VIII - Yo soy el asesino de monstruos

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La conmoción en la ciudad no era poca. Un grupo de personas se arremolinaba frente al edificio de la televisora NYCS con la firme intención de impedir el acceso de la policía que acababa de arribar al lugar. Sabían a la perfección que intentarían impedir el libre acceso a la información, de manera que se habían preparado para ello.

Coppola bajó del auto, acompañado de sus dos agentes y un reducido equipo de seguridad. Los hombres, entre gritos y jalones, lograron esparcir a la multitud, permitiendo el paso del equipo de investigación. El hombre a la cabeza lucía apacible y en completo control de sus emociones, no obstante, por dentro sentía un terror inenarrable. Lo que tanto había temido estaba haciéndose realidad.

Una vez en la oficina de la mismísima directora de la cadena televisiva, Coppola descargó toda su ira, golpeando con los puños el amplio escritorio de caoba. Tanto Jaquie como Alan lo miraron estupefactos. Jamás habían visto al gran Coppola perdiendo los estribos de semejante manera.

—Tiene quince minutos para entregarme todas las notas y las reproducciones que hayan hecho de las mismas. Este caso se encuentra bajo mi poder y tengo la autoridad para detener a cualquier persona que obstaculice la investigación.

—Cálmese, detective, por favor —interrumpió la mujer de cabello cenizo, recogido hacia atrás en un chongo simple, pero elegante—. Nuestro propósito jamás ha sido perjudicar el obrar de la justicia, pero entiéndanos, también tenemos un compromiso con la sociedad.

—¿Su idea de compromiso social es caldear los ánimos de la ciudadanía para unirse a un maldito asesino?

La mujer enmudeció por un instante, para recomponerse segundos después.

—No es mi labor manipular el juicio de nuestros televidentes, cada uno de ellos tiene la plena autoridad y derecho sobre sus ideas. Nosotros solo ofrecemos la información tal y como es.

Coppola dejó escapar un suspiro de fastidio. Observó su reloj y, recomponiéndose, tomó asiento frente al escritorio.

—Solo le quedan diez minutos.


***

Afuera, la muchedumbre continuaba incrementando. La presencia de la policía había bastado para motivar a aquellos que aún dudaban en unirse a aquella querella social en la que se encontraba en riesgo su libertad de expresión y el libre acceso a la información que consideraban relevante para todos.

Jason bajó del taxi a toda velocidad y se arremolinó junto a la masa de personas que gritaban a todo pulmón, algunos con pancartas en las manos y rostros pintados. A cada tanto se turnaban un altoparlante, en el que todos hacían gala de sus virtudes orales, calentando aún más el ánimo de los presentes.

Más elementos policiales habían hecho acto de presencia, formándose en una fila frente al edificio, como si se tratasen de una pared humana que resguardaba el complejo entero.

El periodista se sintió fascinado por la organización de la sociedad cuando a lo sumo habían tenido como máximo unas dos horas desde que se hicieran públicas las notas del asesino de pedófilos.

No era para menos.

El asesino de monstruos era percibido como un vengador anónimo, un antihéroe que estaba liberando a la ciudad de su escoria más odiada. Él mismo compartía esos mismos ideales y podía afirmar sin dudar que no era el único.

De pronto, la multitud guardó silencio. Los disparos de luz, los sonidos de cámaras tomando foto a diestra y siniestra y los cuchicheos mesurados reinaron por completo. Un grupo de personas salía del edificio, apostándose detrás de la cadena de policías. La mujer que lideraba la pequeña caravana elevó un poco las manos a modo de saludo. Se la veía evidentemente derrotada.

El diario perdido de Astaroth [Segunda parte de Holly]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora