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Carlos

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Carlos

No sé muy bien por qué me despierto, si siento que he tenido la mejor siesta de mi vida. Sin embargo, la ligera piquiña que siento en mi cuello me hace removerme y un quejido me obliga a abrir los ojos.

Parpadeo con lentitud y bajo la mirada, encontrándome con el rostro sereno de Amelia. Sus ojos están cerrados y su respiración es pausada, con los labios ligeramente entre abiertos y tentadores.

Rozo mi nariz con la suya apenas, pues no quiero despertarla. Mi mano viaja a un mechón de cabello que aparto de su rostro, pues se ve molesto, y la escucho suspirar entrecortado. Me cuesta creer que esta cercanía, de la que solo yo soy consciente, me tenga tan... alterado.

Observo su nariz, sus pómulos prominentes, sus labios delineados como si alguien se hubiese tomado el tiempo de hacer de ella una obra de arte. Y termino con sus ojos, que aunque cerrados, sé lo verdes que son: oscuros, como un bosque lleno de pinos y con rayos marrones y amarillos, como si el sol de las tres de la tarde brillara sobre los árboles.

Se remueve en su lugar un poco, abrazándome con más fuerza, y parpadea con lentitud. Frunce el ceño cuando me nota y alza el rostro, rozando nuestras narices.

Dejo de respirar y, al parecer, ella también. Siento como se tensa bajo mis brazos, pero no dice nada. Solo me mira.

—Ojalá fueras calvo y panzón —masculla muy bajo, todavía medio dormida.

No puedo evitar reír por lo bajo y ella parece entrar en conciencia, pues me suelta y se aleja, pero no hay más espacio en el sofá y se cae al suelo. Escucho el golpe y que maldice, cosa que hace que carcajee más alto.

—Tienes que... tienes que irte. Sheila debe estar por llegar y no sé qué carajos le diría si te ve aquí, durmiendo en nuestro sofá cama. Bueno, técnicamente es suyo, pero...

—Amelia, respira. ¡Hey! —Alzo un poco la voz, colocándome a su altura junto al suelo y tomo su rostro entre mis manos—. Tranquila, igual debo irme. No te preocupes.

—Bien —responde y suspira, aliviada.

«¿Acaso quiere que me vaya? Porque yo anhelo quedarme» pienso con algo de pesar.

Me levanto y le tiendo la mano para que ella me imite. La acepta y se coloca a mi altura, trastrabillando y yo la atajo por la cintura, dejando su pecho contra el mío.

Algunos cabellos cubren su rostro, pero puedo ver sus ojos llenos de tantas emociones: temor, nervios, curiosidad, pero sobre todo se notan sus ganas de que repitamos el beso.

Ella carraspea, murmurando unas gracias, y se aleja. Toma las llaves del apartamento y lidera el camino hacia la salida.

Nos adentramos en el ascensor y, de nuevo, ella se recarga de una esquina. Cruza sus pies y sus brazos, mirando hacia cualquier lado menos a mí y yo aclaro mi garganta, capturando su atención.

Somos fugaces | Autoconclusiva.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora