V - El diablo

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Los zapatos del detective resonaron sobre el pavimento mientras lo conducían ciegos por el intrincado camino de adoquines.

Silencioso como el sepulcro, el hombre subió las pequeñas escalinatas que dirigían a unas puertas dobles de grueso roble por las que entraban y salían enfermeras y monjas.

Cigarrillo en mano, Barker echó un breve vistazo al exterior antes de sumergirse una vez más en la oscura e imponente mansión.

En el vestíbulo, un par de albañiles continuaba con los trabajos de restauración.

Después del incendio que él mismo había provocado casi un año atrás, el gobierno de Nueva York apenas si había ofrecido lo necesario para mantener el lugar en óptimas condiciones, pero el condado de Oyster Bay no podía darse el lujo de trasladar a los enfermos a otras instalaciones. No había hospital en todo el pueblo con la dimensión ni la disposición necesarias para albergar a los casi cien pacientes mentales que habían tenido la desdicha de sobrevivir al fuego.

—Buenos días, detective.

Barker movió la cabeza como respuesta al saludo de la recepcionista. Detrás de él pudo sentir la mirada insistente del guardia de seguridad. El hombre había sido colocado ahí tras los eventos ocurridos aquella noche demencial. Cargaba un rifle a donde quiera que transitaba y tenía una cara de pocos amigos.

No sabía por qué, pero Barker sentía que cada vez que llegaba al lugar el muy maldito no le quitaba los ojos de encima. Casi como si intuyera algo sobre el verdadero origen del incendio ocurrido meses atrás en esas mismas instalaciones. Quién sabe, quizás solo eran sus remordimientos que, dicho sea de paso, tampoco le quitaban el sueño.

Durante la investigación al asalto del centro psiquiátrico, las pruebas solo arrojaron que, efectivamente, el incendio había sido provocado, pero las autoridades no dudaron un solo instante al achacarle la culpa a los intrusos que habían irrumpido en el lugar con rifles de asalto y armas blancas. Los mismos asesinos desquiciados que habían soltado a la mujer caníbal y que, de modo irónico, terminaron pereciendo en el Infierno que ellos mismos provocaron.

—Ya puede pasar, detective —sonrió la afable jovencita tras una fuerte pared de vidrio reforzado.

Barker ocultó el cigarro que llevaba entre los dedos y caminó hacia las escaleras. Sabía muy bien a qué habitación había que dirigirse para hacer una visita.

En el primer descansillo se encontró con la monja Agnes de la Cruz; una mujer rechoncha de cabellos castaños, nariz aguileña y ojos azules. Siempre tenía el ceño fruncido.

—¿De nuevo aquí, detective?

—Ya lo ve.

—Sin falta cuatro veces por semana.

—Vendría a diario, pero la dejo descansar de mi presencia un par de días.

La mujer dejó escapar un pequeño bufido al tiempo que observaba la mano del detective que él intentaba ocultar detrás de su pantalón.

—¡Apague eso! Algunos deseamos mantener nuestros pulmones limpios de esa porquería.

—De algo tendrá que morir, hermana.

—Pero no gracias a su imprudencia. Ahora apáguelo.

Barker esbozó una espontánea sonrisa al tiempo que aspiraba una última bocanada para, acto seguido, dejar caer el cigarrillo. La monja se apresuró a pisarlo, arrojándole una venenosa mirada.

—¿Sabe, hermana? Creo que nunca le he dicho lo feliz que me sentí cuando la corte decidió colocarlas en este lugar. Hacía falta algo de calidad humana por aquí, y nada más bondadoso que su amable sonrisa. Ilumina cada rincón de este lugar pestilente.

El diario perdido de Astaroth [Segunda parte de Holly]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora