CAPÍTULO 1

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Me encontraba recostado sobre mi cama, leyendo un amplio texto de medicina, perteneciente a la vieja colección de Enar, cuando escuché el vago intento de alguien por abrir la puerta de mi habitación. Ni me inmuté, pues luego de unos cuantos intentos el individuo se rindió y se fue. Cuando llegaba gente a casa, mi madre estaba tan ocupada atendiéndolos que no se percataba cuando esta subía al segundo piso, para algo más que usar el baño superior. En el mejor de los casos, entraban a la habitación de mis padres a robar algunas cosas de poco valor; en el peor escenario, rompían algo de la cómoda por ocuparla para un coito rápido. Roxanne cerraba la recámara, pero Enar la abría con la absurda excusa de que eso atraería más clientes, servicio extra que mi madre debía limpiar al final. Me cansé de pedirle que me dejara monitorear el asunto, negándose todas las veces, dándome la instrucción de siempre: «Quédate en tu habitación, Ciaran». Siempre era lo mismo, cada quién debía lidiar con sus asuntos, no había razón para intervenir en la vida del otro; para el resto éramos familia, para nosotros solamente conocidos.

Todas las mañanas eran iguales. Me levantaba una vez sonaba la alarma, me lavaba el rostro, cepillaba mis dientes, me vestía con el uniforme y bajaba a desayunar. En la cocina encontraría a Roxanne preparando dos platos de comida, el mío y el del hombre del sótano; ella no comería nada hasta quedarse sola, siendo que así lo prefería. Una vez que tenía los platos llenos, me entregaría uno y bajaría para darle el otro a Enar, acompañado de un vaso con jugo de naranja natural. Todo iba según lo acostumbrado, mas algo cambió a partir de ese día, sin darme cuenta, las cosas habían dejado de ser monótonas. Tomé asiento junto al pequeño comedor de mesa circular y ella me entregó el desayuno, tomando asiento en la silla frente a mí, observando con tristeza el segundo plato sobre la mesa. La particularidad del escenario me hizo prestarle atención, dudando de la diferencia que ella notaba entre un desayuno y otro; siendo sus palabras las que terminaron por desconcertarme.

—Lamento el escándalo de anoche. Tu padre levantó mucho la voz, perdón si te despertó.

—¿Por qué te disculpas en su lugar?

Su mirada se centró en la mía, reflejando un abatimiento que no supe interpretar, parecía que quería llorar, pues su rostro se tensó alrededor del entrecejo, reprimiendo muy bien el deseo. Preguntar por si sucedía algo sería involucrarme y ¿qué podía hacer yo? Solo era un adolescente ordinario que trataba de sobrevivir en su propia casa. Los problemas de mis padres eran eso, un conflicto entre ellos, no tenía por qué injerir; de manera que me limité a comer rápido para poder salir de ahí.

—¿Quisieras que te acompañara? —preguntó en cuanto giré la manija de la puerta.

—¿Por qué harías eso?

—Ah, bueno... Hace mucho que no lo hago.

—Exacto.

Abrí la puerta y me fui. El escalofrío que experimenté se quedó conmigo hasta que estuve lo suficientemente lejos como para olvidarme del asunto.

No hay mayor cosa a resaltar del colegio al que asistí, además de que se trataba de un colegio religioso. Se trataba de un lugar exigente e imperioso, donde las preferencias docentes no radicaban en los conocimientos esenciales, sino en los niveles de obediencia que el estudiante alcanzaba. Debido a la intimidación a la que me habían acostumbrado en casa, la obediencia se me daba muy bien, de manera que nunca me metí en problemas, siendo visto como el estudiante modelo; a pesar de poseer calificaciones promedio. Como suele suceder con instituciones de esta índole, sus estudiantes presentaron enfrentamientos constantes contra las autoridades, y mis compañeros no fueron la excepción; siendo mi nula participación en esto, lo que me arrebató la posibilidad de congeniar con otro ser en ese lugar.

Fui de los estudiantes añejos, de esos que su centro educativo terminó por convertirse en su segunda casa, por lo que todos me conocían y a la vez no sabían nada de mí. ¿Fui el introvertido que se mantiene solo en el salón? Por supuesto que sí, aunque mi asiento correspondía al del frente, en tercera fila, para ser exactos, donde tenía mejor acceso a la información. Durante los recesos solía adelantar tareas, como medio para matar el tiempo en lugar de buscar aprovecharlo, teniendo el desenfreno de mis compañeros como ruido de fondo. Era una jornada ordinaria, mas ese día algo discrepó.

—Ten —me entregó un chocolate, uno del montón de la bolsa que llevaba para repartir a los compañeros del salón, dado el día de San Valentín. Me ofendí, por supuesto, pues no soporté que me tomara por alguien ordinario.

—Ahórrate las molestias, que tu lástima no es de mi agrado —desestimé su gesto, justo como hacía con cualquiera, un comportamiento al que todos estaban acostumbrados, incluyéndola. Mas ese día fue diferente: no solo por al fin haberse animado a hablarme, sino por su insólita reacción.

—¡¿Por qué tienes que ser tan mierda?! —Se quejó con molestia y fuerte entonación, frunciendo el entrecejo a la vez que apretaba los dientes—. Si te lo ofrezco es porque quise hacerlo, no tiene por qué existir un trasfondo, maldita sea. —Sacó dos chocolates más y los dejó sobre mi cuaderno—. La próxima vez que alguien haga algo lindo por ti, solo cierra la boca si no planeas agradecerle.

La chica tranquila, simpática e introvertida del salón se había enojado como nunca antes, sin entender muy bien la razón de ello, desconcertándome por completo. En definitiva, no me esperaba esa reacción, y no fui el único. Todos los estudiantes quedaron atónitos al escucharla elevar la voz, pues nadie sabía que podía llegar a tal nivel de volumen, un récord a partir de ese día y algo que difícilmente se repetiría. Fue tan extraño y único, algo que solo yo tuve el privilegio de ver en primera fila... lo cual me encantó. Desde ese día no pude quitarle los ojos de encima, siempre asegurándome de que no notara mi interés sobre ella. Fui muy cauteloso respecto a eso, porque quería que se sintiera rechazada, frustrada, de nuevo, ante mi indiferencia. Jamás la volví a ver en aquel estado, dejándome con el anhelo de más, fue tan frustrante y divertido, nunca le había prestado tanta atención a alguien más que a mí. Ahora comprendo que se trataba de una obsesión que confundí por amor, no obstante, estaba lejos de sentir vergüenza o culpa por ello.

Amaris Helland siempre fue de aspecto: su cabello de un rubio oscuro, piel blanca, ojos cafés, de metro cincuenta y algo de estatura. Era buena en artes y cultura, educación física e inglés; sus debilidades eran historia y matemáticas. Contaba con una única amiga, Ivet Laurent, de cabello castaño, piel morena, ojos marrones, como siete centímetros más que la rubia en altura. Detesté a la castaña desde el inicio, pues esta creía que le hacía un favor a Amaris al ser su amiga. Enfurecía de celos al verlas convivir, sobre todo cuando merendaban en una de las mesas de la cafetería, donde se les podía escuchar reír de cosas que solían susurrar entre ellas. Después de un tiempo apreciándola a la distancia, al fin me animé a interactuar con otros seres vivos, saliendo de mi zona de confort en cuanto hicimos contacto visual, de manera que tomé mi bandeja de comida y caminé hacia ellas con completa naturalidad; al menos la que para mí lo era, sin poder engañar a nadie que me viera realizar tal hazaña. Amaris se paralizó al verme ocupar el asiento junto al suyo, siendo su amiga quien se ofendería de mi atrevimiento.

—Esta es la mesa de los perdedores, ¿sabías? —habló Ivet, con aquella voz chillona y arrogante que le caracterizaba.

—Solo me siento aquí por ser el único lugar que veo desocupado.

—Ajá. —Señaló la mesa de los catalogados Estudiantes modelo, seres soberbios y lambiscones—. Un chico como tú debería juntarse con personas como las de allá.

—No me interesa. —Comienzo a comer, si molestarme que centren su atención en mí—. Pueden fingir que no estoy aquí, por mí no hay problema; en cuanto termine de comer me iré.

—Ah... Si es lo que quieres. —Desvió los ojos hacia su amiga—. Como te decía, creo que tendré que cambiar de brasier porque la ballena no deja de metérseme en entre los senos. —Casi me ahogué con el arroz—. ¡Solo lárgate!

—No, déjalo —me defendió Amaris, al pasarme su pachón con agua—. Prometió no molestar, así que está bien.

—Es que me cae mal verle la cara —masculló molesta.

De alguna forma lograron desentenderse de mi ausencia, siendo mi amada la única que evitó hacer contacto visual; su amiga, en cambio, desviaba la mirada de vez en cuando, consiguiendo con éxito su intención, permitiéndome ver cómo su disgusto se fue disipando. Treinta minutos a su lado fue suficiente para saber por qué eran rechazadas por el resto de chicas, sus temas de conversación variaban con impresionante fluidez; debates en los que también participé, dentro de mis pensamientos. Y para cuando la campana sonó, Amaris giró para hablarme, mas yo ya me había retirado, tal y como les había prometido, ahora era ella quien debía esforzarse la próxima vez.

DICOTOMÍA INDIFERENCIADADonde viven las historias. Descúbrelo ahora