Capítulo XXIX

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Podía estar con Romina y sentirme completamente invencible. Ella siempre me hacía reír y me animaba cuando nadie más lo hacía, me daba esperanzas y me apoyaba aunque nadie estuviese de acuerdo. Tan loca y tan risueña, incluso hasta en los momentos más deprimentes ella me hacía reír ¿como podria ahora reirme? Cuando me dicen algo tan fuerte como esto a los que me niego a creer hasta que vea y rectifique con mis propios ojos.

Íbamos entonces hacía la parada para tomar el autobús en irnos a casa, ya habíamos salido de la Universidad, cuando nos metimos a la fila a esperar el autobús el cual al llegar íbamos a subirnos pero un grupo de chicas molestas y metiches se colaron empujandome para que no subiera.

Romina al ver eso se molestó tanto que abrió pasó ante la aglomeración de jóvenes que intentaban subir y extendió la mano jalando el bolso de aquella chica que me había empujado. Aquella se volteó viendo de arriba abajo a Romi.

—Bájate y has tu fila. Coleona. —Recalcó muy seria y furiosa.

—Romi, deja eso así —murmure tratando de detenerla antes que el chofer se molestara— No vale la pena ponerse a pelear.

—¿¡Que te pasa!? Ridícula. —Alzó la voz y eso hizo que también me molestara.

—¿¡Pero qué demonios te pasa a tí!? Abusadora. —Reclame apuntándole con el dedo y Romina se le abalanzó para darle un puñetazo en la quijada.

De allí todo se descontroló porque la amiga de la otra se vino a mi jalandome del pelo, y nos pusimos a pelear en pleno autobús. Al final terminamos fuera del autobús, golpeadas y adoloridas pero riendonos divertidas y triunfantes porque logramos que sacaran a las que se colearon.
Romi y yo nos chocamos las manos y nos fuimos caminando hasta a casa. Nos tardamos como una hora, pero se sintió como un paseo porque no paramos de hablar de todo lo que le habíamos hecho a esas abusadoras que seguramente del golpe no le querrán más ganas de seguirse coleando de manera salvaje como lo hicieron.

Y así era Romi, alocada, apasionada y leal siempre. A pesar de que a veces yo misma era cruel con ella, ella nunca me pago mal por mal, discutimos si, pero jamás llegamos a durar mucho tiempo molestas porque al final nos hablabamos como si nada, y le prometi que al llegar aquí trabajaría como esclava hasta reunir completamente para que ella viniese a vivir y trabajar conmigo en España.

De pronto, desperté al escuchar una voz repetitiva que me llamaba.

Hedel, Hedel querida, despierta, que ya hemos llegado...

Escuché en susurros, y abrí mis ojos viendo a Lisandro con su mano en la mía.

—¿Llegamos? —pregunté en voz baja hasta que reaccione e inmediatamente me levanté— ¡Estamos en Caracas!

Me bajé del avión sin ni siquiera esperar a Lisandro, hasta que me detuve a mitad de caminó y voltee a verle, estaba ansiosa y con el corazón en la garganta, otra vez el miedo y la intriga me estaba matando. Pero, debía esperar a Lisandro quien me ha estado apoyando en todo esto, y que incluso se haya atrevido a venir conmigo hasta acá sin siquiera pensarlo o dudarlo, eso lo apreciaba muchísimo. Así que me devolvi hasta donde el quien estaba despidiéndose de su amigo que lo ayudaba al bajarse.

—Dame tu mano, iremos a casa a Romi. —Le hice saber a Lisandro en tono medio, tratando de sonar temblorosa y controlarme un poco.

Así no era como se suponía que iba a volver, estimaba volver con muchos regalos y con muchos anécdotas para contar mientras tomábamos café y echabamos bromas. Pero, llegar así, de la nada con un sentimiento tan horrible en el pecho era desagradable.

Tomamos un taxi, y por unos minutos mi mente entró en una laguna porque había olvidado la dirección de la casa de Romina.

—Pues... La dirección es... La casa de Romi... —estaba divangando y eso me hacía sentir mucho peor, porque ya quería estar allá.

Lisandro puso su mano encima de la mía, haciendo sentir apoyada. —Calma, respira, tu puedes Hedel, tu puedes, que ya falta poco.

Su acento tan andaluz y a la vez tan español de Madrid, una mezcla que me transmitía un tanto de tranquilidad, y más porque era de el, de Lisandro.

—Por favor, calle Bolívar, por la avenida Peñalver, detrás del abasto Doña Josefa.

Finalmente pude decir, y aliviada de haber recobrado la mente. Pero al mismo tiempo la ansiedad se hacía presente, al fijarme que a medida que me acercaba a la casa de Romi cualquier cosa podría pasar. Y me aterraba encontrarme con lo que menos deseaba.

Eran las ocho y media de la noche, ya. Era increíble como de estar en España a medio día, de repente, de un momento a otro, tomo un vuelo y ahora estoy aquí en Caracas, con Lisandro en frente de la casa de Romina, la cual estaba llena de personas afuera y mi mente inmediatamente jugó en mi contra. Solo podía escuchar los golpes de mi corazón, porque no eran latidos, eran como golpes. Aprete la mano de Lisandro y con la otra me dio un apretón en el brazo.

Caminamos en pasos lentos hacía dentro. Las personas nos dieron el paso, algunos me reconocieron y no disimularon lo asombrados que quedaron, murmullos y algunos gemidos de repente empezaba a escuchar en tono muy bajito. El silencio reinaba haciendo que esos murmullos y gemidos se volvieran eco.

Olía a café, y a queso. Jamás olvidaré ese aroma, y que cuando entre a la sala, mis ojos turbulentos se encontraron con aquel ataúd blanco, que cuando llegué y vi a través de ese vidrio el rostro de ella... Era verdad, Romina entonces había fallecido. Ver eso hizo estallar mi corazón, mi llanto y me deje caer sobre el ataúd abrazandolo como si fuese literalmente ella.

—¡Hedel! —Escuché la voz alzada que soltó la señora Luz, la madre de Romina.

Vernos ambas, fue como revivir todos los recuerdos hermosos ahora dolorosos que compartimos con Romina. Y la promesa que le había hecho delante de la señora Luz, donde le mandaría a Romi para que que fuese conmigo a vivir a Sevilla.

—¿Por qué? Yo le prometí llevarla a vivir conmigo ¡Quien demonios le hizo esto a mi Romi! Oh, señora Luz... No puedo soportarlo.

Entre sollozos, ella quien se veía ya agotada, devastada, con ojos hinchados y secos, otra vez volvió a llorar junto a mi, abrazandonos, dándonos consuelo mutuo y tratando de liberar el dolor que nos embargaba.

A partir de ahí, no quería despegarme de aquel cajón de madera donde ahora yacia mi mejor amiga, mi hermana de otra madre, la loca que jamás olvidaré. Es algo tan profundo e increíble, que un día naces, vives creyendo que vivirás por siempre, y de pronto la muerte te sorprede y sólo queda un cuerpo vacío, sin vida, sin espíritu y sin alma, estático y sin moverse.

A pesar de haberse ido, Romina Lucía hermosa aún, incluso al irse lo hizo luciendo fantástica.

Siempre será tan única...

Los ojos del corazónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora