XV

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Sólo había que atender a una costumbre más antes de que pudiera empezar realmente mi nueva vida. Abajo, en el Eurotas, mi padre y mi madre transformaron la ancha pradera en un campo de celebración y dieron la bienvenida a toda Esparta, de modo que Menelao pudiera conocer a toda la gente a la que gobernaría algún día. 

Los fuegos abiertos en el campo crepitaban; por encima de ellos, daban vueltas unos bueyes, asándose. Cualquiera que levantase una copa la vería llena del mejor vino de mi padre. La gente de la ciudad se congregaba en los prados, los artesanos para mostrar sus cacharros y sus joyas, los forjadores de armas con sus cuchillos y espadas. Las amas de casa ofrecían sus pasteles de cebada y de pasta de higos; aspirantes a bardos pulsaban sus liras y cantaban. Vi pastores, porqueros y cabreros apiñados. En un extremo del campo se llevaban a cabo competiciones atléticas: boxeo, lucha y carreras. Cualquiera que procediese de Esparta o de la zona que la rodeaba podía competir. Yo pensaba nostálgica en mi última carrera como doncella. Aquel día en el campo sólo había chicos y hombres. Junto a ellos, los criadores de caballos ofrecían sus animales, esperando que se produjera una venta. La nuestra no era la zona que tenía los mejores caballos, pero uno aprovecha lo que tiene a mano.

Menelao y yo íbamos paseando entre la multitud. Yo notaba todos los ojos clavados en mí, pero con su brazo en torno a mi hombro conocí la libertad por vez primera. Ya no tenía que ocultarme. Le cogí la mano y la apreté. Él nunca comprendería lo agradecida que le estaba.

—¡El futuro! ¡Os leo el futuro! —Pasamos junto a una anciana que nos tiraba de las ropas con sus manos como garras—. ¡El futuro! ¡El futuro! —exclamaba, con voz ronca.

—¡Vete! ¿No ves que...? —empezó Menelao. Entonces se dio cuenta de que la mujer era ciega, y que tenía los ojos sellados como una bolsa de cuero. Retrocedió.

—¡Pociones! —dijo una mujer junto a ella. Ésta sí que podía ver, y demasiado incluso: sus agudos ojos negros parecían los de un ave de presa—. No le prestes atención. ¡Sea cual sea tu futuro, una poción puede cambiarlo! —dijo, y me colocó un frasquito en la mano.

—No. Es veneno —dijo otra voz, con tranquilidad—. Necesitarías un antídoto antes de que hubieras caminado cincuenta pasos. —El que hablaba era un hombre—. Halia, de verdad, ¿todavía estás intentando vender esa poción mortal? ¿Y a tu futura reina? ¿Qué problema tienes? ¿Acaso ella no te gusta?

La mujer se irguió.

—Era para que la «usara» la Reina —dijo—. No me has dado la oportunidad de que se lo explicara mejor.

—¿Para que la Reina pueda envenenar a sus enemigos? ¿Por qué no haces una demostración de sus poderes? De otro modo, podríamos pensar que le estás pasando simple grasa de oveja.

Menelao miraba al hombre que había aparecido de repente, vestido con un polvoriento manto rojo. La vendedora de pociones se encogió de hombros. Sin dudar, cogió el perro de su compañero, que había estado sesteando a su lado en el suelo, y le embadurnó el hocico con la pasta espesa. El perro gruñó y se lamió los labios. El enigmático hombre levantó una ceja y miró al perro.

—Estas cosas pueden tardar un rato —dijo. Había un humor o un juicio comedidos en sus palabras. 

De alguna manera estaba provocando a la mujer, o quizá burlándose de ella, o quizá todo aquello no le importase en absoluto. Su tono de voz se podía interpretar de todas aquellas formas. El perro saltó hacia delante, inestable sobre sus patas. Dio unos círculos extraños antes de caer de nuevo y empezar a gemir y temblar.

—Mejor tener el antídoto cerca —dijo el hombre. El propietario del perro empezó a sacudirlo y a gritar. La vendedora de pociones estaba buscando tranquilamente en una cesta, y al final sacó una botellita de líquido.

Helena De TroyaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora