Lando tenía un plan. Uno estúpido, por cierto. Consistía en fingir que no sentía nada por Carmen, la única mujer capaz de destruirlo con una sola mirada... y un silencio aún peor. Ella, la reina del "no estoy lista", él, el campeón mundial en "me ha...
¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.
—Camy.
Su voz rompió el zumbido constante del taller. Me giré en seco, y sin pensarlo, corrí hacia él como si aún tuviera ocho años y acabara de ver a mi mejor amigo después del recreo.
Max me recibió con los brazos abiertos, fuertes, seguros, como si el tiempo nunca hubiera pasado. Me alzó con facilidad y giró sobre sí mismo, arrancándome una risa que no sabía que aún podía salir de mí.
—Tanto tiempo sin ver estos ojos tan peculiares.
Max. Mi única debilidad. Desde que teníamos cinco años, nuestras familias nos habían emparejado en cada comida, cada Navidad, cada cumpleaños. Crecimos escuchando que un día nos casaríamos, que éramos almas gemelas. Y, de alguna manera, lo creímos. O al menos, yo lo hice.
—Lo mismo digo. —suspiré con una sonrisa que me llenó el pecho—. Es increíble encontrarte después de tanto.
—Dime, ¿por qué aún no te veo en una escudería?
—Estoy en McLaren. —respondí orgullosa.
—Sabes que no me refiero a eso. Hablo de competir, de estar en la pista. No de relaciones públicas.
—Bueno… digamos que el sueño de correr contra ti se desvaneció hace tiempo. —mi voz sonó resignada, pero no derrotada. Era solo una verdad aceptada.
—Es triste. Tenías talento, Camy. Realmente lo tenías.
—Viniendo de ti, es un halago. —sonreí, aunque por dentro dolía—. Pero subir a un monoplaza ahora no sería lo mejor. Hay cosas que necesito sanar antes.
—Procura hacerlo pronto. Quiero verte en la parrilla la próxima temporada.
—Como si fuese tan fácil. —reí con ironía.
Max no entendía… o tal vez sí, pero siempre se negaba a aceptarlo. Para mí, el automovilismo era más que un deporte. Era una herida abierta. Desde que era niña, viví bajo los reflectores. Cada paso, cada error, era diseccionado. Y cuando perdí a mi padre, perdí también el único lugar donde me sentía viva: la pista.
—Para la gran Carmen Brown, no hay imposibles.
—No lo creo. Fuera de mi apellido, la gente no confía en mí.
—La única confianza que importa es la tuya. Con eso basta.
Guardé silencio. Me dolía que tuviera razón. Pero también sabía que tenía miedo. Miedo de volver a sentir esa adrenalina que un día me enamoró… y que también me arrebató a mi padre.
—No quiero formar parte del mundo que se lo llevó. Sería irónico morir de la misma forma. —dije en voz baja, como si cada palabra pesara el doble.
—No veas al circuito como un enemigo. Fue tu aliado. Allí viviste momentos hermosos junto a él. No dejes que el dolor borre lo bueno.
¿Cómo no hacerlo? Cuando lo perdí, me alejaron del deporte. Me prohibieron hablar de él, de las carreras, de los motores. Me vetaron de los premios. Me perdí tanto…