XXIV

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Esperé muchísimo tiempo en el patio, de pie junto a un árbol florido. Oí que venían los sirvientes a buscar a Menelao, le oí partir. Pensé que le oía dudar, buscarme. Pero luego se fue, y los sonidos se desvanecieron mientras los hombres salían por las puertas.
El santuario de la serpiente sagrada... Ya era libre de acudir allí. Nadie podía cuestionar mis movimientos ni mi conducta. Pasé a través del patio y me dirigí hacia los lugares más alejados de palacio, hasta llegar al pequeño santuario. Estaba vacío.
Me sentí aliviada. ¿Dejaría yo todo aquello? Era parte de mí, mi propio ser. Me dejé caer en el banco de piedra y esperé. La parpadeante luz de una lámpara votiva iluminaba el altar. El pastel de miel y el platito de leche estaban allí, pero no había ni rastro de la serpiente.

Noté que me invadía una gran calma. Estaba hecho... ocurriera lo que ocurriese, estaba hecho. Qué extraño decir que estaba hecho algo que no había ocurrido aún. Sin embargo, notaba que era verdad en lo más hondo de mi ser. Quizá ya estuviera hecho antes de que yo naciese.

Un pequeño movimiento, un tic. La serpiente se acercaba. Se deslizó desde detrás del altar y levantó la cabeza, mirando a su alrededor. Me sentía abrumada por el amor hacia ella. El animal se había consagrado a mí y a mi familia, dejando atrás su vida en Epidauro. Como yo debía dejar atrás su vida. La serpiente lo comprendería. Me agaché y se lo dije. Ella me miró y sacó la lengua. Me había dado su bendición.

—¿Cómo podría decir qué es lo que más amo de ti? —Paris estaba de pie en la esquina más alejada de la pequeña habitación—. Quizá que tratas a todas las criaturas que están a tu alrededor como si fueran igual de valiosas.

Me levanté y corrí hacia sus brazos. Por un momento no hubo nada más que frenéticos abrazos y besos. Yo me regodeaba en el contacto de sus brazos, de sus hombros, de su carne. Al cabo, él me apartó, me separó un poco de su cuerpo para evitar que me acurrucara en sus brazos.

—Helena, ¿qué vamos a hacer? —Hizo una pausa—. Todo depende de ti. Te llevaré conmigo a Troya, pero eres tú quien tienes que dejar todo esto. Para ti todo es pérdida, para mí todo es ganancia. Por tanto, no soy yo quien debe tomar la decisión.

Qué extraño, aunque nunca habíamos hablado directamente de ello, ambos sabíamos que era la única posibilidad. Quedarme y separarnos o huir y estar juntos.

—¡No puedo dejarte ir! —grité, agarrándome a él.
Que pereciera toda la Tierra, que se hundiera el palacio de Esparta hasta convertirse en polvo, pero no dejaría que Paris viviera fuera de mi vista.

—Pero ¿qué será de Hermíone? —preguntó—. Eres madre. Eres la esposa de otro hombre, aunque he conseguido apartar ese hecho de mi mente. Las esposas se pueden reemplazar, pero las madres no. Créeme, lo sé.

—¡Nos llevaremos a Hermíone con nosotros! —dije yo. Sí, ésa era la respuesta.

—Pero tú dijiste que ella será la próxima reina de Esparta —dijo Paris. Él estaba más sereno que yo, o se sentía más culpable—. ¿Cómo puedes privar de ella a Esparta?

—¡Se lo preguntaremos! Que decida ella.

—Helena —dijo lentamente, haciendo que me volviera y mirándome. Aquellos ojos..., aquellos ojos dorados, de un color miel profundo, a la luz de la lámpara—. Ella sólo tiene nueve años. ¿Puedes obligarla a tomar esa decisión? Cualquier niño de esa edad decidiría irse con su madre. Eso no significa que lo eligiera más tarde.

—Pero...

—No puedes echar esa carga en sus hombros, una carga que cuestionará durante el resto de su vida.

—¿Así que sencillamente deberíamos irnos, sin más? ¿Dejarla sin despedirnos?

—Decir adiós, sí. Pero no pedirle que tome ella la decisión. Te odiará después por ello.

Helena De TroyaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora