¡Las ropas son preciosas! Y me siento muy halagada de que me las hayas ofrecido, pero... yo no podría ponerme las ropas de tu abuela. No estaría bien.
—No creo que mi padre estuviera de acuerdo contigo.


—Ceci...
—De verdad. Él no recuerda a su madre con ellas puestas. Y la abuela dice que las dos deberíais ser de la misma talla.
Anahí no sabía qué decir. No quería ofender a la chica, pero no entendía lo que estaba haciendo la marchesa, llenándole la cabeza a la joven con aquellas tonterías. Tal vez era otra artimaña en contra de Dulce, pero con el bebé que ella llevaba en las entrañas, el asunto estaba completamente fuera de su control.
—Mira —dijo Anahí— . Me halaga mucho que tú y tu abuela me ofrezcáis la oportunidad de ponerme uno de estos vestidos, pero...
—¿Es que no te gustan?
—Claro que me gustan. Pero no me corresponden, ¿es que no te das cuenta? Se las deberías estar ofreciendo a Dulce, no a mí.
—Dulce se ha marchado —respondió Ceci—. La abuela me dijo que no debería decirte nada, pero creo que deberías saberlo.
Anahí la miró sin comprender. Ya sabía que Dulce se había marchado. Nunca olvidaría aquella horrible escena de la suite del Dorchester. Pero, ¿por qué le habría dicho la marchesa a Ceci que no se lo comentara cuando sabía que ella la había visto en Londres?
—No creo que eso importe —dijo Anahí, al ver la ansiedad en el rostro de la joven. Evidentemente, Ceci se arrepentía de lo que había dicho—. Mira, no mencionaré nada de esta conversación. Olvidemos que se ha producido, ¿de acuerdo?
Ceci se encogió de hombros, en un gesto que podría haber significado cualquier cosa. Entonces, la joven extendió una mano y le tocó el pelo.
—Tienes tanta suerte por tener un pelo como éste — dijo Ceci—. El mío no crece nada. Además, siempre he querido ser rubia.
—Tu pelo es muy bonito —protestó Anahí—. Créeme, las rubias no tienen más oportunidades.
—¿Tú crees?
‐Claro que sí. Y estoy segura de que lo sabes perfectamente. No puedes haber pasado tu primer año en la universidad sin haber conseguido un buen número de admiradores.
‐Bueno, puede que haya habido un par de ellos...
‐¿Incluye eso el joven del que habló tu padre?
—Domenico —explicó la joven, riendo— . Supongo que es agradable, pero es demasiado serio. No sé si me comprendes...
— Claro. Ahora — dijo Anahí, turbada al ver que ella la miraba de la misma manera que su padre—, si me disculpas, tengo que secarme el pelo...
‐Te pondrás uno de estos vestidos, ¿verdad? —insistió Ceci— . A la abuela no le gusta que le lleven la contraria.
Anahí estaba segura de eso, ya que su nieto era tan arrogante como ella. Además, no podía bajar a cenar con las mismas ropas con las que había venido de Inglaterra. Después de que Ceci se marchara, Anahí examinó las prendas con interés. La joven no había podido elegir nada en particular. Además de la falda que había admirado antes, había un vaporoso traje de pantalón de crepe, dos vestidos de cóctel y una túnica profusamente bordada. Anahí se dio cuenta de que aquella tenía que ir con la falda.
Pero la prenda que más atrajo su atención fue un traje largo de gasa muy transparente. Era muy sencillo. Sólo tenía unas delicadas mangas de farol y un escote redondo. El cuerpo se ceñía suavemente hasta la cintura, antes de caer, completamente recto. Igualmente, había un delicado forro para ponerse debajo. El color del vestido era una mezcla de gris y verde, y era mucho más sutil que los otros.


Tan pronto como se lo probó, Anahí supo que aquél sería el que se pondría. La marchesa debía haberse imaginado que no sería capaz de resistir una prenda tan preciosa. Le estaba a la perfección, destacando sus curvas con una elegancia que le hacía parecer una estatua.
Anahí pensó en dejarse el pelo suelto, pero se dio cuenta de que aquello no iba con lo que llevaba puesto. Un recogido le hubiera ido estupendamente, pero dudaba que su rebelde melena aceptara estar confinado de aquella manera. Al final, se hizo una trenza algo suelta entrelazada con un fino pañuelo de seda que encontró entre las ropas y se vio gratamente sorprendida al mirarse al espejo. Tanto el vestido como el peinado le daban un aspecto ligeramente medieval y completó el atuendo con sus propias sandalias.
Sin embargo, se sentía algo avergonzada al salir de la habitación. A pesar del forro, Anahí nunca había llevado algo tan sugerente. Sin embargo, tenía que reconocer que el vestido tenía una clase que dejaba muy claro que lo había confeccionado un maestro. Era distinguido y atractivo, sin caer en lo evidente.
La loggia estaba envuelta en penumbras cuando Anahí llegó. Durante un momento, le pareció que el lugar estaba completamente desierto, por lo que Anahí no pudo dejar de preguntarse si se habría equivocado con respecto al lugar de la cena. Sin embargo, algo se movió entre las sombras.
—Hola, cara —dijo Alfonso suavemente—. Me atrevería a decir que nunca te he visto tan guapa como esta noche—. Doy gracias a Dios porque le dijeras a tu madre dónde ibas.

UN HOMBRE PARA DOS MUJERESDonde viven las historias. Descúbrelo ahora