VIII

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Yo estaba ya despierta antes de amanecer, viendo cómo la luna se ponía detrás de los árboles en la cima de nuestra colina. La brisa todavía soplaba, introduciéndose en la habitación entre las columnas. Venía un débil olor de fuego apagado desde el mégaron, donde la leña se había consumido. Al levantarme tan temprano pude ayudar a vestirse a Clitemnestra. Sólo un día más para ella de vestirse formalmente; un día más de ataviarse con otro traje, y parecía que había llevado ya al menos catorce. En realidad combinaba sus vestidos, mantos y broches de formas distintas para que pareciese que tenía muchos.


—¡Tráeme el rojo intenso! —ordenaba a su sirvienta cuando yo entraba. Estaba autoritaria aquella mañana, y llena de color. Había algo distinto en ella. La sirvienta volvió con una tela de un color tan rojo que una amapola a su lado habría palidecido. Clitemnestra sonrió y lo cogió.

—¡Sí! —exclamó.

—Es el color de la sangre —dije—. ¿Estás segura de que quieres... parecer un guerrero?

—Un guerrero también necesita una guerrera —dijo, sujetando la tela en torno a su rostro.

—Así que ¿todavía piensas en Agamenón?—Sí, me casaré con él. Y me iré a Micenas. Sin duda alguna se quitó el camisón de dormir y permaneció un momento desnuda antes de envolver la tela roja de lana en torno a su cuerpo. Tenía un cuerpo inusualmente fuerte, de anchos hombros, pero no como el de un hombre. Su rostro era también de rasgos fuertes, pero no masculino, en absoluto. Era su espíritu lo más atrevido que tenía.

—Te echaré de menos —dije yo, en voz baja. Me estaba dando cuenta de lo cierto que era. Desde mis recuerdos más antiguos ella estuvo conmigo, protegiéndome, burlándose de mí, jugando conmigo. Ahora, sus cámaras quedarían vacías.

—Pero sabíamos que esto tenía que pasar —me dijo. Era tan directa. Su pensamiento era: soy una mujer, así que debo casarme. Cuando me case, abandonaré Esparta. ¿Qué sorpresa hay en ello, en lo que debe ser? Su aceptación del hecho (de dejarme) dolía.

—Pero ¡Agamenón! —dije yo—. ¿Y qué pasa con la..., la...?

—¿La maldición? —Ella se estaba sujetando los hombros de la túnica. No respondió hasta que consiguió que quedaran bien. Luego se volvió y me miró, inquisitiva.—No puedo explicarlo ni explicármelo a mí misma. Pero la maldición es precisamente parte del motivo por el cual le quiero. Yo estaba horrorizada. 

—¿Por qué quieres atraer la destrucción sobre tu cabeza?

—Porque creo que puedo frustrarla..., incluso vencerla —dijo, levantando la barbilla—. Es como un desafío. Yo me haré cargo de ese desafío.

—Pero ¡meter nuestra casa en ese círculo de destrucción! ¡Por favor, no lo hagas!

—¿Te olvidas de que también tenemos tus malas profecías? Afrodita ha jurado a nuestro padre que sus hijas se casarán varias veces y dejarán a sus maridos... ¿No te ha contado nunca eso? Si intentas ser fiel a tu marido, entonces también estarás desafiando a una profecía, intentando vencerla. Yo quería decir: «¡Por favor, no abandones nuestro hogar! No me dejes aquí... Y no te cases con Agamenón. ¡No me gusta!». Pero nunca pronuncié esas palabras. Cuando una hija deja su hogar para casarse, siempre queda un lugar vacío en la familia.—Una cosa más que superar —dijo ella, riendo—. Y luego puedo tener al hombre que quiero.


El último pobre concursante, un enviado de un pretendiente cretense, tenía poco que ofrecer y nadie le prestó demasiada atención, de modo que cuando se acabó su breve discurso, se escabulló a hurtadillas. Sabía, como todo el mundo, que la elección ya estaba hecha. En la fiesta de despedida, mi padre obsequió a todos los pretendientes con calderos de bronce y les dio las gracias. Luego anunció que su hija Clitemnestra se casaría con Agamenón de Micenas. Oír las simples palabras «casarse con Agamenón de Micenas» era tan espantoso y definitivo que temblé. Se casaron dos meses después. Clitemnestra subió llena de alegría en el carromato nupcial que la llevó a Micenas, decidida a superar la profecía que habían arrojado sobre ella. Me sentí muy sola sin Clitemnestra, y al principio esperábamos que volviera de visita, como hacían algunas hijas. Pero ella estaba casi siempre en Micenas, y el viaje era lo bastante largo para pensárselo antes de hacer una visita improvisada. 

Helena De TroyaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora