CAPÍTULO VIII

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El blanco lo tiñe todo. Da igual donde mire. Las paredes, los muebles, la ropa, el vasto paisaje que se ve desde mi ventana. Esta maldita luminosidad no me deja pensar. Llevo horas en la habitación. Como todos. No saldremos hasta la media noche. A las doce en punto mi compañero, Alexander, llamará a mi puerta y yo saldré en camisón, el irónico símbolo de pureza para los psicópatas que mandan aquí.

Este tiempo a solas no me ha dejado ninguna reflexión que merezca la pena. No tengo ni idea de cómo contactar con Eduard. He probado a meditar, buscando en mis pensamientos una señal, algún tipo de conexión. Lo único que he encontrado ha sido frustración. Hay tanto odio en mí, tanto sufrimiento y tanta aversión que la idea de matar a Leire es lo único que me da energía. Tres golpes en la puerta. Es la hora.

Las demás también van en camisón. Ellos visten como siempre. Me alivia saber que estaremos juntos. No se me pasa por alto que aún no he sido castigada por mi acción. Hacemos una fila de dos, cada una con su compañero, y bajamos lentamente las escaleras cogidos de la mano y con la mirada al frente.

- No lo hagas-.

La voz de Alexander es un murmullo tan bajo que prácticamente es imperceptible. Un mensaje sólo para mí. Lo miro de reojo. Avanza tan autómata como el resto. Me sacude un rayo de esperanza. La de que sea Eduard quien me haya hablado a través de Alexander. Le aprieto la mano. No hay respuesta. Mi ilusión se esfuma. Sé de sobra que lo sabría. Mi mano y la de Alexander están entrelazadas. Bastaría el tacto con su piel, incluso el más leve de los roces, para reconocer a Eduard en ella. No. No está en Alexander. Me pregunto qué significarán esas tres palabras. ¿Qué es lo que no tengo que hacer?

Hemos llegado. Es una parte del recinto desconocida para mí. Estamos al aire libre, en una especie de plaza empedrada y circular, y en el centro hay madera y troncos amontonados. Vacivus prende una antorcha y la hoguera se expande a toda mecha hacia el cielo. ¿Serían capaces de matarme? ¿De quemarme viva? Claro que sí. ¡Son capaces de todo! Se me encoge el estómago y el pecho se cierra tanto que tengo que abrir la boca para que me entre el aire y poder respirar.

Vacivus nos indica que rodeemos el fuego, incluida yo. Mi terror inicial baja de intensidad. Ahora sólo tengo miedo. Al otro lado de la fogata distingo a Diana. Se ha salido de la formación. Reparo en lo que lleva entre las manos. Es una vasija. Se la da a Iris, que toma un sorbo y se la devuelve. Hermes es el siguiente. La tercera, Minerva. ¡Entiendo! No lo hagas. Alexander se refería a esto.

Es mi turno. Se me revuelven las tripas. No es una bebida. Es sangre. De un rojo oscuro a la luz del fuego y de un espesor repugnante. Se me ocurre que esto puede ser el ritual ese del perdón del que me habló Momo, pero lo descarto enseguida. Él lo describió de una manera muy distinta.

Mis labios aprietan los bordes del recipiente, que inclino en la justa medida para no derramar la sangre, y trago saliva para que Diana vea movimiento en mi garganta. Le devuelvo la vasija y me limpio la boca con la mano. El siguiente es Alexander. Me gustaría observarlo, pero prefiero no meter la pata y mantengo la vista en la hoguera, como todos los demás.

El ritual o lo que quiera que sea esto, no cumple mis expectativas. Visto lo visto, mi fantasía había proyectado ya danzas desnudos alrededor de la hoguera, el sacrificio de algún animal y la adoración de a saber qué o quién. El internado es para mí como una película en la que se entremezclan todos los géneros habidos y por haber. Sin embargo, en esta ocasión el siguiente paso es irnos a dormir.

Por primera vez agradezco estar en mi habitación. Es imposible prever dónde está Eduard. Tampoco he vuelto a saber nada de Ate. De nuevo, tres golpes en mi puerta. La entreabro. Es Alexander. No estoy segura de dejarlo pasar y aprovecha mis dudas para colarse adentro.

- Tranquila. Nadie sabe que estoy aquí-.

- Si nos pillan... Ya tengo demasiados problemas. ¿Por qué has venido?-.

- Porque nos han unido como pareja y ni quiero ni puedo serlo. Eres genial, pero no me gustan las chicas. Añade eso a toda esta locura y entenderás que me muera por irme. Te ayudaré a encontrar a Eduard y los tres encontraremos la manera de huir-.

Lo abrazo en un acto espontáneo. Saber que quiere ayudarme me da un chute de energía. He pasado el día devanando mis sesos. Pensando en Eduard, desolada por no dar ni con él ni con una opción para encontrarlo. Pero ya no estoy sola en esto. Que Alexander esté de nuestro lado es lo mejor de la jornada. Tengo un montón de preguntas, pero la más inmediata es saber qué pasa con la sangre.

- Te explicaré lo que sé de una manera sencilla. ¿Has oído hablar del suero de la verdad?-.

- Sí. A ver, sale en una comedia, en Los padres de ella.

- ¡Cierto! Te lo pongo como ejemplo de cómo una sustancia puede afectar a nuestro cerebro. Lo de la sangre no es más que puro teatro. Casi todo aquí lo es. En su estrategia está el hacernos sentir parte de algo único y especial para que seamos más dóciles. La sangre es de verdad, claro. Esta vez de Iris y Hermes, ya lo sabes. No sé con qué la mezclan, pero sí que gracias a eso estamos más inhibidos. El efecto empieza enseguida. Por eso nos mandan a la cama. Actúa como sedante. Y, de alguna manera, afecta al implante que tenemos. Están anulando con paciencia nuestra voluntad Selene. Cada vez nos mimetizamos más con ellos. Pronto inventarán nuevas reglas porque las que hay no se las saltará nadie. Estamos condenados a ser una especie de robots humanos.

Hago con Alexander lo mismo que hice con Eduard. Darle toda mi atención y creer cada palabra. Es mejor tener una explicación, por inverosímil que resulte, a no tener nada. Pienso en preguntarle cómo ha hecho sus averiguaciones, pero Eduard es lo único que me importa.

- ¿Cómo puedo encontrar a Eduard?-.

- No puedes. Él dará contigo de una manera o de otra. Si no está aquí es porque físicamente no puede venir. Pero antes o después llegará hasta a ti.

- ¿Y yo? ¿Yo no tengo habilidades especiales?-.

- Tienes una que es vital. Eres inmune-.

- ¿Qué quieres decir?-.

- Ni el gas que inhalaste cuando la Orden te trajo, de la misma forma que a los demás, ni los tratamientos con los que supuestamente curaron tu hipotermia cuando te perdiste en el bosque les han servido para mantenerte bajo control. ¡Eres toda una rebelde!

- ¿Tú también eres inmune?-.

- No, pero puedo saber con antelación algunas cosas para poder evitarlas-.

- Como Momo-, digo.

- En absoluto Selene. Aquella noche ocupé el cuerpo de Momo. Sólo a ti te he contado mi secreto. Si la Orden lo averigua les será muy fácil anularme. Sólo tienen que inyectarme el suero en vez de hacer que lo beba. Te aseguro que no os puse en peligro, ni a Momo ni a ti. Y también que creo que Deimos es una pieza clave en este rompecabezas.

Asiento. Somos partes de un puzle. Lo que pasa es en mi cabeza sólo hay sitio para Eduard. Y así quiero conciliar el sueño. Repitiendo una y otra vez su nombre en mi cabeza.

Eduard.

Eduard.

Eduard, Eduard...

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