CAPÍTULO 14

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Mi relación con Ivet no era la mejor, tratábamos de utilizar al otro para lidiar con algo que nos perturbaba a tan corta edad, sin percatarnos del daño que nos hacíamos. No negaré que fui quien más se aprovechó de ella, pues al ser quien manifestaba sentimientos sinceros hacia mí, era quien más perdía con mi desprecio. Por si te lo preguntas: no, no me arrepiento de lo que le hice, sino más bien de lo que pude llegar a hacerle y perdí la oportunidad. Me consideraba clemente, pero solo hacia las demás personas, de manera que nunca podré saber lo que pude haber hecho de ella, como atribuyéndome sus logros, solo por el hecho de haber estado a su lado; por ello, fui el único y verdadero perdedor ese día.

La noticia me llegó junto con el resto del vulgo, durante inicio de clases, teniendo que ver la expresión de sorpresa de mis compañeros, quienes voltearon a verme por morbosidad. Me sentí tan ofendido que tuve que salir sin autorización, llegando a la oficina del director para confirmar la desventurada noticia. Y desde que salí del sitio, todo aquel que me miró me mostró sus condolencias, aun cuando en mi rostro no mostraba signos de pérdida o de algo peor: culpa. Si asistí al funeral, fue solo porque esta se llevó a cabo en la casa que habitaba.

Logré convencer a Enar de permitirme embalsamarla. No sé por qué razón, me negaba a que mi padre profanara su cuerpo, quizá porque solo yo había tenido el privilegio de poseerlo a mi gusto, haciendo de este un desastre, tantas veces, que admitir que todavía recuerdo el número exacto de ocasiones se tomaría como obsceno. Sin embargo, hubo algo con lo que no pude lidiar, teniéndole que cubrir el rostro con un pañuelo mientras la preparaba para su despedida en el vestíbulo. Preparé los arreglos funerales, utilizando las flores que la madre me pidió agregar, con los colores que el padre le gustaba regalarle, tan grandes como el hermano mencionó quererla.

Lo interesante de los funerales, es la cantidad de personas que llegan, siendo impresionante descubrir quiénes la apreciaban, muchos más de los que Ivet podría haber nombrado en vida. No hablé con nadie durante horas, no después de haberme disculpado con los padres, aun si ellos no entendía el por qué de mis palabras. Me encontraba al lado de la caja para evitar conversaciones desagradables, pues por más que digan haber amado al difunto, siempre le huyen al ataúd, como si la persona en ella fuese diferente a la que tienen en la cabeza. La gente suele romantizar la muerte, a la vez que la niegan, por lo que el sutil miedo en sus ojos es lo que hizo de ese día algo soportable.

—¿Solo te quedarás ahí? —Reconocí la voz de Emil—. Tu padre dijo que no sabía sobre vuestra relación.

—Mi padre desconoce muchas cosas.

—No creo que sea por eso, más bien creo que no alardeabas de ella a nadie.

Tuve que levantar la mirada, topándome con unos ojos hinchados y pestañas húmedas, ante un rostro moreno con semblante de desconsuelo.

—Si vas a reclamarme algo, solo hazlo.

—No te culpo de nada... Al final, fue elección de ella estar contigo. —Ocupó el asiento a mi lado, respirando hondo para poder hablar. Parecía que ya se había acabado el llanto, aunque no tanto la pena—. Discutimos el día anterior.

En definitiva, no me interesaba escuchar la disculpa que calmaría su conciencia, mas no tenía nada mejor que hacer como para poner excusas de huida, de forma que fingí prestarle atención.

—El día que... ya sabes... hicimos aquello en el sofá de la sala, en realidad, ella se encontraba tomando una siesta en su habitación. —Ni siquiera me sorprendió—. Ella nos escuchó... de hecho, nos vio.

—¿Por eso discutieron?

—No, fue más complejo que eso... Me preguntó qué tenía que hacer para conservarte a su lado. Me molestó que se despreciara de esa manera, pero como no soy bueno para expresar mis emociones, la terminé insultando. —Fue cuando dejó de jugar con la carta que sostenía entre sus manos desde hace rato—. De haber sabido que se trataba de un grito de auxilio, la habría tratado mejor... Debí ser el hermano que merecía. —Me entregó la carta—. Ya la leí... Lo siento.

—¿No debería ser yo quien se disculpe?

—Lo entenderás después de leerla. —Entonces se marchó sin más.

Reconocí la letra de inmediato, se trataba de la misma caligrafía que encontraba en las notas que solía dejar, dentro de mi mochila, de vez en cuando. No era larga, mas sí elocuente y precisa:

Mi amor

Debo decir que me resultó difícil entender qué sería peor, si dejarte o seguir a tu lado, y después de pensarlo por un tiempo, opté por la primera.

Sé que nunca me miraste como tu ser amado, mas me atribuyo el haberte enseñado la manera correcta de amar; espero que así evites lastimar a la persona que logre ocupar tu corazón en el futuro.

Nos necesitamos, estoy segura de que aquello fue un deseo mutuo, pero ambos sabíamos que no sería para siempre, de manera que quiero irme antes de sufrir tal pérdida.

Mi intención no es herirte, de hecho no creo llegar a hacerlo, y aun así, pese a sonar egoísta, quisiera pedirte una lágrima de condolencia, cuando me mires «dormida».

Sabíamos de la existencia del otro desde que éramos niños, mas solo llegué a conocerte el día en que me permitiste acercarme a ti, resultándome imposible mostrar parcialidad cuando me pedías ayuda para conquistar a otra mujer.

Me sentí dolida, celosa y desdichada, sentimientos que permanecieron en mí, aun después de tenerte solo para mí; porque así lo quise.

Siempre fuiste de alguien más, pero para mí fuiste y serás el único hombre al que he amado en mi vida. Por eso y más, te sugiero vivir lo suficiente para llegar a entender la diferencia entre querer y amar.

Adiós, mi amor.

Sin saber por qué, deseé poder cumplir con su petición y derramar una lágrima de condolencia, mas no salió nada. Me sentía extraño, quizá enfermo sea la palabra correcta para describir la sensación de culpa, opacada por vergüenza y rencor. Salí de mi postura para acercarme al ataúd, enfrentando aquello que me aterraba aceptar. Me pareció dormida, mas sabía que no era ella, sino un reflejo de lo que fue y nunca más podría poseer. La frustración me invadió de inmediato, más abrumadora de lo que pude estimar, entré en pánico, por lo que tuve que salir de ahí. Ahora que comprendía mi renuencia, finalmente pude ponerle nombre a mi mal, volteando hacia mi padre, culpándolo de todo. Como era costumbre en mí, cuando huía de algo, mis pies se dirigirían hacia la casa de Enar o de Ivet. No obstante, nadie me esperaba en esos lugares en aquel momento, de manera que no pude escapar más, teniendo que enfrentar la realidad, aceptando las consecuencias de mi cobardía.

La lluvia comenzaba a empeorar, mas nada me detendría de llegar al cementerio, un sitio que había visitado una única vez en mi vida. En cuanto visualicé la lápida, mi respiración se cortó, ralentizando mi andar, logrando obnubilarme. No tropecé, caí de rodilla por voluntad propia, frente a la tumba de Roxanne Lambert. Una vez que entendía lo que me habían arrebatado, le permití a las lágrimas derramarse en mi rostro, aun si no se diferenciaban de la lluvia. Quizá se debió a un exceso de glucosa lo que excitó mis neuronas, logrando que hiciesen la sinapsis que creía atrofiada, estimulando la amígdala relacionada con los sentimientos, permitiéndome sentir empatía por la mujer que desprecié; incrédulo de su utilidad en mi vida.

—¡Mamá! —exclamé, a riesgo de desgarrarme la garganta, por tratar de superar el sonido de la tormenta—. Mamá, lo siento... Lo siento tanto.

Me encontraba empapado, mi cuerpo temblaba de impotencia, culpa que enfriaba mi interior, al descubrir un vacío que difícilmente podría volver a llenar. No recordaba cuándo había sido la última vez que lloré, siéndome más complicado todavía, rememorar si alguna vez había llorado frente a ella.

—Lo siento mamá... pero no puedo ir contigo.

La muerte no me resultaba triste, apenas si comprendía lo que ello denotaba... Para mí, la muerte significa abandono.

DICOTOMÍA INDIFERENCIADADonde viven las historias. Descúbrelo ahora