Apenas podía percibir su silueta en la oscuridad del armario, pero lo sintió pasar delante suyo en dirección a la pared de atrás. Entonces apareció una rendija de luz.—Es el panel de acceso al desván —explicó Liam. No le quedó otra alternativa que seguirlo.
El refugio no era un mal escondite. Desde luego, resultaba mucho mejor que la posibilidad de que los descubrieran. Se encontraban cobijados, escondidos y secos. No colgando de una ventana. Las cosas podían estar peores. Liam apenas había dispuesto de tiempo para felicitarse por sacarlos del armario del sospechoso, cuando se dio cuenta de que aún no estaban libres.
Como habían restaurado la casa para instalar dos suites en los alojamientos de arriba, la puerta principal que llevaba al desván conducía a otra habitación. Ocupada. De modo que debían quedarse quietos. El sol proporcionaba suficiente luz a través de los respiraderos de los costados de la casa. Sin embargo, no había tanta como para desterrar las sombras. Los rincones de la estancia seguían sumidos en la oscuridad, el polvo y las telarañas.
La adrenalina aún corría por las venas de Liam debido a la situación apurada de la que habían escapado por poco. Sin embargo, no podía sentirse decepcionado, ya que disfrutaba de una compañía extraordinaria.
—¿Qué hora es? —preguntó el pelinegro.
—Casi mediodía —repuso el castaño.
—Creo que voy a perder la cita con mi contacto misterioso. Quería reunirse conmigo al mediodía en el cobertizo del jardinero.
—Ya no tenemos ningún cobertizo— Liam frunció el ceño—. Lo derribamos al trasladarnos aquí.
Miles se mesó el pelo con frustración visible. Luego miró hacia la puerta de acceso cerrada. —¿A qué hora crees que bajará la mayoría de los huéspedes a comer?¿Quizá dentro de una hora?
Hablaban con tono apagado, convencidos de que podrían evitar que los descubrieran, pero sin querer arriesgarse a que alguien los oyera. Miles se dedicó a explorar la estancia, recogiendo una sombrerera aquí, un periódico allí. Parecía cautivado por la colección de trastos y antigüedades.
—Fascinante —al final se sentó en una chaise-longue, una de las piezas de mobiliario que Hildy y Liam habían guardado allí arriba después de tomar posesión de la casa—. Hay tantas cosas interesantes aquí.
—Desde luego —convino Liam—. No he tenido tiempo de explorar todos los baúles. Por lo, que he visto, hay ropa, diarios, álbumes de fotos y periódicos que se remontan hasta décadas atrás.
Aparte de los muebles, por supuesto. Después de que el abogado de Nathaniel Marsden se pusiera en contacto con ellos, Liam, había quedado sorprendido al ir a explorar la inesperada herencia de Hildy por la calidad de los muebles de la mansión de aspecto gótico. El exterior sucio y deslucido había funcionado bien para desanimar a los visitantes y ocultar la riqueza, y probablemente el pasado criminal, de su propietario. Dentro, había encontrado un montón de antigüedades que habría despertado la envidia de cualquier anticuario de Boston.
—Dime —quiso saber al tiempo que se reclinaba en el asiento y palmeaba el costado para que se sentara a su lado—, ¿cómo terminaste siendo propietario de un hotel?
Liam se sentó. —La tía Hildy heredó la casa de alguien... con quien creció —explicó con cuidado, sin aportar detalles. El pelinegro debió de captar algo en su voz, algún indicio de tensión, como siempre que hablaba de su traslado allí desde el este.
—¿Por qué estabas tan ansioso de dejar Boston? Da la impresión de que tenías un gran trabajo. Y me cuesta creer que no hubiera alguien especial que quisiera que te quedaras.