Los propios dioses eligieron el día: el punto más cálido de la primavera, cuando el campo estaba rebosante de vida. Hicimos nuestros votos en el bosque privado que se extendía detrás de palacio. Mi padre y mi madre habían querido que fuese en el pequeño patio reservado, pero como lo había estado viendo todos los días de mi vida, quería otro lugar para aquel momento sagrado. Para aquel día yo llevaba mi mejor túnica dorada, y la noche antes, ayuné y me consagré al matrimonio. Lo hice todo (¡oh, dioses, sí que lo hice!) para asegurar que aquel matrimonio fuese bendito.
El bosquecillo estaba muy tranquilo; el suave murmullo del viento en las ramas más altas de los árboles era tranquilizador. Mi madre y mi padre me escoltaron hacia el claro. Mi rostro iba cubierto con un velo finísimo, y me guiaron hacia el lugar donde se celebraría el rito. Me parecía estar andando en un sueño, porque no podía ser cierto lo que estaba haciendo. Pero cuando levantaron el velo, allí estaba Menelao, a mi lado. Sonreía vacilante, con el rostro pálido. Una sacerdotisa de Perséfone, a quien era leal nuestra familia, dirigía el ritual. Ella era joven y su túnica de un color verde musgo parecía del mismo tono que la tierra bajo sus pies. Miró primero mi rostro, luego el de Menelao.
—Menelao, hijo de Atreo, estás aquí en pie a la vista de todos los dioses del Olimpo para comprometerte —dijo—. Quieres tomar a Helena de Esparta como esposa...—Sí —dijo Menelao.
—¿Lo haces conociendo todos los decretos de los dioses a través de sus profecías sobre tu casa y sobre la casa de Tíndaro?
No, él no conocía la profecía de la sibila, ¿cómo iba a conocerla?
—Sí —dijo Menelao—. Estamos en paz con los dioses.
La sacerdotisa sujetaba una guirnalda de flores y con ella ligó las muñecas de los dos, juntas.
—Como estas flores del campo quedan unidas y juntas, así deben quedar vuestras dos casas.
Ella hizo una seña a uno de sus acólitos y le trajeron un vasito de oro, y lo colocaron en sus manos.—Las aguas sagradas de la fuente Castalia en Delfos —dijo—. Inclinad las cabezas. —Nos vertió un poco de agua por encima—. Que esta agua os transmita sabiduría. —Desató un hilo rojo que llevaba atado en torno a la cintura e hizo que lo tocáramos—. Quienquiera que toque esto ha tocado el cinturón de una creyente, y por tanto permanecerá fiel. —Hizo una señal a otro acólito y dio una vuelta a nuestro alrededor, llevando un cuenco con incienso humeante—. Que asciendan nuestras plegarias.
Nosotros nos quedamos en silencio. Hasta el momento no me habían pedido que pronunciase una sola palabra.
—Cerrad los ojos y caminad en círculo el uno alrededor del otro —nos ordenó. Lentamente, fuimos arrastrando los pies cada uno en torno al otro—. Para siempre estaréis dentro de un círculo, de una casa.
Todavía no se me pedía que pronunciara palabras ni promesas.
—Ella es tuya —dijo la vidente, abruptamente—. Toma su mano.
Menelao se acercó y me cogió por la muñeca, en el gesto ceremonial que indicaba que alguien tomaba esposa. Aquello se remontaba a los tiempos en que un hombre debía raptar a una mujer para el matrimonio; en nuestros tiempos, por supuesto, era simbólico. Pero Menelao hizo otro gesto más privado. Hizo una seña a su sirviente, que trajo una caja de madera tallada. Menelao la abrió y sacó el grueso collar de eslabones de oro que Agamenón había enseñado antes. Con reverencia, lo levantó y me lo pasó por encima de la cabeza. Quedó alrededor de mi cuello, tan pesado que parecía un yugo. Sus eslabones más bajos quedaban por debajo de mis pechos, entremezclados con mi cabello: el gran peso del matrimonio, y de todo aquello en lo que yo entraba, tiraba hacia la tierra. El brillo del oro y su espesor deslumbraron a los asistentes. Casi podría decir que los cegaron: lo único que podían ver era el color amarillo y el resplandor.
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Helena De Troya
RomansÉsta es la historia de Helena de Troya, la mujer más bella del mundo. Una mujer premiada y castigada por los dioses con un don tan único y virtuoso como maldito y terrible: una belleza incomparable, capaz de provocar la mejor locura de los hombres...