PRÓLOGO

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Mi padre, Enar Madsen, fue un hombre solitario y de pocas palabras, era directo y corto al expresarse, siendo muy puntual con sus deseos. Fue un huérfano que nunca quiso integrarse por completo a la sociedad, importándole poco ser tachado de insólito, o desquiciado directamente. Tenía un hogar, sí, al menos en sentido explícito más que subjetivo, pues no era un hombre de familia.

Sabía que tenía una habitación en el segundo piso porque veía sus cosas dentro del armario, frente a la cama de mi madre, siendo limitadas las veces que lo vi dormir con ella. Su lugar favorito era el sótano, junto a otras personas que, contrario a mi madre, no podían objetar de su compañía. Jamás lo vi sonreír, mas sabía que era feliz junto a esas personas tan demacradas como él.

Mi padre carecía de amigos, irónicamente, recibía constantes visitas de gente de indumentaria elegante y muy oscura, quienes ocultaban parte de sus rostros con pañuelos. Los autos negros que se estacionaban detrás de la casa, bajando un pesado cargamento que llevaban al sótano, por la puerta externa del patio. Le pagaban por adelantado, para luego irse sin volver nunca más.

No pude ver muy bien lo que hacía, ya que solía mantener la puerta del sótano cerrada; no obstante, las veces que logré asomarme, pude notar la luz encendida del sótano bajo la puerta, y mi madre y yo sin saber de él durante días. Fueron pocas las veces que bajé los oscuros escalones del interior de la casa, no sabría decir el número exacto de intentos, ya que para ese entonces solo lograba contar hasta seis sin equivocarme.

La vez que por fin me animé a bajar hasta el último escalón, cediéndole el capricho a mi necia curiosidad, pude ver a esta persona sobre una mesa metálica y a mi padre abriéndola con gusto y placer, completamente extasiado, mientras lo acompañaba una melodía conformada de variados instrumentos. Los instrumentos a utilizar eran propios de una mente creativa, por desgracia, la mía no llegaba a tanto como para adivinar su utilidad.

A unos centímetros del marco de la puerta, por miedo a quedar atrapado en el interior del frío y cerámico lugar, alcancé a ver: un sofá negro, un perchero con su viejo abrigo y sombrero, así como una pared de metal con varios cajones del que debía suponer su contenido.... Pero había algo que no tenía el resto de la casa: ese líquido rojo que salía de la cama metálica y se iba con el agua hacia un drenaje en medio de la habitación.

—¡Roxanne! —exclamó mi padre—. ¡¿Qué te he dicho sobre vigilar al niño!

¡PAM!

Cerró la puerta con ahínco, logrando que diera un brinco por el estruendoso sonido.

—Ven, Ciaran, dejemos trabajar a tu papá —me pidió mi madre, al tomarme de la mano para que le acompañara.

La llegada de los cadáveres implicaba que mamá debía pasar un rato largo en la cocina, lo que conllevaba a que esa noche la casa le llenara de gente extraña que rara vez volvería a ver en la calle o supermercado. Desconocidos comían en el vestíbulo de la casa, ocupaban el baño inferior, comían lo que mi madre preparaba y husmeaban los alrededores como estuviesen en un museo.

Mi madre, Roxanne Lambert, no era agradable de ver. Era descuidada en vestimenta, padeciendo de una extrema delgadez; parecía cansada según las ojeras marcadas en su blanca piel; apurada, por toda esa melena desordenada que recogía con un elástico de hule que encontraba tirado por ahí; no estaba seguro, pero hasta juraría que estaba enferma de algo que la hacía ver peor de lo que se miraba a simple vista.

La ama de casa por imposición, se encargaba de atender a los desdichados: llevando café a aquellos que ocupaban nuestros sillones, recogiendo lo que botaban los niños al suelo y consolando a las viudas como si su sonrisa fuese grata de ver. Era sirvienta del marido, y cuando este se encontraba trabajando, lo era de extraños que dejaba entrar a su hogar; me daba asco solo verla, por la forma tan miserable de sublevarse a todo mundo.

DICOTOMÍA INDIFERENCIADADonde viven las historias. Descúbrelo ahora