Clitemnestra había venido para una de sus frecuentes visitas y estábamos sentadas juntas bajo el árbol de Hermíone. O quizá «debajo» sea un poco exagerado: en los cinco años transcurridos desde que se había plantado, había crecido más que mi cabeza, pero sus ramas inferiores todavía se hallaban demasiado cerca del suelo para que nos encontrásemos directamente debajo. Estábamos echadas en la blanda hierba del prado que quedaba junto al árbol en una agradable comida campestre, contemplando a nuestras hijas, que jugaban en la colina debajo de nosotras, corriendo y tirándose una pelota. Ifigenia tenía ocho años; Hermíone, cinco.
—Ah, es una buena corredora, como tú —dijo Clitemnestra—. Mira cómo supera a Ifigenia.
Las dos niñas corrían lo más deprisa que podían, entre la hierba. Yo temblé, recordando a mi envenenadora.
—Mis días de carreras terminaron ya, me temo —dije. En realidad era una lástima que las competiciones de las mujeres terminasen con el matrimonio.
Clitemnestra me parecía algo inquieta, y declinó el resto del vino. Así fue como lo supe.
—¡Ah, estás embarazada!
Ella asintió.
—Sí. Agamenón está encantado, por supuesto, pero espera un hijo, al que quiere llamar Orestes..., «el montañero». Sólo Zeus sabe por qué ha elegido semejante nombre. Él no procede de las montañas.
—Quizá crea que el nombre de alguna manera puede provocar el hecho. Que Orestes pueda escalar altas montañas.
Ella se echó a reír.
—Sólo quiere un hijo guerrero. Creo... que está ansioso de que haya una guerra. Se aburre, me parece. Supervisar un reino pacífico no le satisface.
Lo que más deseaban todos los gobernantes era la paz, pensé yo, profundamente agradecida de que en los cinco años que Menelao llevaba como rey de Esparta las cosas hubiesen estado tranquilas.
—Por supuesto, no soporta con paciencia la privación —dijo ella, muy bajito.
Yo sabía lo que quería decir, y el habitual ramalazo de celos me invadió. Quería decir que ella y Agamenón, en la cama... Pero no podía pensar en aquello.A lo largo de los años, había intentado disimular mi frialdad en el lecho ante Clitemnestra, creyendo que era una forma de deslealtad hacia Menelao revelárselo. Lo que pasara (o no pasara) entre nosotros en la oscuridad era privado. Pero cada vez me resultaba más y más duro fingir, especialmente cuando se suponía que conocía cosas que en realidad desconocía. Se me daba muy bien fingir, pero me resultaba odioso.
—¡Sí! —Intenté esbozar una sonrisa cómplice.
—Me temo que se satisfará con alguna de las esclavas de palacio —murmuró ella.
—Si es así, la olvidará al momento en cuanto vuelva de nuevo a ti. —Ah, por favor, teníamos que dejar aquel tema antes de que...
—¿Nunca has tenido ese problema con Menelao? —Sus ojos buscaron los míos.
—Yo..., yo... —Notaba que la sangre me invadía las mejillas. Ella se echó a reír.
—¡Ah, perdóname! Olvidaba que eres muy modesta. Debes de estar por encima de estas... reticencias. —Hizo una pausa—. Al fin y al cabo, tienes veintiún años y llevas casada ya seis años. ¿De qué otra cosa podemos hablar nosotras, las mujeres casadas?
¡Pues de cualquier cosa!, pensaba yo. ¡Por favor, de cualquier otra cosa!
—Bueno, de nuestros hijos... Veo que Ifigenia es una niña muy buena, pero los poemas que compone para acompañarse con la lira son..., ¡bueno, Apolo debe de inspirárselos!
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Helena De Troya
RomanceÉsta es la historia de Helena de Troya, la mujer más bella del mundo. Una mujer premiada y castigada por los dioses con un don tan único y virtuoso como maldito y terrible: una belleza incomparable, capaz de provocar la mejor locura de los hombres...