XXI

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El camino de vuelta me pareció corto, quizá mis piernas tuviesen nuevas fuerzas. Gelanor había puesto los moluscos en una balsa de piedra junto a la costa llena de agua salada, para que sus padres los vendieran a los fenicios cuándo estos llegasen. Había reunido muchísimos; casi llenaban la balsa entera.

—Es mejor que cultivar la tierra —dijo—. El tinte mismo vale diez o veinte veces su peso en oro.

Yo había elegido dos múrices de los más grandes para enseñárselos a Menelao, y los transportábamos con mucho cuidado en una jarra llena de agua y sellada. Ahora yo miraba con ansia el paisaje a través del cual andábamos, mientras los guardias nos seguían a una respetuosa distancia. Subíamos por las colinas que rodeaban Gitio, y luego, al pasarlas, el mar desapareció de la vista. Robles y tejos crecían en las lomas, señalando obstinadamente hacia el cielo. Oí las esquilas de los rebaños de cabras que ramoneaban en las colinas; vi a los pastores que dormían bajo los árboles, sesteando en las sombras.

—Paremos un poco —le pedí a Gelanor. Tenía un deseo avasallador de sentarme en aquella colina junto a los cabreros, no sé por qué. Él me miró con curiosidad.

—Pero si acabamos de partir —dijo—. ¿Ya estás cansada?

—No, no estoy cansada.

—¿Qué ocurre, entonces?

—Sólo quiero quedarme aquí unos momentos —contesté, y me senté. Apoyada contra el tronco de un viejo mirto, el árbol sagrado de Afrodita, cerré los ojos. El sonido tintineante de las esquilas resonaba como liras en el aire. Un olor acre y dulce a tomillo salvaje rondaba en la brisa.

De repente, tiempo y lugar se desvanecieron, como me había ocurrido en la cueva. Mantuve los ojos cerrados (¿no me había dicho Afrodita que interferían con los demás sentidos?) y procuré tranquilizar la carrera de mi corazón. Dejé que mi mente volase, libre; olí los aromas que me rodeaban, oí los sonidos, noté la tierra dura y pedregosa bajo mis pies. A mi alrededor vi otra montaña, mucho más alta, con praderas verdes y flores silvestres y mariposas que revoloteaban; oí el ruido gorgoteante de un arroyo que caía en una poza; noté su frescor sombreado. De algún modo también olía el ganado, su aroma espeso y caliente, y oía a los animales, un sonido bajo, muy diferente de los balidos de las cabras y las ovejas. Y entonces vi, de alguna forma, en mi mente, en aquel sueño de vigilia, a un pastor dormido y soñando, con la cabeza apoyada en una almohada de verde hierba y flores del prado. Sonreía. Y vi dentro de su sueño, y en él unas diosas desfilaban ante él, tres diosas.

En el sueño del hombre, éste se levantaba y hablaba con Afrodita. Yo no oía lo que se decían, pero todo fueron sonrisas y acuerdos. Luego todas las diosas desaparecieron y el hombre se despertó, rodó de lado y luego se sentó. Se cogió las rodillas con las manos y suspiró.

—Debemos irnos —dijo Gelanor—. Nos queda un largo día de marcha.

Sí. Debíamos irnos. Me puse en pie, con aquellas imágenes todavía bailando en mi mente. Aquellas diosas, aquel pastor, la empinada montaña con sus arroyos que formaban cascadas..., ¿qué tendrían que ver conmigo? A medida que bajábamos por las colinas, que ni siquiera eran verdaderas montañas, los campos y bosques a nuestro alrededor eran muy distintos. Se había puesto el sol hacía mucho cuando llegamos a Esparta. El último trayecto subiendo la colina hasta el palacio parecía muy largo, ya que llegaba al final del viaje. Mientras pasábamos por las puertas, vi los caballos de Agamenón y su carro en el patio exterior, y noté el olor a carne asada. Teníamos visitantes, y oficiales.

Estaba dominada por el cansancio. Tenía los pies polvorientos y doloridos por el viaje, y lo único que deseaba era pedir que me llevasen algo de cenar discretamente a mis aposentos y retirarme. Me volví hacia Gelanor.

Helena De TroyaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora