Capítulo 9

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Anahí no volvió a dirigirle la palabra a Alfonso hasta que estuvieron en el coche y, cuando lo hizo, habló con sentimiento de profundo desprecio.
—Supongo que por eso me trajiste aquí —le dijo ella secamente—. Qué pena que el pastor viniera también para estropearte los planes.
—Yo no tenía ningún plan —respondió él, que, por una vez, no parecía tener una respuesta preparada—. Abróchate el cinturón. La carretera es igual de mala al bajar que al subir.
—Eso ya lo sé.
Sin embargo, lo que había pasado le había quitado el miedo por su propia seguridad. Incluso había veces durante el dificultoso descenso en las que deseó que Alfonso no fuera tan buen conductor. Un movimiento descuidado del volante y se precipitarían al espacio, con la certeza de una muerte segura. Si no hubiera sido por su madre, no habría tenido nada que perder. Anahí había perdido todo el respeto que sentía por ella misma.
—¿Qué aspecto tengo? —preguntó, mirando a Alfonso cuando ya estaban cerca de las verjas de la casa.
‐Como siempre —respondió él, con voz sombría—. Hermosa...
‐No es a eso a lo que yo me refería —le espetó ella, con frustración— . No ando en busca de cumplidos. ¡Especialmente no de ti! Quiero que me digas sinceramente el aspecto que tengo. ¿Será alguien capaz de adivinar...?


‐¿... que te he estado besando? —le interrumpió Alfonso— . ¿Es eso todo lo que te preocupa? ¿Que alguien lo descubra?
‐Sinceramente, sí. Lo sabía, sabía que nunca debería haber salido contigo. Fuera lo que fuera lo que tu abuela hubiera pensado, debería haberme atenido exclusivamente a lo que a mí me parecía.
—¿Por qué? ¿Es que no te ha gustado nada de lo que ha pasado entre nosotros?
‐No...
—¿Ni siquiera el halcón?
—Oh... Bueno, sí, ver al halcón ha sido muy emocionante, pero... pero ¿cómo iba yo a saber que lo ibas a utilizar para... para... ?
‐¿Conseguirte? —le sugirió él, con ironía—. Baja al mundo real, Anahí. Yo no sabía que te ibas a poner a practicar puenting, pero sin la cuerda.
—Debería haberme imaginado que ibas a burlarte de mí —dijo ella, con resentimiento.
‐Yo no me estoy burlando de ti —protestó él — . Pero en lo que a mí respecta, hay conclusiones mucho más importantes que pensar si me aproveché de la situación o no.
—Oh, sí, claro. Por ejemplo, lo que vas a hacer con Dulce.
—¿Con Dulce? —exclamó él, genuinamente sorprendido— . No, Anahí. Julia no. Tú. Lo que voy a hacer contigo. Es algo que nunca había pensado tener que afrontar, pero ahora debo hacerlo.
—No te molestes —exclamó Anahí, aterrorizada ante la idea de que fuera a decirle a Dulce que pensaba dedicarle todas sus atenciones sólo a ella. Sin embargo, ya estaban pasando a través de la avenida de los árboles, por lo que no era el momento de empezar aquella conversación, por lo que Anahí no pudo hacer nada más que clavarse las uñas en las manos—. Todavía no me has dicho el aspecto que tengo.
—Estás bien —replicó él secamente —. Estás bien. ¿Qué preferirías que te dijera? ¿Que cualquiera que te mire va a saber lo que hemos estado haciendo?
‐¿Crees que será así?
‐Pronto lo descubriremos. Parece que tenemos un comité de bienvenida esperando en la terraza.
Ella pensó que Poncho sólo estaba intentando asustarla, pero efectivamente, así era. Todos estaban allí: la marchesa, Ceci, el tío Paolo... e incluso Dulce.
Dulce quería morirse. Esperaba haber podido llegar a su habitación sin ver a nadie, pero aquello era un sueño imposible. Nada pasaba en aquella casa sin que se enterara la marchesa y, a juzgar por la expresión de satisfacción en su rostro, no había perdido el tiempo en decirle a Dulce dónde se habían ido.
Alfonso aparcó el coche al lado de la terraza y miró a Anahí con resignación justo antes de salir del coche.
‐No es culpa mía —dijo él, volviéndose para saludar a Ceci, que se había acercado a ellos corriendo.
—¿Dónde habéis estado? —preguntó la muchacha—. Habéis tardado mucho. El tío Paolo estaba seguro de que habíais tenido un accidente.
—Pero si ya sabes dónde hemos ido. La abuela te lo ha dicho.
‐Oh, sí — dijo Ceci, sonriendo al ver que se acercaba Anahí—. Ella me dijo que habíais ido a San Emilio. Ojala me hubierais dicho dónde ibais. Me habría ido con vosotros.
‐No —replicó Alfonso, ante la mirada de sorpresa deAnahí —, ¿Es que te has olvidado, cara? El coche puede llevar sólo a dos personas.
‐Oh... Bueno, podríamos habernos llevado uno de los otros coches —insistió la muchacha— . El Rolls, o el Mercedes...


—Ah, claro. Seguro que la abuela habría estado encantada con que me llevara uno de sus coches al monasterio.
—Tal vez tengas razón.
Evidentemente, Ceci se dio por rendida, por lo que subieron los escalones a la terraza. Al verlos subir, Dulce se levantó de la silla. Pero, antes de que ella pudiera decir nada, la marchesa tomó la iniciativa.
—¡Estás muy arrebolada, querida!—exclamó la anciana, mirando a su nieto con reprobación— . Alfonso, espero que no hayas tenido a Anahí mucho tiempo al sol.
‐De verdad, me encuentro bien — dijo Anahí.
‐Estoy seguro de que Anahí te dirá que he cuidado muy bien de ella —murmuró Poncho, mientras se inclinaba a besar a su abuela—. Pero en un coche descapotable...
‐Es cierto —respondió la marchesa—. Tal vez te gustaría refrescarte un poco antes de comer, Anahí. Estoy segura de que todos podemos esperar unos minutos más antes de comer.
‐Así es —respondió Anahí, tremendamente agradecida, por lo que se dirigió inmediatamente a la puerta—. Gracias...
Unos minutos más tarde, cuando se miró al espejo, Anahí descubrió que no estaba tan mal como esperaba. Estaba algo sonrojada, pero no era una tragedia. Lo que la desconcertaba más era el inusual brillo de los ojos. En caso de que alguien lo notara, se los lavó bien con agua fría.
Al regresar, vio, sin saber cómo sentirse, que Poncho estaba charlando con Dulce. Tal vez se estuviera disculpando, pero tal vez fuera todo lo contrario. Después de la manera en que se había comportado, no podía mirar a su amiga a los ojos, y tampoco podía echarle toda la culpa a Alfonso por lo que había pasado. Dulce tenía todo el derecho a despreciarles a los dos y tan pronto como terminara aquel fin de semana, Anahí decidió volver a Inglaterra.
Anahí encontró la oportunidad que había estado buscando después de almorzar. La marchesa se echaba la siesta por la tarde, lo mismo que el tío Paolo. Alfonso tenía que ocuparse de algunos asuntos de la finca y Ceci desapareció, dejando a las dos mujeres en la loggia.
‐¿Se lo dijiste?
—¿Decirle? —preguntó Anahí, muy sorprendida—. ¿Decirle qué?
—El por qué me quedé en la cama —replicó Dulce, secamente.
—No. Yo sólo dije que tenías un dolor de cabeza, eso es todo —respondió Anahí, muy aliviada.
—Vaya... Entonces, ¿por qué estuvo Poncho tan solícito con respecto a mi estado de salud cuando regresasteis?
‐Bueno... No sé. Supongo que estaba preocupado por ti —sugirió Anahí, que no sabía qué decir—. ¿Qué te parece a ti?
‐No sé. Hay veces que no le entiendo. Bueno, supongo que porque es casi del todo italiano.
—¿A qué hora te levantaste? —preguntó Anahí, para cambiar de tema.
—Oh, no. No vamos a dejarlo así. Quiero que me digas a lo que estabas jugando al marcharte con él de esa manera. No tenías por qué monopolizar todo su tiempo. Cuando bajé las escaleras, me sentí como una intrusa.
—Lo siento.
— Menos mal. Yo no te traje aquí para que me hicieras la vida más difícil de lo que ya es. Todavía no me has dicho por qué te marchaste con Alfonso. ¿Le pediste que te llevara de excursión?


— ¡Claro que no! Pero él mencionó el monasterio y la marchesa...
‐¡Por supuesto! Debería haberme imaginado que la vieja había tenido algo que ver.
¡Pobre Alfonso! Me apuesto a que ella le puso en el compromiso, ¿verdad? Es lo que hace siempre.
Anahí no respondió. Si aquello era lo que Dulce prefería creer, no iba a ser ella la que la contradijera.
—Recuerda lo que pasó cuando volvisteis — continuó Dulce—. No fue culpa de Alfonso que tú fueras tan estúpida como para marcharte sin sombrero, pero su abuela se lo recriminó a él. ¡Cuánto antes se la lleven al asilo, mejor!
‐Pero... — empezó Anahí, que quería decir que Alfonso nunca permitiría eso, pero se lo pensó mejor.
¿Qué sabía ella de Alfonso? Sólo lo que él le había contado. Y si la mitad de lo que Dulce le   había contado sobre su relación era cierto, entonces no le conocía en absoluto.
‐Lo digo en serio. Esta casa no es lo suficientemente grande para las dos y si Alfonso y yo nos vamos a casar...
—¿Estás segura de que eso es lo que quieres hacer? Te lo digo en serio —añadió Anahí, al ver la mirada de desaprobación de su amiga—. Estas personas, bueno, son muy agradables, claro, pero ¿de verdad crees que serías feliz viviendo aquí? Esto no es a lo que tú estás acostumbrada. Siempre creí que preferías la ciudad al campo, y aquí no hay discotecas...
—Las hay en Portofalco. Al menos, hay lugares con música Y, además, Alfonso tiene un apartamento en Florencia. Se alojaba allí cuando le conocí...
‐No creo que te lo hayas pensado lo suficiente...
—¿A qué te refieres?
‐Vas a tener un hijo, Dulce. Alguien va a tener que cuidarlo, por no mencionar el hecho de que tendrás que darle el pecho...
— ¡Si te crees que le voy a dar el pecho a mi hijo, estás lista! Mi hijo tendrá una niñera, que le dará el biberón desde el principio.
‐¿Y si Alfonso no está de acuerdo con todos tus planes? ¿Entonces, qué?
—¿Qué es todo esto? ¿Es que te ha dicho algo?
‐¿Alfonso? ¿Qué podría decirme él? Ni siquiera sabe que el bebé existe, ¿verdad?
‐Claro que no —replicó Dulce—. Entonces, ¿por qué te parece que sabes tanto de repente? ¿Es que el hecho de que estés haciéndole la pelota a la marchesa te da derecho a meterte en mis asuntos?
—No. Yo no he estado haciéndole la pelota.
—¿De verdad? Entonces, ¿cómo te explicas que siempre hable en inglés cuando tú estás delante?
‐No lo sé. Tal vez porque sabe que yo no entiendo el italiano. Y tú sí.
—¿Cómo iba a saber ella eso? Yo no recuerdo habérselo dicho.
‐Bueno... Tal vez se lo hayas dicho a Alfonso...
‐Sí, puede ser — admitió Dulce— . En cualquier caso, no es de esto de lo que estábamos hablando. ¿Por qué tienes tantas dudas sobre si Alfonso y yo deberíamos casarnos?
¿Qué tiene esto que ver contigo?
— Sólo quiero estar segura de que sabes lo que estás haciendo —dijo Anahí, con un suspiro—. ¿Se lo has dicho a tu madre?
—¡A mi madre!—exclamó Dulce, con desprecio—. ¿Desde cuándo hemos discutido algo Madeline y yo? ¿Es que te crees que quiero ser como ella? Olvídalo.
Anahí se encogió de hombros, reconociendo que tal vez no había sido una buena sugerencia. Los padres de Dulce se separaron cuando ella era una niña, y realmente,


nunca había conocido a su padre. Madeline Calloway le había dejado a su hija a cualquiera que se la cuidara y para cuando Dulce era una adolescente, se habían convertido prácticamente en desconocidas.
‐De todas maneras —continuó Dulce— , ¡claro que sé lo que estoy haciendo ! Me voy a casar con Alfonso. Sería una estúpida si no lo hiciera.
‐¿Porque estás embarazada?
—Bueno, eso me parecería una razón suficiente, ¿no te parece? ¿O es que me vas a sugerir que es mejor que sea madre soltera? Ni siquiera estoy particularmente interesada en ser madre, si te digo la verdad... Sólo quiero saber que, pase lo que pase, nunca más tendré que preocuparme por mi futuro.
‐Estás hablando de dinero, ¿verdad?
‐Claro. ¿Te haces una mera idea de la fortuna de los di Herrera?
‐Supongo que será enorme.
—Y no te equivocas. Piensa en ello. Sólo esta casa debe costar millones de liras.
‐Entonces, no es mucho —se burló Anahí.
‐De acuerdo. Entonces, millones de libras. Tú eres la experta. Seguro que sabes que sólo las obras de arte valen un dineral.
—¿Y qué?
—¿Cómo que «y qué»? Venga ya, Anahí. ¿Es que acaso rechazarías tú una oferta como ésta?
‐¿Es que ya te ha pedido que te cases con él? —preguntó Anahí, algo temerosa.
‐No. Poncho es demasiado listo para eso. Sé que no va a ser fácil, a pesar de lo que he dicho antes. Desde el principio, me dejó muy claro que no tenía intención de volver a casarse.
— ¡Oh, Dulce!
—No me mires así, Anahí. Todos los hombres son iguales en cuanto al matrimonio. Eso ya lo deberías saber. De hecho, Ray, mi primer marido, tampoco se quería casar. Me temo que las mujeres causamos ese efecto en los hombres. Además, supongo que tú ya habrás decidido no hacerlo. Dulce fue muy dura, pero Anahí no podía culparla.
Además, era cierto. Los hombres, incluido Alfonso, sólo buscaban una cosa en ella, lo que hacía que la idea de que él pudiera casarse con Dulce muy desagradable. ¿Cómo podría su amiga confiar en alguien como él?
—Creo que estarías cometiendo un grave error —dijo Anahí—. Piénsatelo, Dulce. Sabes que yo te ayudaré en lo que pueda.
‐¿Cómo?—preguntó Dulce, con ironía—. ¿Añadiéndome a tu lista de buenas causas? No, gracias, Anahí. Creo que ya tienes más patos cojos de los que puedes manejar.
‐¡Mi madre no es ningún pato cojo!
—Bueno, siempre has tenido más en cuenta las relaciones familiares que yo. Lo que me recuerda algo. ¿Qué te pareció la mocosa ésa? Yo preferiría que no estuviera siempre alrededor de Poncho. Ella y la vieja son un par de lagartas.
‐Pues a mí me ha caído bien. Y, al estar estudiando fuera, es natural que quiera pasar el mayor tiempo posible con su padre cuando está en casa.
—Vaya, pues esta mañana os deshicisteis muy bien de ella —le espetó ácidamente Dulce—. Oh Dios. Aquí viene esa niñata. Creo que me voy a ir a darme un baño.

UN HOMBRE PARA DOS MUJERESDonde viven las historias. Descúbrelo ahora