Capítulo 2)Falta de respeto mutuo

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  MARI se quedó tan atónita como los doscientos invitados que la escucharon gracias a la formidable acústica del edificio.

  –¡Me opongo! –repitió con una voz tan fuerte que resonó en las paredes como una explosión sónica–. ¡Me opongo por completo!

  Había conseguido ser el centro de atención, y lo sería hasta que los guardias de seguridad se le echaran encima como en un partido de rugby o fuera internada como establecía la Ley de salud mental. ¿Cómo era... un peligro para una misma o para los otros? Solo había una persona para la que Mari quisiera ser un peligro, una persona que...

  «Concéntrate, Mari. Tienes tu momento... No lo dejes pasar».   –¡Él...! –su segunda pausa dramática no fue intencionada. La última persona, la única que aún no se había girado, lo hizo y sus ojos se encontraron con los de Mari.

      Lo único que pudo pensar fue... ¡Peligro!

  Seguía siendo igual a como lo recordaba: orgulloso, arrogante, con aquella nariz recta, aquellos pómulos marcados y aquellos labios crueles y sensuales.

  Lo que había olvidado era la humillante reacción de su cuerpo a la poderosa sexualidad que él irradiaba. Un hormigueo la recorrió de la cabeza a los pies y le hizo endurecer los músculos del vientre. Exactamente igual a seis años atrás.

  La vergüenza la invadió y por un instante casi olvidó lo que la había llevado hasta allí. Rápidamente levantó el mentón y sofocó la sensación que le abrasaba el estómago. Estaba allí para darle a probar su propia medicina y comprobar hasta qué punto le gustaba ser humillado en público.   Pero lo último que él parecía era humillado. Lejos de reflejar turbación o embarazo, sus ojos eran los de un águila mirando a su presa.   No... ¡Ella no era ninguna víctima! Esa vez no. Agachó la cabeza, cerró los ojos y respiró profundamente para recomponerse. Con el corazón desbocado, volvió a levantar la cabeza y lo apuntó con un dedo.

  –No puedes hacer esto, Sebastian –se apretó la mano contra el vientre–. Nuestro hijo necesitará un padre –al decirlo no pudo evitar acordarse de su propio padre. ¿Dónde estaría en esos momentos?

           

           

La mujer había acaparado la atención desde que abriera la boca, pero sus últimas palabras hicieron que todas las miradas se desviaran hacia él. Ni siquiera tuvo tiempo para recuperarse de la conmoción que había sufrido al verla, pero consiguió mantener una expresión impávida mientras por dentro seguía temblando.

      Vio que ella movía los labios: «¿Sabes quién soy?».

  ¿Que si sabía quién era? En otras circunstancias se habría echado a reír por una pregunta tan absurda. Podía contar con los dedos de una mano las veces que había perdido el control, y jamás podría olvidar aquella ocasión en particular... y a la mujer responsable.

  Pero, aunque hubiera podido borrar el desagradable incidente de su memoria, siempre se le quedaría grabada en su cuerpo la reacción que experimentó ante aquella mujer.

  Nunca, ni antes ni desde entonces, había sentido algo parecido.   ¿Provocaría ella la misma reacción en todos los hombres? Hombres que, a diferencia de él, eran incapaces de ver aquella reacción como una debilidad. Hombres que eran esclavos de sus deseos. Hombres que carecían del autocontrol gracias al cual Seb no había acabado siendo igual que su padre.

  Bajó la mirada y la recorrió lentamente, desde los rizos de fuego que enmarcaban su perfecto rostro ovalado hasta sus interminables piernas y las voluptuosas curvas enfundadas en aquel vestido azul que rozaba la legalidad.

La  Mujer PelirrojaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora