IX

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Venían, aproximándose desde todos lados. Mi madre, riendo, decía que las colinas estaban negras, como si viniera un ejército de langostas. Ella lo decía con un escalofrío, pero también con un toque de orgullo.

—En realidad, nunca había visto un número tan elevado de pretendientes para la mano de ninguna mujer —me aseguró.

Estaba encantada. Por el contrario, yo deseaba que hubiese habido muchos menos. Desde el cortejo de Clitemnestra, mi padre había decidido que esta vez cada pretendiente debía presentar una prenda que hablase de su persona, y que mostrase su habilidad de alguna manera, ya fuese con la espada, la lanza, las carreras, el oro, las coronas o las promesas de hazañas futuras.

—Hablará ante nosotros aquí, en el mégaron —dijo mi padre, señalando la cámara recién pintada, con sus gruesas columnas brillantes y su hogar bien limpio—. Y entonces tú, Helena, le podrás hacer las preguntas que quieras.

—Te estás volviendo poco estricto con la edad —dijo mi madre—. ¡Dejar que Helena hable y diga lo que quiera! —Pero lo dijo con aprobación. Era justo que se me permitiera interrogar libremente a cada hombre para satisfacer mi curiosidad, en lugar de hacerlo a través de mi padre o mis hermanos.

—Ahora, en cuanto a los hombres que cortejen por poderes..., deben ser capaces de responder como lo haría su señor. Debemos asumir que el señor tiene confianza en las palabras del amigo. Quizás el amigo incluso pueda hablar mejor que su representado, y por eso le han elegido.

—¿Puedo preguntarles eso? —inquirí yo.

—Ciertamente, pero debes prepararte para aceptar que él puede mentir. Después de todo, su tarea es conseguirte, quizás haciendo que su representado sea más atractivo de lo que es en realidad.

—Creo que no elegiré a nadie a menos que lo vea con mis propios ojos —decidí—. De modo que los hombres que envíen representantes están perdiendo el tiempo. Mi padre se echó a reír.

—Pero ¡no antes de que hayan entregado sus regalos!

Ahora era el momento de decir lo que yo había decidido:

—Me niego a elegir a nadie que pronuncie la frase «la mujer más bella del mundo» —dije—. Lo haría sólo para complacerte, y además, no es cierto, cosa que le convertiría en un mentiroso. Mi padre me miró alarmado, pero luego dijo:

—Puedes mantener esa condición en tu mente, desde luego, pero no lo anunciaremos.

Incluso ahora, al recordar a los pretendientes, sonrío. En total eran unos cuarenta. ¡Y qué variedad de hombres! Sus edades oscilaban desde los seis años (¡!) a los sesenta. Los extremos de la edad los proporcionaban dos que no venían a cortejar, sino a acompañar a otros que sí lo hacían: el viejo Néstor, rey de Pilos, al menos de sesenta años, venía con su hijo Antíloco, y Patroclo traía al muchacho en cuya casa vivía, Aquiles, de seis años. Había un hombre como un gigantón, Áyax de Salamina. Había un distinguido cretense, Idomeneo, que aunque era rey, venía en su barquito de velas negras para cortejarme en persona. Había un hombre de pecho abombado y pelo rojo, Odiseo de Ítaca. Hombres de todos los tamaños, formas y caracteres se habían congregado bajo nuestro techo. Como cada competidor tendría un día entero para sí, aquello les prometía cuarenta días de hospitalidad de mi padre.

—Será mejor elegir a uno rico —murmuró mi padre la primera tarde, cuando levantó la cortina para mirar y vio cuántos se habían reunido en el mégaron—, para recuperar los gastos.

Ahora debíamos salir y ocupar nuestro lugar en los tronos a un lado de la habitación. Yo llevaba el pelo cubierto con un velo, y los hombros ocultos también, pero aun así me preparé para las inevitables miradas y el silencio cuando apareciese. «Querida Perséfone —rogué—, ah, ¿no podría "reírse" uno de ellos?» Lo juraba, me enamoraría de él al instante.

Helena De TroyaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora