CAPÍTULO II

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Una gran sensación de bienestar llena todo mi cuerpo cuando empiezo a despertar. No quiero abrir los ojos. Quiero que esta paz, este sueño, este placentero cansancio y esta extraña paz mental no terminen nunca.

-Selene. Selene. Selene...-.

Escucho una voz dulce de mujer repetir mi nombre una y otra vez. Se parece a la de mi madre. ¿Habré muerto y estoy con ella? Deseo que sea verdad y abro los ojos con la ilusión de tenerla a mi lado. No es así. Estoy en una especie de cama de hospital y, sentada a mi lado, una mujer me coge la mano.

-Bienvenida a Los Elegidos. Cuando estés dispuesta te enseñaré las instalaciones y te presentaré al resto del alumnado. Están deseando conocerte-.

Qué bien, pienso. Porque lo que estoy deseando yo es que alguien me dé una explicación.

-¿Sabe cómo he llegado aquí? Alguien me ha drogado. Seguro que mi padre estará preocupado. Necesito hablar con él pero tengo el móvil en casa. Tengo que volver-.

La mujer me mira con incredulidad. Como si acabara de decir una estupidez. Estoy desconcertada. Esta situación es absurda e irreal. Tomo un momento para observarla. Tiene un aspecto bastante juvenil, en parte gracias a su desenfadado corte de pelo y su forma de vestir, pero las arrugas me dicen que debe de tener unos 50 años, más o menos. Echo un vistazo a nuestro alrededor. Estamos en una habitación espaciosa, pero salvo la cama, la silla y una estantería con utensilios médicos, no hay nada más. Todo es de un blanco inmaculado. Incluidas las paredes y...¡mi ropa! ¿Qué ha pasado con los vaqueros y el suéter que llevaba? Qué horror. Llevo camiseta y pantalones largos, todo blanco.

-¿Quién me ha cambiado de ropa? ¿Dónde está la mía?-

-¿Qué más da eso?-, me pregunta.

Suspiro para calmarme, pero no lo consigo.

-Mire, todo esto es un malentendido y una locura. Alguien me ha traído al sitio equivocado. Esto tiene pinta de hospital o, peor aún, de psiquiátrico, y yo tendría que estar en un colegio interna. Lo único que quiero ahora es un teléfono para llamar a mi padre-.

La mujer suelta mi mano y se levanta de la silla. Es más alta de lo que parecía. Está seria. Muy seria.

-Como ya te he dicho antes, Selene, estás en Los Elegidos, el internado en el que tu padre ha depositado su confianza para educarte. Esta institución no se parece a ninguna otra. No vas a llamar a nadie porque los alumnos tenéis prohibida cualquier comunicación con el mundo exterior. No preguntes los motivos. Aquí no damos explicaciones. Aquí se obedece y se respeta a la autoridad, que somos todos. Ahora quiero que te levantes y vengas conmigo-.

Dudo unos segundos. Por más que lo intento, no consigo entender nada. Hago lo que me dice y la sigo. Al salir de la habitación coge un abrigo larguísimo, blanco, cómo no, que cuelga del pomo de la puerta y me lo da.

-Póntelo. Nunca salgas afuera sin él si no quieres helarte-.

Lo hago. El abrigo me llega casi a los pies. Parece hecho a medida. Avanzamos por un largo pasillo en el que se suceden una puerta tras otra, hasta que llegamos a una escalera. Ya abajo, atravesamos el recibidor hasta una doble puerta gigantesca que da a la salida. Cuando la abre y salgo al exterior, el corazón me da un vuelco.

Estamos en medio de la nada. Hasta donde la vista alcanza hay un interminable bosque frondoso cubierto de nieve. A unos metros de la entrada al edificio hay una fuente. Hay marcas de neumáticos que la rodean y se pierden en un serpenteante camino que parece no llevar a ningún sitio. Voy hasta allí. No hay muros, vallas ni elemento alguno que cerque el lugar. Giro sobre mis pasos y me sobrecoge la grandeza del recinto. Me viene a la cabeza que quizá antaño fuera una especie de fortaleza. O un monasterio. O, lo peor de todo, una cárcel.

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