CAPÍTULO I

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Acurrucada en el suelo, en el pequeño hueco que hay entre la mesita de noche y la cama, lloro en silencio. Incapaz de moverme, permanezco en penumbra hasta que Leire, la secretaria de mi padre, entra en la habitación con una inusitada energía y hablando sin parar. Lo hace en un tono de voz más alto de lo habitual.

-Escúchame bien niña, porque no te lo voy a repetir. Te doy cinco minutos para que te levantes de ahí, te duches o no te duches, porque a mí me da igual si te arreglas o si vas como una pordiosera, y te subas al maldito coche. Sabías perfectamente que este día llegaría, así que no te hagas la víctima. Ya bastantes disgustos le has dado a tu padre...-

Él. Mi padre lo ha permitido. Leire siempre ha querido deshacerse de mí, pero jamás imaginé que mi padre lo consentiría. Me están echando de casa. Me recluirán en una especie de internado de élite, del que no hay siquiera una mínima reseña ni en redes sociales ni en buscador alguno. Y me tendrán allí encerrada por tiempo indefinido. Tengo 15 años, lo que supone que como poco serán tres años los que pueden obligarme a estar allí. Una vez alcance la mayoría de edad, eso sí, podré hacer lo que me dé la gana.

-¡Maldita niña! ¡Que te levantes ya!-, me grita.

Leire nunca me llama por mi nombre. La odio. Más que a nada o nadie en el mundo. Por su culpa mi padre dejó de pasar tiempo conmigo desde que murió mi madre. También a ella la odio. ¡La echo tanto de menos! La odio porque se quitó la vida, y al hacerlo se llevó con ella la mía. Me abandonó. Me dejó sola. Completamente sola.

-Te juro que como no te levantes ya te arrastro de los pelos hasta el coche-.

La miro por primera vez desde que ha entrado en la habitación. Sus ojos, completamente abiertos por la ira, dan miedo. Está claro que es capaz de cualquier cosa para quitarme de en medio. Seguro que hasta podría matarme.

Me incorporo lentamente, a regañadientes. Doy unos pasos hasta el centro del dormitorio. Recorro con la mirada todas y cada una de mis escasas pertenencias. La mesita de noche en la que apilo mis libros preferidos para leerlos una y otra vez. Mi cama, con las sábanas arrugadas, todavía sin hacer. La mesa de estudio y el cuadro de corcho que me regaló mi mejor amiga, Sofía, para que colgara con chinchetas nuestras fotos juntas. Siento nostalgia al llegar a mi antiguo baúl de juguetes. Está vacío, pero para mí representa toda la ternura y amor que mi madre me dio.

No hay tiempo para más. Leire me lleva a empujones hasta la salida. Allí me espera una lujosa limusina negra con las ventanas tintadas. Qué grande, mi padre. ¿Me cree tan superficial como para contentarme contratando un cochazo con chófer para viajar hasta el internado? Como si yo fuera Leire. Seguro que ella estaría encantada de impresionar a un puñado de extraños con una llegada triunfal. Me siento tan enfadada que acelero el paso, dejando a Leire atrás, y rápidamente subo a la limusina cerrando la puerta de un golpazo antes de que ella me alcance. Paso de despedirme.

-Arranca. ¡Ya!-, ordeno al chófer. Y lo hace sin perder ni un segundo.

A mis espaldas quedan Leire, mi padre, mi madre, Sofía... ¡Sofía! Mi marcha ha sido tan repentina e inesperada que no he podido hablar con ella. Menos mal que me he acordado de meter el móvil y un cargador en mi mochila, lo único que Leire me ha dejado coger. Lo voy sacando todo para comprobar qué llevo y qué he olvidado. Ahí está mi libro favorito, la antología poética de Mario Benedetti.

Compañera

usted sabe

puede contar

conmigo

no hasta dos

o hasta diez

sino contar

conmigo

Sofía y yo siempre acabábamos nuestras confidencias con estos versos. Ella sí es de verdad alguien en quien confiar. De esas personas que sabes que jamás podrían fallarte.

Saco también mi bolsa de aseo. Sonrío. Dentro se amontonan distintos tonos de rímel y varios frascos de perfume. Sofía y yo tenemos fijación por conseguir una mirada misteriosa. Profunda. Intensa. Y nos obsesionan los olores. Dejar a nuestro paso el aroma de un buen perfume no lo considerábamos un capricho. Para nosotras es una necesidad.

Una bolsa con caramelos de menta. Las pastillas de hierbas que tomo para dormir. La cajita de metal en la que guardo los anillos, colgantes y pendientes. Algunos coleteros sueltos. Un neceser con acondicionador para el pelo, peine, cepillo y pasta de dientes. Mi cartera con mi identificación, algo de dinero y algunas fotos de carnet. Una botella de agua. ¿Y el móvil? Maldita sea. Maldita Leire. ¿Habrá sido capaz de dejarme incomunicada? ¿En qué momento lo ha sacado de la mochila? Si cree que no voy a volver a por él se equivoca, y mucho.

Una mampara completamente opaca divide la limusina en dos, así que no puedo ver al conductor. La golpeo varias veces. Suavemente las primeras, y con más fuerza las últimas, porque no me hace caso.

-Por favor, tenemos que regresar. He olvidado coger mi teléfono-.

Nada. No hay señal.

-¿Hola? Le estoy hablando. Necesito volver a casa-.

No hay respuesta. Tengo un mal presentimiento. Algo va mal. Tengo que salir de ese coche cuanto antes.

-¡Pare inmediatamente! ¡Necesito bajar! ¿No me oye? ¡Le estoy diciendo que frene!-.

En vez de aminorar, aumenta la marcha. A través de la ventanilla veo cómo sobrepasamos la iglesia, la última edificación de nuestra urbanización, a toda velocidad. ¿Me está secuestrando? Entro en pánico. Me cuesta respirar. Necesito aire. Quiero bajar la ventanilla. Imposible. El botón no funciona.

-Déjeme bajar, por favor-, suplico, -creo que me estoy ahogando-.

-Selene, duerme-.

Es lo último que escucho. Está saliendo humo de las rejillas del aire acondicionado. Mi vista se nubla. Todo lo veo borroso. Me dejo caer en el asiento, tumbada. No recuerdo nada más.

SELENEDonde viven las historias. Descúbrelo ahora