Mi profesora

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Siempre buena. Siempre amable. Dulce, maravillosa, gentil... muchas cualidades para una sola mujer, pero mi profesora lo era todo: heroína, abogada, bailarina, actriz, genial. Fue una madre a la hora de consolar y aleccionar, fue un ángel a la hora de asistir. Todo eso fue, mientras yo fui niño y en mi mente se materializaba un ser superior con un poder de atracción similar al de un agujero negro.
Al entrar en la adolescencia, la profesora madre se perdió en el laberinto de mi yo abstracto, encontrando a una diosa bella... irresistible.
Según pasaban los años, mis impulsos crecían acordes a mi altura y mis aptitudes... pero el deseo por ella aumentaba con el paso de las horas en la escuela y el conteo de miradas que lograba atrapar con la red invisible de denotada inocencia con la que había camuflado mi  vista.
Me odiaba a mi mismo por solo tenerla cuando Oneiros acudía impío a perturbar mis noches, descubriendo con lamentable vergüenza los resultados de mis desasertadas poluciones nocturnas.
Era un púber, lo sé, y esa frustración me acompañó hasta mi último ciclo escolar, donde me recibí de semi adulto y creí despedirme de ella para siempre.
Sin embargo, el destino es un monstruo despiadado que no hace mas que girar la noria de la vida y pone a cada ser en el lugar que le corresponde estar. En mi caso, dió perfectos giros que me llevaron a plantarme en el día a día de aquella mujer que me enseñó a aprender y también me enseñó a amar; más específicamente, a amarla a ella.
Quiso este tiempo enfrentarnos cara a cara en una reunión social donde coincidiamos en gustos, amistades y compañias.
Me la encontré sentada en el sillón de uno de los balcones de aquel salón de eventos. Mi corazón comenzó a martillar violentamente dentro de mi pecho y el temor se hacía plausible en cada respiro, a tal punto que dolía en las sienes, en la garganta... en la entrepierna.
Traté de guardar compostura y me acerqué a paso seguro. Noté que no me había reconocido, pues su sonrisa fue reservada y sus ojos mostraron recatada indiferencia.

— María Eva Linares — disparé sin más rodeos deteniendo mi andar ante ella.

Al escuchar su nombre, volvió su atención hacia mi y, con explícita curiosidad, se acomodó para contestar.

— ¿Cómo es que sabes mi nombre? — continuó interesada mientras sostenía su mirada en la mía — ¿acaso me conoces?

Por primera vez sentí un hilo de decepción por esa mujer. Sentía que me había olvidado, como si no hubiese significado nada para ella.

— ¿ No me reconoces? — solté dejando vislumbrar un resquicio de dolorosa ansiedad.
— Pueeesss, tu cara se me hace bastante familiar pero... es, solo eso, familiar. He visto tantos rostros en mi haber que ya casi no reconozco muchos — continuó quien alguna vez fue mi profesora.

Mi interior experimentaba una agonía inquietante ¿Cómo podía ser que la mujer a la que deseo desde siempre con tanta fuerza me había borrado de su mente?

— Mis disculpas, señorita. No quise importunarla ni mucho menos incomodarla. Me retiro — y con un ademán de mi cabeza la saludé seriamente, dándome media vuelta para emprender mi retirada.
Pero la fortuna, en ese momento, dió una vuelta inimaginable: la mano de María Eva se posó en mi antebrazo, volviéndome hacia ella, al tiempo que la escuchaba decir:
— ¡Ah, Mateo Barrientos! ¿Cómo olvidar a uno de mis alumnos más brillantes y predilectos? ¡Pero, mírate! ¡ Qué orgullo! ¡Eres todo un hombre!.

En ese instante, todo se detuvo: mi esperanza se construía rápidamente y mi valentía me impulsó a robarle el beso más tierno y excitante que pude dar.
Ella se separó de mi; entre sorprendida y confundida, solo atinó a decir:
— Mateo... yo... no, no entiendo ¿Qué significa esto?

— Esto, María Eva — decía mientras tomaba su dedos y los posaba en mis labios. — Esto es el cúmulo de anhelos que guardé toda una eternidad — continué confesando.

— Eternamente eres esa punzada en mi pecho, en mis pensamientos y... en algunas partes más — concluí diciendo mientras la atraía más hacia mi cuerpo.
Y el calor de ambos se hizo insostenible: ella se dejó abrazar, acariciar, tocar; ¿yo? Yo solo seguí mis instintos y mis sentimientos. Quería amarla en cuerpo y en alma. Quería convertirme en el demonio que ella había despertado hacia milenios dentro de mí.
Y la arrastré hacia las penumbras de la sala y hacia las sombras de mi apetencia carnal y espiritual. Percibí una necesidad encarnada en soledades y melancolías sin extirpar; escuché el llamado de sus latidos coronando mi nombre y elevando mi virilidad. Esa era la mujer que quería y conocía de toda la vida: la que aromaba a energía pura, la que exudaba placer por cada poro perfecto, la que me pertenecía desde antes yo nacer.
Y toda esa magnifica noche jugamos a correspondernos, a amarnos, a penetrarnos y no dejarnos... y  a toda esa magnífica noche la sucedió una mañana nublada y ceniza, donde la cama amaneció fría y solitaria y yo buscando a quien me había robado mi amor y mi fantasía: mi profesora.

EratosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora