MIL LECHOS... UNA SOLA CAMA

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He dormido en tantas camas como la vida me ha permitido hasta ahora. Será porque mi espíritu indomable siempre me llevó a no quedarme jamás en algún lugar fijo. Es por eso que dormir en cualquier lugar, como así también denominar “cama” o “aposento” a otros espacios o elementos menos convencionales, nunca fue un impedimento (aunque, es muy cierto, que el cuerpo tiene esa memoria de reconocer como no propias las superficies extrañas y saber que no es en la que acostumbra estar).
Así fue como comencé a catalogar a las camas. Estaban las viajeras: aquellas que se me presentaron en todas las salidas que realicé; distintos hoteles, donde las camas eran mullidas, presuntuosas, acogedoras; pasando por hosteles y pensiones, donde las camas distaban mucho de ser mágicas (por un precio bajo no se puede tener vida de princesa) pero que, para el cansancio, eran muy efectivas.
Estaban las hospitalarias: cuando cuidé de algún ser querido enfermo o cuando me tocó ser ese ser amado en desventaja saludable. Eran camas frías, carentes de emociones pero cargadas de ansiedades, alertas… menos de descanso y serenidad.
Estaban las amistosas: las de las casas de amigos o amigas. Después de volver de bailar, de alguna fiesta o, simplemente, por quedarnos a charlar lo que en una tarde no se podía resumir. Esas camas tienen un calor muy parecido a la cama que estaba acostumbrada en casa: porque también tenían mucho de hogar, mucho de familia.
También las había furtivas: las de los moteles, donde alguna vez desaté el arte amatorio del amor secreto. Esas camas con tantas huellas, como las que se encuentran en una playa; y que también son borradas por las olas de los fluidos y los olvidos.
Y de ahí estaban las camas diversas: asientos de autos, sillones de salas de espera de aeropuertos o terminales, colchonetas y bolsas de dormir en los campamentos, reposeras en la playa… el torso suave, calmo y ancho de algún amor fugaz.
La única razón por la que jamás quise quedarme en una sola cama es porque siempre existió en mi el temor latente de morir de tristeza por no sentirme correspondida ni querida… Hasta que llegó él: deconstruyendo todo a mi alrededor, derribando miles de muros que creí inquebrantables… ofreciéndome su ser como la cama que necesitaba para poder dormir para poder despertar en mi yo verdadera… en la mujer que él veía y proyectaba amar. Una mujer hecha a su imagen y semejanza: esencia de lujuria, un íncubo fémino - reflejo de su demonio sexual masculino -; sexos perfectamente acoplados... orgasmos magníficamente sincronizados.
Y he ahí en donde mi zona de confort por las camas diversas se trastocó de un momento a otro: cuando posé mi cabeza, pensamientos, sentimientos, humanidad y fragilidad cansados en el pecho de mi última conquista banal de una noche. Creí que iba a ser eso: estar, amar rápidamente y sin corazón; solo sexo sin ataduras ni requerimientos. Supe que esto sería distinto, cuando su virilidad endurecida traspasó con dulzura y lentitud mi femineidad húmeda, dispuesta y palpitante; cuando sus manos atraparon con delicada firmeza la redondez de cada uno de mis senos...  lo supe cuando miró mi alma gozar de placer y no se fijó en las imperfecciones que marcaban mi cuerpo, esas que siempre hicieron detestarme. Aún así, no quise confiar en mi corazón y dejé todo en manos de la casualidad.
Sin embargo, ese lecho humano no me dejó partir: me ancló a su corazón, como si de una almohada vibrante y vital se tratase, desterrando mis miedos más arraigados y ocultos, permitiendo a mis sueños más truncados hilvanarlos a su vida y a sus días. Me cubrió con las sábanas de su piel y su aliento, dándome la calidez que había creído perdida por tantas distorsiones y agradeciendo poder gozar de mi desnudez mi cuerpo y mi alma, sin lamentarme y sin avergonzarme.
Él todo es en sí, actualmente, la cama en donde quiero dormir el resto de mi existencia. Mi propia anatomía ya lo reconoce como el lugar donde mejor descansa; donde puedo llorar sin sentirme sola, donde puedo reír plenamente sin condicionarme… donde puedo sentirme libre, sensual, sexual; amante, amada, sumida, poderosa… donde él también pueda sentir y saber que mi cuerpo es su lecho hasta el fin de nuestros tiempos.

EratosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora